La última hora con Franco
Cientos de personas visitan la tumba del dictador por última vez en el Valle de los Caídos
A las cinco de la tarde, la basílica de Cuelgamuros celebra su particular procesión del silencio. Una veintena de personas mira fijamente la bandera de España que forman las flores apostadas sobre la tumba del dictador que dirigió el país durante cuatro décadas. Solo un guardia civil rompe la solemnidad del momento. “¿Hizo usted el saludo fascista?”, le pregunta a una señora mayor vestida de luto. “Lo van a sacar. Qué más da ya”, responde ella, después de levantar el cordón que protege la tumba y agacharse para besar la lápida. Queda una hora para ver la lápida de Franco en el Valle de los Caídos y hasta el más franquista acepta que este es el final de una romería que ha durado mucho tiempo.
Los primeros peregrinos llegaron en autobús el 23 de noviembre de 1975, día del funeral del dictador. Los últimos vuelven ahora por la A-6 en taxi, Uber y Cabify. Aitor Eguía es uno de ellos. Ha venido con dos amigos para cerrar el ciclo con un rezo ante la tumba del que llamaban Caudillo. Pero él tiene claro quién manda en el Valle: “El jefe es el Santísimo, lo demás son añadiduras”, comenta, mientras un niño aplaude sigilosamente, como si quisiese darle la razón al prior, Santiago Cantera, frente al Tribunal Supremo.
El silencio solamente se interrumpe de vez en cuando por las protestas de los nostálgicos, que insisten a los agentes en hacerle “la última foto”. Muchos se van sin esa instantánea, pero se despiden persignándose frente a la tumba de quien yace unos metros más abajo. “No he visto la tumba”, se lamenta Ana Cristina Anaya, una costarricense de 37 años que ha cambiado su visita al Escorial al enterarse de que este viernes era el último día para tratar de divisar, en su caso sin éxito, a Franco.
Algunos lloran sin consuelo y miran el reloj para saber cuánto tiempo queda antes del cierre. Otros no se enteran prácticamente de nada. Dos jóvenes francesas caminan hacia la salida; s ríen de los nervios y, con un fuerte acento, comentan atónitas: “Estamos aquí porque conocemos la historia y nos picaba la curiosidad, pero no estamos de acuerdo con el Caudillo”. Su compañera la corrige al instante: “¡Perdón! Es que así le llamaban ahí”. Estas dos estudiantes de filología llevan un par de semanas en España y, como muchos, se han enterado de la exhumación de camino al Valle. “Nos lo ha dicho el taxista en el trayecto”, admiten.
La guardia civil da un primer aviso: quedan 20 minutos para el cierre. Algunos asistentes se lo toman como una grosería. “Esto no puede estar pasando”, comenta indignada una mujer de edad avanzada mientras mueve la cabeza de lado a lado en señal de desaprobación. Muchos deciden marcharse. Claudio Gómez, de 35 años, es uno de ellos. Su pareja no quiere hablar: “No penséis que somos fachas”. Ambos coinciden en el carácter histórico del momento. Para ellos, no se trata de blanquear a Franco, sino de estar ahí y ver una escena supuestamente histórica. “Y eso que nos hemos enterado aquí sobre el cierre del lugar”. El novio cruza los brazos y baja la voz cuando nota que otros visitantes pasan a su lado. Su actitud es el mejor reflejo de la pluralidad de los asistentes.
Además de la mezcla entre espontáneos y seguidores de Franco, llama la atención la diversidad de edades. “Nos enorgullece ver a tanto chaval”, dice un anciano con camisa de tirantes que no quiere ser identificado. Señala a dos jóvenes al fondo, antes del pasillo que da acceso al monumento. Se trata de un par de hermanos de Soria, de 23 y 19 años, que viven su primera vez —y última, también— en el Valle de los Caídos. Hacen comentarios en contra de la exhumación, pero repiten machaconamente la misma frase con un porte prácticamente napoleónico: “El que no conoce su historia está condenado a repetirla”.
Dan las seis de la tarde; se acabó. Ana y Pilar ayudan a María Jesús, que consigue arrastrar su andador hacia el exterior de la basílica. Las tres ancianas, asiduas de Cuelgamuros, cierran la procesión. Un grupo de jóvenes hace sonar el Cara el Sol desde su coche, mientras el astro desaparece lentamente por detrás de la montaña que apila a miles de cadáveres de la Guerra Civil. En esta especie de after nostálgico solo importa uno de esos cadáveres. La música cesa. Han pasado la última hora con Franco.
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