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Progreso técnico en empresas: innovación más cara y nuevas fórmulas de trabajo

Transformar el mundo y crear riqueza es más caro de adquirir o de imitar que en épocas pasadas, asegura el director de Transformación, Desarrollo y Talento en PRISA

Entender el funcionamiento y la naturaleza de la innovación se ha convertido en un aspecto central para inferir conclusiones sobre la marcha de la economía, especialmente en lo que se refiere tanto al ritmo con el que acontece el crecimiento del valor agregado como para predecir el desarrollo del mundo del trabajo. Para explicar este doble impacto hay que partir de una serie de observaciones básicas, estrechamente ligadas entre sí:

- Primera observación: la innovación no funciona sin innovadores. La economía de cualquier sociedad demanda un flujo de perfiles de una determinada “pasta” o “temperamento” para que, mediante su iniciativa, creatividad y competencia, se puedan abrir nuevos mercados o para que simplemente pueda aumentar la demanda de productos y servicios.

- Segunda: la innovación como motor del progreso técnico (habitualmente basado en el cambio tecnológico) provoca que la frontera del conocimiento crezca, es decir, que el volumen de conocimientos teóricos y prácticos disponibles para el entendimiento aumente con una velocidad relativa al promedio con que crecen los esfuerzos requeridos para alcanzar una idea inédita.

Se necesita cultivar un hábito, una vocación, una actitud, y alinearlas con el desarrollo del dominio técnico y de la mente investigadora.

- Tercera: el conocimiento acumulado en cada individuo por unidad de tiempo pierde valor de manera proporcional al aumento de los nuevos descubrimientos logrados, así como de las comercializaciones exitosas que consiguen conquistar cierta cuota de mercado.

- Cuarta: el perfil cuya vocación es innovar necesita casi permanentemente estar reciclando su capital de conocimiento si aspira a generar un nuevo hallazgo incremental y no a repetir o imitar a su competidor. Dedicar más tiempo y recursos a formarse, necesariamente reduce su ciclo de vida útil para generar ideas brillantes o, al menos, prometedoras y para desarrollarlas con madurez. Además, las esferas de conocimiento, al ir ganando cada vez una mayor profundidad, presionan al individuo para especializarse en algún campo concreto; en ocasiones, esta especialización puede influir de modo negativo en el potencial de cada sujeto, al reducir la interacción de las capacidades con las que cuenta.

En resumidas cuentas, la innovación despliega una dinámica en la que prevalece la escasez de resultados y no su abundancia, puesto que hay que realizar en cada ejercicio una mayor inversión de recursos para poder superar el umbral previo de la esfera científica, o asumir que cada vez haya que esperar más tiempo para que un fenómeno eureka se produzca.

El economista Benjamin F. Jones, de la Universidad de Northwestern, advirtió en 2005 dos consecuencias principales derivadas del aumento del conocimiento acumulado: (i) un crecimiento en el grado de especialización del perfil innovador prototípico y (ii) un crecimiento en el tamaño de los equipos de investigadores que finalmente patentan una idea. Innovar en solitario, a partir de una prístina idea individual, es un fenómeno cada vez más inusual. Una cosa es que a uno le venga una buena idea a la mente, y otra bien diferente es que luego sepa, con su sola interacción y pericia, mejorarla, diferenciarla e implementarla hasta convertirla en una innovación tangible. Otro grupo de economistas de la universidad de Stanford (formado por Nicholas Bloom, Michael Webb y Charles I. Jones), acaban de presentar una sugerente hipótesis en la que tratan de demostrar que la productividad de las ideas ha ido decreciendo en las últimas décadas, coincidiendo paradójicamente con un incremento en el número de investigadores dedicados a generarlas y desarrollarlas.

No hay más camino para el progreso que aquel que se corresponde con hacer grandes inversiones en educación durante todo el itinerario formativo".

La primera lección que cualquier empresa o institución debería extraer de esta coyuntura, es que no hay más camino para el progreso que aquel que se corresponde con hacer grandes inversiones en educación durante todo el itinerario formativo de la vida de las personas. La demanda de un entorno innovador requiere que las inversiones en educación superior (tanto en la rama de formación profesional como universitaria) y en formación continua (dentro y fuera de la empresa) cobren una fuerza económica sin precedentes. Además, el pronóstico nos lleva a tener que revisar si tiene sentido haber acortado el tiempo de los grados de licenciatura, y evaluar si no hubiera sido más conveniente y competitivo incentivar bastante más la ruta de la investigación doctoral. En cualquier caso, la senda para la innovación difícilmente se podrá encontrar si lo que se incentiva socialmente es que los estudiantes se lancen al mercado laboral lo antes posible. Es cierto que en el entorno español, la incorporación de los jóvenes se retarda por el escaso dinamismo de nuestro mercado laboral, lo que explica que la demanda de empleo se haya reabsorbido en forma de una nueva curva de consumo en educación vía la matriculación en másteres. Dado que la legitimidad institucional de esta última ruta es un fenómeno relativamente reciente en el sector público, aún está por ver si será capaz de dejar sus frutos en nuestro país; es evidente, sin embargo, que hay un peligro muy real de que el talento acabe recalando en empresas o instituciones extranjeras con mayor capacidad –o una actitud más agresiva- para asumir los riesgos ligados a la innovación y la inversión en investigación.

Con esta crítica no trato de quitar importancia a las prácticas en las empresas como vehículo privilegiado para aproximar al estudiante a la realidad del mundo laboral y de la demanda productiva, más bien lo que pretendo enfatizar es que la especialización en conocimientos, como principio sine qua non para romper los límites de un ámbito o esfera del saber específico, no puede realizarse con suficiencia en cuatro años de formación universitaria y ni tan siquiera en cinco, puesto que el progreso de las ciencias tanto puras como sociales exigirá, como efecto de su propio progreso, más dedicación, y hará inviable la defensa racional y desinteresada de tales tramos temporales. Lo que se necesita es cultivar un hábito, una vocación, una actitud, y alinearlas con el desarrollo del dominio técnico y de la mente investigadora. Acercarse a la frontera del conocimiento de una disciplina necesita paciencia, pasión y perseverancia, asumiendo como creencia incuestionable que el progreso requiere un ciclo de vida ampliado, en el que la rentabilidad quede liberada del examen del corto plazo.

Pero incluso acumulando una generación de perfiles bastante mejor preparados para poder adquirir el dominio preciso para innovar, la evolución histórica de los descubrimientos y del registro de patentes nos indica que la mente creativa del sujeto actuando en solitario es cada vez más discontinua, demostrándose como imprescindible la cooperación entre varios para lograr que la inventiva inicial se transforme en algo sustancial con capacidad para influir en la realidad material.

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Esta dinámica colectiva provoca que las empresas no puedan permitirse el lujo de que sólo una pequeña parte de la plantilla esté dedicada a la innovación (hacerlo con un alcance parcial se está demostrando ineficiente o, dicho con otras palabras, se convierte en un esfuerzo inútil); hay una clara correlación entre el porcentaje de perfiles que tienen entre sus tareas el logro de innovar, y las probabilidades reales como organización de lograr comercializar un nuevo producto en el mercado. Como es evidente, tener perfiles con mayor capacidad y más numerosos permitirá generar la última constante de la ecuación de la innovación, es decir, producir un mayor volumen de ideas diferentes susceptibles de ser ejecutadas y de adaptarse a las necesidades maduras del conjunto de la sociedad.

Como insinué al mencionar el caso español, lo cierto es que estos enunciados, incluso estando de acuerdo con lo que significan, pueden quedarse fácilmente en nada, simplemente porque las organizaciones no tengan el suficiente margen de maniobra para transformar sus estrategias, sus modelos de negocio y sus culturas corporativas para asimilar tal tipo de asunciones (incluidos los costes que estas implicarían). Pero también sucede que el mercado se abre paso y encuentra caminos alternativos que bien pueden demostrarse a posteriori equivocados para resolver los problemas de fondo pero que, al mismo tiempo, pueden facilitar las transiciones hacia otros estados de la cuestión. Uno de esos senderos emergentes está siendo la economía “gig” (o la economía de los autónomos o “freelancers”. Una fórmula alternativa capaz de generar crecimiento de valor agregado dentro de empresas condicionadas por escenarios de crisis, cambio o restricciones en el mercado).

En un reciente informe de EY (https://betterworkingworld.ey.com/growth/gig-economy-costs-growth) analizando las consecuencias de la colaboración con este tipo de profesional por parte de empresas estadounidenses, quedan retratadas cuáles son sus ventajas. Así, aunque una de las causas principales para utilizar este modelo es reducir los costes estructurales, al estar asociado con el desarrollo de un proyecto específico limitado en el tiempo, lo cierto es que están aflorando otros dos beneficios. El primero tiene que ver con el hecho de incorporar conocimientos diferenciales que no posee la organización (lo que sucede por la velocidad con la que el cambio tecnológico acontece o por la falta de madurez para asimilarlo), de manera que los “gigs” actúan como medios de transferencia rápida de conocimiento hacia el interior de la organización. El segundo beneficio tiene que ver con la capacidad de la organización para, con la ayuda de los “gigs”, generar con inmediatez grupos de profesionales internos debidamente alfabetizados para poder seguir compitiendo y sobrevivir a la disrupción. Esta apreciación no trata de validar la vía “gig” como la mejor ni la única solución para aumentar el número de profesionales dedicados a innovar dentro de una empresa, pero ante la posibilidad de que no se produzca el dimensionamiento que se precisa, sí que puede llegar a generar impulso en ese esfuerzo, al menos provisionalmente.

No obstante, quedan aún muchas incógnitas por resolver. En una situación tan compleja no cabe mejor opción que recurrir a las cumbres de lo “ideal” para poder discernir un propósito que guarde sentido. El idealismo fue lo que hacia finales del siglo XIX movió a la Escuela de Historia de EEUU a buscar un paradigma solvente para renovarse y garantizar la imparcialidad política y la objetividad científica de sus propuestas (alejándose de los sesgos tendenciosos e ideológicos), y en aquel momento creyeron encontrarlo en el modelo de investigación alemán. Para el académico de letras estadounidense fue un hallazgo descubrir que en Alemania existía el “Herr Professor”, una figura profundamente respetada y que en sí misma era una institución cultural que contribuía decisivamente a consolidar una sociedad que progresa cada vez más moderna, justa y democrática (por tanto, muy alejada de la reputación sin brillo de un librepensador con vocación de analizar al mundo desde lejos o de la de ser un ratón de biblioteca o un teórico funcionarial que vive ensimismado dentro de una burbuja, percepciones que primaban en EEUU). En los centros de Heidelberg, Leipzig, Friburgo y Berlín, los investigadores académicos estadounidenses entendieron que la innovación en cualquier ciencia comienza al comprometerse con la búsqueda sagrada de la verdad y, para ello, la mente y voluntad investigadora prácticamente tienen que abandonar el cuerpo físico para alcanzar la meta intelectual, quedando así alejadas de cualquier motivo sórdido o de meros incentivos carnales.

El idealismo que buscan las empresas contemporáneas (transformar el mundo y simultáneamente crear riqueza y prosperidad) es más caro de adquirir o de imitar que en épocas pasadas y, pese a ello, el anhelo por alcanzarlo no decae. Este deseo ardiente surge, en primer lugar, porque incluso cuando se obtengan en el corto plazo unos resultados nada deslumbrantes, los pingües beneficios que se obtienen cuando un proyecto se concluye con éxito continúan siendo decisivos para la sostenibilidad de las organizaciones. En segundo lugar, este propósito se mantiene incorruptible porque el fanatismo por el descubrimiento verdadero exige de unos sacrificios tan crueles que la mayoría de la sociedad no está dispuesta a soportarlos. En realidad, los pocos que sí lo están (sean investigadores, emprendedores o países) son los únicos que podrán convertirse en ganadores dentro de la economía del siglo XXI, de lo que infiero la necesidad de cultivar una prometedora y amplia cantera de “Herr Professors” para regenerar las capacidades del tejido empresarial durante las próximas décadas. Ahí reside una visión radicalmente urgente para desarrollar el idealismo que supone la innovación.

Alberto González Pascual es director de Transformación, Desarrollo y Talento en el área de Recursos Humanos de PRISA. Profesor asociado de las universidades Rey Juan Carlos y Villanueva de Madrid. Es doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid y en Pensamiento Político y Derecho Público por la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.

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