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Los alefitas: la vida en digital

La red encendida

La interconexión que ha supuesto internet ha situado a la humanidad bajo un torrente de información imposible de frenar

Los humanos, en conexión continua, actuamos ya como receptores sensoriales enviando sin cesar señales que procesa la Red. Y cada vez más objetos, en este internet de las cosas, se integran también a modo de terminales nerviosas. La Red tiene, pues, un entorno cada vez más dilatado y profundo del que recibe constantemente señales y las procesa.

Asombrados por esta intrincada capilaridad y expectantes ante las consecuencias que traerá la inconcebible cantidad de datos que se pueden metabolizar (big data), quizá no nos hemos detenido lo suficiente para valorar cómo se ha iluminado la Red con los infinitos destellos que produce el constante aporte de imágenes.

La humanidad ha vivido sumida durante prácticamente toda su existencia en entornos sombríos que apenas permitían ver más allá de lo que podían alcanzar los ojos y los cortos desplazamientos a lo largo de una vida. La cotidianidad era un valle profundo y umbrío.

La revolución de los transportes y de las comunicaciones dilata el horizonte de manera muy rápida y perturbadora. Los seres humanos pueden ver un mundo que hasta entonces solo llegaba, en todo caso, por la palabra de los viajeros.

Pero el gran estallido es cuando cada vez más personas, miles de millones, pueden emitir estos destellos. Esto ha sido posible, no proporcionándoles grandes y costosos artefactos, propios de profesionales y empresas, como hasta entonces, sino adquiriendo cada persona un espejo de mano. Con este espejo en la mano se envían destellos a la Red, y en ella reverberan sin fin. Así que los reflejos del mundo, enviados por esas pequeñas láminas especulares desde todos los lugares del planeta, pero reverberando en un espacio sin lugares (eso es la Red), hacen que la Red se encienda con un «casi intolerable fulgor», como el Aleph de Borges.

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No es extraño que tal resplandor, y tan reciente, produzca molestias y nos haga entornar los ojos. Pero hay otro malestar casi inconsciente ante este deslumbramiento: y es que podemos llenar nuestros ojos de imágenes, en un hartazgo propio de quien ha sufrido la carencia, pero estamos viendo lo que otros miran. La mirada no es solo abrir los ojos para ver, sino una intervención sobre el mundo que excluye cosas, incluye otras y, en consecuencia, crea unas relaciones irrepetibles en aquello que tan solo se vería.

Por eso las imágenes han sido siempre monopolio y objetivo de los poderes, pues te hacen ver el mundo tal como se quiere mostrar. De ahí el control de la mirada y de los medios que la amplifican (como los de comunicación social y —antes de la reproducción mecánica— la elaboración costosa y exclusiva de cuadros, estatuas, vidrieras…). Por eso es extraordinariamente perturbador que la gente de a pie, con la prótesis de su pequeño espejo, comience, con la ayuda de la reverberación del Aleph digital —la Red—, a deslumbrarnos con sus destellos, es decir, con sus miradas. Perturbador para los poderes, pero también motivo de discusión para toda la demás gente. A pesar de estar en este mundo en red, se sigue considerando que los medios de comunicación son quienes nos sirven imágenes del mundo y sus sucesos, no los «mirones» con sus espejos de mano.

Las imágenes han sido siempre objetivo del poder, pues te hacen ver el mundo como se quiere mostrar

A esta desigualdad de consideración se une el que se asocie a la mirada consentida un artefacto, la cámara, sublimado por su glorioso servicio en el periodismo y en el arte. La cámara se empuña, y con ella se apunta y se dispara, frente al reciente y pequeño espejo sostenido con los dedos, a veces crispados, donde se refleja el objeto que se quiere captar.

En el escenario posible de la vida en digital hay una importante inversión, tras esta etapa de transición que ahora estamos viviendo. Los alefitas —nuestros habitantes en este escenario imaginado— ya no ven lo que otros miran —como si aún vivieran en el siglo XX o en los comienzos de su mundo en red—, sino que pueden mirar lo que la esplendorosa Red les posibilita ver.

Para ello, el espejo de mano se ha fracturado. Los sensores que capturan imágenes son artefactos «ponibles» (wearables); otros son exentos, con visión de 360 grados, y que se colocan en cualquier lugar; y hay los ajenos, que no son artefactos particulares, sino cámaras de instituciones, empresas, organismos, con funciones muy variadas, pero que, en algunas circunstancias, pueden reverberar en la Red. Todos ellos tienen la particularidad de que no hay intervención de la mirada, sino solo la de estar en el lugar.

Naturalmente, coexisten los artefactos oculares o manejables, aquellos a través de los que se mira y que se sostienen con las manos, pues siempre nos gustará que una narración, una mirada de otro, nos ordene el mundo —aunque sea por un instante, clic— y nos reafirme que este mundo es inagotable a la creatividad de las miradas.

Pero la más excitante experiencia será la nueva sensación de presencia para los alefitas: la de un mundo en Red, que, contraído en un Aleph, está al alcance de la vista y que se puede mirar, pues no llega ya construido por las miradas de otros (poderosos o no) para que solo se vea.

¿Cómo soportaremos y aprovecharemos esta capacidad de la mirada propia, ya que la responsabilidad no está en ver, sino en mirar?

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.

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