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Dos años confinados a posta para probar cómo sería la vida en el espacio

En 1991 un grupo de ocho personas se aisló del mundo para demostrar que sobrevivirían sin contacto ni provisiones del exterior; ahora, un documental rescata su historia

José Manuel Abad Liñán
Los ocho elegidos para confinarse dos años en la Biosphere 2, ubicada tras ellos.
Los ocho elegidos para confinarse dos años en la Biosphere 2, ubicada tras ellos.SPACESHIP EARTH

Aquellos trajes recordaban los uniformes de los extraterrestres de la serie V o quizá los del grupo de electrónica Kraftwerk. Vestidos con ellos, cuatro hombres y cuatro mujeres iniciaron en septiembre de 1991 una gesta que jugaba con el imaginario pop y lo salpicaba de épica científica. Iban a confinarse por voluntad propia dos años en una estructura hermética. Querían simular las condiciones de vida de una futura colonia humana en el espacio. Fueron "un pequeño grupo que intentó, literalmente, reimaginar el mundo", en palabras de Matt Wolf, director del documental Spaceship Earth, que narra la peculiar historia del grupo, presentado en enero en el Festival de Sundance.

Hay una expectación enorme aquel 26 de septiembre de 1991. Están a rebosar las gradas que jalonan un lateral de Biosphere 2, en Oracle, Arizona. La estructura cuenta con una especie de enorme invernadero con forma de pirámide truncada. Si en lugar de acristalada fuera opaca, se diría una de las de Blade Runner. En otra parte se levanta una torreta poliédrica, decorado perfecto para cualquier otro rodaje de ciencia ficción. Los jóvenes de la época han crecido embriagados por las aventuras trepidantes de Star Trek, Galactica o La fuga de Logan.

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Pero lo que encierra la Biosphere 2 no es de cartón piedra. Alberga una selva tropical real de 1.900 metros cuadrados, un océano de 850, con arrecife de coral incluido, manglares y desiertos. Con sus animales y sus plantas. Un doble en miniatura de la Tierra posado sobre el planeta original. Nada ni nadie deberá entrar en el tiempo que durará el experimento: se quiere comprobar si es posible que una comunidad viva se pueda autoabastecer durante ese largo tiempo, como algún día tendrán que hacer en las primeras colonias humanas en otros mundos. “Ocho científicos se van a encerrar en un terrario”, abre un programa de televisión en directo. Los confinados parecen astronautas, pero en lugar de viajar a las estrellas no van a moverse de las paredes de Biosphere 2. “Lo que van a ver aquí es cómo ocho bioesferianos se van a encerrar durante dos años”, recalca una periodista.

El show de Truman tardaría aún siete años en estrenarse. Y aunque Gran Hermano era solo un personaje de Orwell, el origen primero de la idea se remonta a las lecturas de unos jóvenes idealistas en la California de los años sesenta. Kathelin Gray, Salty, tiene entre sus manos El monte Análogo, del francés René Daumal, una obra inacabada en la que un hombre sabio reúne a un grupo heterogéneo de personas para llevarlos a una montaña que curva el espacio que la rodea. Dentro de él, hay un mundo paralelo. “Quiero hacer lo que dice este libro”, se plantea ella.

Su amigo John Allen, un tipo carismático, atrae de diferentes partes de EE UU a amigos para crear juntos el Theater of All Possibilities: un nombre perfecto para una idea nacida en el San Francisco de 1967. “Era la persona con la que querrías ir a lo desconocido”, recuerda ahora en el documental Salty. Allen había trabajado en una planta de envasado de carne, luego en el Ejército, después se sacó un MBA en Harvard. Pero solo sabía que quería hacer algo distinto, inusual.

Vaya si lo hizo. En 1969, el grupo se alejó de la ciudad de los jipis, que cada vez les parecía más un estereotipo. Compraron un terreno barato en Nuevo México. Lo bautizaron Synergia Ranch. “Nos llamaremos los sinergistas”, proclaman. Vivirán en un lugar pensado para dar rienda suelta a su creatividad teatral y a cultivar su propia comida. Se autoabastecen y leen a Artaud, a Burroughs, que alerta de que la humanidad se dirige a un desastre ecológico. Se pasan unos a otros un libro en cuya cubierta aparece la Tierra vista desde la Luna, la foto del Apolo XI, que unos meses antes ha puesto al Hombre en el satélite. Ven Naves misteriosas, una película que muestra una colonia flotante en el espacio con plantas, animales y humanos.

Y les fascina una obra de Buckminster Fuller, Spaceship Earth ("La nave tierra"). Fuller, un científico visionario, ha acuñado el concepto de la efemeralización: hacer lo máximo a partir de lo mínimo. Sus cúpulas geodésicas, enormes pero livianas, son uno de sus mayores hallazgos. Los habitantes del rancho Sinergia, otra palabra querida por Fuller, construirán en él una de esas estructuras.

Pero el rancho se les queda pequeño para sus ideas. Deciden irse a Oakland, a contruir un barco. Sin tener conocimientos navales previos. “La construcción fue como una performance”, recuerda Salty. Lo botaron, cruzaron bajo el Golden Gate y viajaron por Sudamérica, África, Europa.

¿Una comuna o una empresa?

“No éramos una comuna, éramos una corporación. Pusimos en marcha negocios alrededor del mundo para sacar dinero”, señala un miembro del equipo, al que apodan —sin dar pistas al espectador del motivo— Shit Horse (“mierda de caballo”). “Éramos bastante capitalistas”, añade. El grupo da con Ed Bass, un millonario heredero del petróleo texano, de una de las familias más ricas de EE UU, quizá lo más diferente de un jipi que quepa imaginar. Abren una galería de arte en Londres, montan una obra de teatro en la Antártida, no hay límites a su inventiva.

Se toman en serio lo que habían leído en los libros de literatura fantástica. Para explorar la relación entre hombre y la Tierra crean el llamado Instituto de Eco-Técnica, con dinero de Bass, y reúnen en el sur de Francia a un grupo de científicos. También hay artistas, exploradores, empresarios, y por supuesto los synergians están presentes. Se habla del calentamiento global y uno de ellos plantea hacer un microplaneta, que incluya un banco con miles de especies vivas, la humana entre ellas. La primera colonia del espacio se probaría en la Tierra. Ciencia ficción, sin ficción.

Algunos de los candidatos, delante del módulo de pruebas, en 1988.
Algunos de los candidatos, delante del módulo de pruebas, en 1988.Getty images

Si han hecho un barco partiendo de cero, ¿por qué no una biosfera? En 1986 comienzan a construir la Biosphera 2 en Arizona. El número 2 viene de que es la segunda; la primera ya estaba creada: es la Tierra. Allen les advierte de que probablemente a la primera el experimento no funcionará, y quizá a la séptima tampoco. Pero cada vez estarán más cerca de conseguir simular la vida en el espacio. Cuentan con asesores de la Universidad de Arizona, del Smithsonian, del Jardín Botánico de Nueva York. Hay que unir conocimiento de agricultura, de ingeniería, de ecología. Para montarlo cuentan con unos 150 millones de dólares de la época (135 millones de euros). El inversor, el rico Bass, confía en licenciar sus biosferas para la conquista del espacio.

En 1990, 15 personas llegan a la selección final para ser bioesferianos. Entran en un módulo que sirve de prueba. Los medios se acercan a Oracle para grabar imágenes. ¿Es ciencia o un espectáculo con un pretexto medioambiental? ¿Son una secta? Algunos medios los describen como miembros de una comuna. Poco antes de que los ocho elegidos se confinen, los sinergianos representan una obra de teatro: The wrong stuff, algo así como “cosas erradas”. Como en un psicodrama, ponen en escena todo lo que puede ir mal dentro de Biosphere 2.

Temor al CO2

Llega el día anhelado y las cámaras se amontonan en torno a la estructura plantada en el rojizo terreno de Arizona. Los ocho saludan al público y a las cámaras. “¿No es como si se fueran a la luna?”, dice una periodista. “Este es un momento increíble. El futuro está aquí”, sentencia una de las mujeres confinadas. La última de ellos intenta cerrar tras de sí una compuerta de metal blanco con un ojo de buey. No encaja muy bien. Tras dos o tres intentos, cierra. Están dentro. Se supone que la última bocanada de aire que se ha colado con el portazo será la última que entrará en la instalación durante dos años. No debían recibir aire, ni agua, ni alimentos del exterior. Lo único externo será la luz del sol, la electricidad —argumentan que en otros planetas se podría conseguir por alguna fuente de energía—, y la voz y la imagen que les llegue por teléfono o videoconferencia. Tendrán que vivir de lo que den la tierra y los animales, respirar un aire y beber un agua reciclados. El mayor temor es que el dióxido de carbono los asfixie, pero ahora hay mucha tarea que hacer para mantener con vida la bioesfera. Dicen poner en marcha 64 proyectos científicos.

El oxígeno es tan escaso como el de más de 4.000 metros de altitud. Al final, se tiene que inyectar desde el exterior, un 10% del total de la atmósfera. La promesa de la vida totalmente confinada se viene abajo

El primer problema no es ni la falta de aire ni la de agua o alimento, sino un accidente. Una de las bioesferianas pierde la punta de un dedo en una máquina trilladora. Deciden que puede salir de la estructura para que la sometan a una cirugía. La operan y vuelve dentro. Esa excepción, por grave que fuera el motivo, incrementa las dudas sobre la seriedad del proyecto, porque luego se sabe que mete provisiones desde el exterior. El resto de sus compañeros tiene que ocuparse de plantar y de la granja, su labor, y pierden tiempo para investigar. Surgen las quejas. Las buenas comidas suavizan los conflictos. Siguen llegando provisiones, de tapadillo. Para querer vivir como en Marte, la dependencia del exterior es excesiva.

El mayor temor se hace realidad: el nivel de dióxido de carbono va en aumento. Con un par de escalones que suban, notan que se ahogan. Las plantaciones dan poco fruto. Mueren varias especies, pero las cucharachas salen a montones de las cañerías. Tienen que centrarse en algunos cultivos que aguantan mejor. Comen remolacha hasta en la sopa. El médico del grupo, Roy Walford, convencido de que una dieta hipocalórica alarga la vida, y en este sentido un precursor de lo que la ciencia demostrará años más tarde, está en su salsa. El nivel de oxígeno es tan bajo que temen que les dañe el cerebro. Mal alimentados, semiasfixiados, empiezan las peleas y el resentimiento contra John Allen, oh, gran creador de la idea, oh, gran gurú de Rancho Sinergia.

Resulta que el proyecto tiene una trampa: han instalado un depurador de CO2, como en los submarinos. Un aparato que no serviría para un proyecto a largo plazo fuera del planeta. Van dimitiendo investigadores. ¿Cómo explicar que se ocultara a la opinión pública esa artimaña? “Lo que tenemos ahora es un submarino con plantas dentro”, rezonga un informático que había dejado el proyecto tiempo atrás. También les enmienda la plana Lynn Margulis, eminencia de la evolución biológica, a la que los bioesferianos adoran. En cambio, Thomas Lovejoy, un gran nombre en el estudio de la biodiversidad, los apoya desde el Smithsonian. Los detractores achacan al proyecto que no está sometido a la revisión por pares y que tampoco se ha preparado una biosfera de control, que sirva para comparar. Lo que hacen no es ciencia, es entretenimiento, les dicen. Pero las instalaciones no dejan de recibir turistas, que contemplan fascinados a los cuatro hombres y cuatro mujeres como si fueran peces exóticos nadando en un acuario tropical.

En 1993, el empresario que puso en marcha el proyecto echa mano de un bancario de inversión para reflotarlo: Steve Bannon

El documental parece querer limpiar la imagen del proyecto en este punto. Recoge el testimonio de uno de los bioesferianos que asegura que el depurador de CO2 apenas se usó. Pero en la época los medios acechan a John Allen, que no quiere responder. Se crea un comité científico asesor para relegitimar el proyecto, pero deriva en un hervidero de conflictos, que además se trasmiten al interior: Allan tiene ilusiones paranoicas, les dice a los bioesferianos uno de los investigadores del comité. Los internos quieren que dé la cara. Se sienten estafados. Viven en una especie de continuo mal de altura. El oxígeno es tan escaso como el de más de 4.000 metros de altitud. Al final, se tiene que inyectar del exterior, un 10% del total de la atmósfera. La promesa de la vida totalmente confinada se viene abajo, pero los bioesferianos pueden correr y respirar hondo por primera vez en largo tiempo.

Steve Bannon entra en escena

A las dificultades técnicas se añaden las financieras. A principios de 1993, unos meses antes de la salida al mundo exterior de los bioesferianos, Ed Bass tiene que inyectar 50 millones de dólares (45 millones de euros) porque el proyecto no deja de perder dinero. Y para refinanciarlo echa mano, entre otros, de un viejo conocido, un banquero de inversión, que ha trabajado y escalado dentro de Goldman Sachs para que consiga fondos de capital riesgo: Steve Bannon. ¿No es una ironía que un proyecto pensado para estudiar la viabilidad de la vida humana montado por unos idealistas de San Francisco cayera en manos de un negacionista del cambio climático, apóstol de la nueva ultraderecha y exasesor de Trump? Los sinergistas que trabajan para la Biosphere desde fuera, ven aparecer a Bannon acompañado por un grupo de marshals del Cuerpo de Alguaciles de Estados Unidos, para conquistar, casi literalmente, las instalaciones.

En septiembre de 1993, justo cuando se cumplían dos años, se abre la puerta, casi una escotilla, de la Biosphere 2. No todos los ocho habitantes quieren salir. Algunos se han quedado prendados de esa vida ajena al mundo, pero en un lugar tan parecido al mundo. La etóloga experta en primates Jane Goodall los espera fuera y les da un discurso de bienvenida.

En 1996 la Biosphere 2, hoy en manos de la Universidad de Arizona, quedó abierta al público. Ed Bass ha vuelto a donar 30 millones de dólares (27 millones de euros) para el proyecto. De aquellos ocho pioneros, siete siguen vivos. El único que ha muerto fue curiosamente el médico, que confiaba alcanzar los 120 años gracias a su dieta y el ejercicio, pero que falleció de ELA a los 79. Algunos sinergianos volvieron a vivir, y ahí siguen hasta la fecha, en un rincón de la única biosfera que sigue funcionando con total autonomía, en Rancho Sinergia.

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Sobre la firma

José Manuel Abad Liñán
Es redactor de la sección de España de EL PAÍS. Antes formó parte del Equipo de Datos y de la sección de Ciencia y Tecnología. Estudió periodismo en las universidades de Sevilla y Roskilde (Dinamarca), periodismo científico en el CSIC y humanidades en la Universidad Lumière Lyon-2 (Francia).

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