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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

La caverna, contra Marchena

Periodistas y juristas ultras denigran al Supremo porque dictó sedición, no rebelión, y abrió paso al tercer grado

Xavier Vidal-Folch
El juez Manuel Marchena.
El juez Manuel Marchena. ULY MARTÍN

La sentencia del Tribunal Supremo sobre el procés no solo ha concitado la protesta (callejera) indepe. También la protesta inversa (mediante papel) de la caverna mediática y jurídica.

En el frente mediático, los más exaltados han llegado a propugnar que al magistrado Manuel Marchena se le mande “a la cárcel”, pues la condena es “cochambrosa” y “basura” (Jiménez Losantos). Otros detectan en ella “leguleya melopea”, “enjuagues” y una “chapuza” (Arcadi Espada).

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Menos adjetivada, la línea argumental denigratoria de los editorialistas conservadores que hoy se sienten “frustrados” en sus expectativas se basa en dos pilares: el lamento de que el Supremo condene por sedición y no por rebelión (que habría procurado penas carcelarias aún más gravosas); y el enfado porque no haya impuesto restricciones al sistema penitenciario para conceder a los penados el tercer grado (régimen de semilibertad). ¡Justo lo más notable de la resolución!

En ciertos casos ambas ideas se trufan de confusiones: unos atribuyen erróneamente a los jueces no que hayan validado la vía del tercer grado sin cortapisas, sino que habrían concedido (cosa muy distinta) la libertad condicional. Otros se quejan del “contrasentido ontológico” de que “un golpe de Estado” lo califiquen solo como sedición: cuando el concepto de “golpe” (Hans Kelsen, Curzio Malaparte) es de raigambre política y de la teoría jurídica general y no tiene por qué encajar automáticamente en uno u otro tipo jurídico delictivo.

En el frente jurídico-funcionarial se repite el esquema. Ignacio Gordillo —un exfiscal de valioso pasado, emigrado al lucro privado mediante la defensa de acusados por delitos societarios y blanqueo de capitales— sostiene que esa magnanimidad penitenciaria “es una total vergüenza”, doctrina de dureza carcelaria que quizá convendría que sus clientes recordasen, salvo que solo valga para otros. E implora a sus antiguos colegas que recurran contra el Supremo en “los tribunales europeos competentes”: ¿cuáles, si el que lo es, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), actúa en defensa de las garantías a los procesados que debe reunir un proceso justo?

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En su artículo Hay rebelión y debe haber cumplimiento íntegro (El Mundo, 17-10), superlativo retrato en vivo de las posiciones bunkerianas, Gordillo cree que “lo más importante del delito de rebelión es la finalidad”. Con ello, opera una transustanciación de delito “de tendencia” o “de resultado cortado” —aquel que se “consuma… aunque no se hayan logrado los fines propuestos, como bien sintetiza la sentencia— en delitos de intención o de ideas (en este caso del separatismo). Pero una cosa es que el reo fracase; otra muy distinta, que pueda condenársele por su mera cosmovisión.

Ese retorcimiento doctrinal solo se perfecciona si se olvida, como obvian ese y otros textos, que tan o más importante que la finalidad del rebelde es el medio instrumental que utiliza: la violencia. Y no una cualquiera, sinoinstrumental”, “funcional”, “preordenada” para que se adecúe verosímilmente al objetivo de derrotar al Estado democrático, es decir, “estructural” e “idónea” para vencerlo. Desconfíemos de todo análisis que descarte la radiografía del alcance de la violencia que con acierto redacta Manuel Marchena.

Este mismo yerro es el que comete el profesor Enrique Gimbernat en su texto publicado en EL PAÍS del sábado. Funcionario universitario también autoprivatizado —defendió, entre otros narcotraficantes, a Jorge Luis Ochoa, fundador del cartel de Medellín y secuaz de Pablo Escobar— imputa a este columnista una “ignorancia jurídica oceánica”, olé, por defender el razonamiento del Supremo contrario a la rebelión, de lo que él discrepa por suave. Y por sostener que la sedición implica “impedir” tareas de la autoridad, como requiere el artículo 544 del Código Penal. No solo “obstruirla”, como reza la versión judicial, en este extremo muy discutible.

Y porque aunque también sea un delito de tendencia, el tipo de sedición de ese artículo no excluye un grado inferior como es el de “conspiración”. Que la acción punible no haya “logrado los fines propuestos” (resultado cortado) permitiría calificarla de sediciosa, pero no implica que no quepa atribuirle una intensidad inferior, la del artículo 548 (en conexión con el 17), que habría rebajado las penas, al menos en el caso de los Jordis por los sucesos del 20 de septiembre. Y es que, si no solo el alcance de la violencia, sino también sus resultados, adquieren relevancia para encajar la conducta en uno u otro tipo, más aún en uno u otro grado: por eso el Supremo los calibra al concluir que la intentona fue “una ensoñación ineficaz y simbólica”.

En realidad, también Gimbernat defendía la concurrencia de la sedición (Rebelión, sedición o ninguna de las dos, El Mundo 12/12/2017) “como se deduce sin esfuerzo alguno, de los hechos”; y no uno de rebelión pues los reos se alzaron “no para declarar la independencia sino para que se celebre un referéndum ilegal”. Hasta que cambió de criterio por ensalmo (nada nuevo ocurrió) para sostener que “basta que el alzamiento vaya dirigido al fin” separatista para que haya rebelión, olvidando, ay, el requisito de la violencia idónea (Sobre los delitos de rebelión y sedición, El Mundo, 29/11/2018). Muda oceánica de criterio, como muda transoceánica de clientes.

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