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El pueblo de los niños inmigrantes

Un albergue turístico del casco antiguo de Altafulla, de 5.000 habitantes, se convierte en el hogar de una veintena de adolescentes que han llegado a España en patera

En la foto, menores inmigrantes en una calle de Altafulla (Tarragona).Vídeo: G.BATTISTA
María Martín

El día 12 de septiembre algo cambió en Altafulla, un bonito pueblo tarraconense de 5.000 habitantes a la orilla del mar. Aquel día, antes de la hora de comer, varias furgonetas escalaron las calles empedradas del casco histórico y desembarcaron una veintena de adolescentes inmigrantes, todos chicos, de entre 12 y 17 años, en la puerta de un albergue juvenil. Era su nueva casa, justo enfrente de una de las joyas del pueblo, un hotel amurallado de cuatro estrellas con spa. Nadie, ni siquiera el alcalde, supo de aquella llegada hasta un par de días después.

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El pueblo no lleva bien los ruidos. La policía local ha llegado a recibir llamadas denunciando el repicar de las campanas de la iglesia. Acabada la temporada turística, en Altafulla no se oye el crujir de una rama más allá de las ocho de la noche y esos días el teléfono de la policía no paró de sonar. Primero fueron las voces adolescentes en árabe y luego un par de trifulcas entre ellos. Los vecinos empezaron a bombardear el WhatsApp del alcalde y diputado (En Comú Podem), Félix Alonso, pidiendo explicaciones. El pueblo estaba sobresaltado.

La Generalitat, desbordada por la llegada a sus centros de adolescentes que migran solos (3.000 en lo que va de año), los está distribuyendo en albergues de su propiedad o en casas de colonia de pequeños pueblos de todo el territorio catalán. Algunos han pasado por tres centros en cinco meses. En el caso de Altafulla se hizo con prisa y sin avisar. “Entendemos la situación de emergencia, pero hay que hacerlo en condiciones. Ese recinto no está preparado. Es una chapuza sobre chapuza”, lamenta la vecina Elsa Hontoria. “Los vecinos que viven cerca están hartos. Aquí estamos acostumbrados a vivir muy bien”.

La improvisación ha llevado al grupo de 20 chavales —que llegó a alcanzar la treintena durante unos días— a convivir con familias de turistas en el albergue y los fines de semana que había reservas, sus responsables los han tenido que sacar de excursión. Su número puede parecer anecdótico en un pueblo de adosados de 5.000 habitantes, pero en proporción a sus vecinos, Altafulla acoge ahora más menores de edad extranjeros en desamparo que Andalucía. En este pueblo hay un niño inmigrante por cada 250 habitantes, en Andalucía hay uno por cada 1.500. El municipio, de hecho, convive con más chicos que Extremadura y La Rioja juntas.

Aún hoy hay vecinos que pasan por la puerta del albergue e imprimen su mirada de desaprobación a los recién llegados. También hay madres y abuelos que han empezado a acompañar a sus hijas al colegio para que no se crucen solas con ellos. Este viernes por la tarde, alguien volvió a llamar a la policía porque le molestaba la melodía que escuchaban los chavales en su teléfono móvil. Pero estos son minoría.

Superados los primeros incidentes, el pueblo se calmó y varios vecinos han abrazado a los chicos, que saludan a todo el mundo en catalán y animan las gradas durante los partidos de fútbol. A Pep Galiana, un viudo de 71 años, cuyas ventanas dan al albergue, le han dado la vida. “En mi calle no pasa ni Dios. Estoy muy solo y yo siempre he sido una persona de ambiente, de cacao”, cuenta agarrado a un cigarro.

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Souleymane, el nombre ficticio de un joven de Guinea Conakri que sueña con ser futbolista, se ha unido al club de atletismo local junto a otros cinco chicos. Los miembros de Atletes d’Altafulla les han equipado con camisetas y zapatillas y les entrenan martes y jueves como a cualquier otro atleta. Souleymane, que llegó en patera a Almería hace cinco meses, sube escalones de casi un metro como una gacela dejando atrás y con la lengua fuera a los más veteranos. Hay un objetivo común además de hacerles formar parte de la comunidad: que no se aburran.

En este pueblo sin semáforos, aún no pueden estudiar más allá de las clases diarias de castellano. Muchos de ellos no tienen sus papeles —la Generalitat denuncia que la Delegación de Gobierno tarda hasta ochos meses en darles su documentación— y sin eso no pueden hacer cursos de formación profesional o solicitar un permiso de trabajo.

El alcalde, tras el susto inicial, les ha abierto el campo de fútbol, las aulas para dar clase, quiere empadronarlos y aprobar un decreto para que puedan usar las bicicletas del depósito municipal. “Altafulla siempre ha sido un pueblo solidario, los conflictos iniciales son normales. El problema es que no nos han dado la opción de buscar la mejor fórmula, nos lo han impuesto”, lamenta Alonso. “Lo que me preocupa es que el pueblo se convierta en un lugar de tránsito. Si queremos integrar de verdad no podemos estar siempre en la temporalidad. Me preocupa la poca disposición y tolerancia de los vecinos si cada tres meses les traen un grupo nuevo de adolescentes”.

En las calles vacías de Altafulla sorprende la cantidad de gente que ha pensado en cómo integrarlos. La pintora Berta Mesa, que tiene una galería de arte, ya planea cómo sumarlos al evento que tiene organizado en mayo. “No me incomodan para nada y me encantaría poder integrarles y no solo a ellos, sino al resto de adolescentes. Hay que fijarnos en la edad y no en la procedencia”, defiende Mesa. La psicóloga y madre de tres hijos Siurana Porta no siente ningún miedo de juntar a sus hijos con los nuevos vecinos. Al contrario: “Me gustaría que fuesen al instituto a explicar su epopeya y poder llevarlos por ahí un fin de semana”. A la actriz Danina Martínez le gustaría incluirlos en sus obras de teatro.

"Nuestro trabajo es la parte educativa, pero también intentar que el pueblo pueda ayudarnos en la integración. En el tiempo que llevamos ha cambiado 100% esa idea inicial de los vecinos. Nos sentimos muy orgullosos", reflexiona el educador responsable de los chicos, Fernando Pérez.

A Anass, un marroquí de 17 años que llegó a Algeciras en abril, le gusta Altafulla. “Los vecinos gustan de nosotros y nosotros de ellos”, afirma en su mejor castellano. Pero el joven no sabe que va a tener que preparar su mochila de nuevo. Tras un mes y medio de encaje en este emplazamiento improbable, se marcharán. A otro pueblo. Y tras ellos llegarán otros 20. Y vuelta a empezar.

Lograr integrarse en medio de la nada

Altafulla no es el único pueblo catalán que se ha enfrentado el desafío de acoger por sorpresa a niños inmigrantes. A Arenys de Mar (15.000 habitantes), la Generalitat envió 64 jóvenes, también sin avisar, con el consecuente enfado de su alcalde. El regidor de Vendrell (33.000 habitantes) también se enteró días después de que tenía 30 chicos en un albergue. El alcalde de Castellnou de Bages (1.350 habitantes), Domènec Òrrit, sí supo que llegarían 45 chavales a una colonia vacacional en medio del bosque. “Nosotros ni somos un pueblo, somos una zona residencial de chalés. No tenemos policía local ni centro médico. Estos niños necesitan socializarse”, lamenta. Ante “la falta de previsión”, la Federación Catalana de Municipios ha pedido explicaciones a la Generalitat.

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Sobre la firma

María Martín
Periodista especializada en la cobertura del fenómeno migratorio en España. Empezó su carrera en EL PAÍS como reportera de información local, pasó por El Mundo y se marchó a Brasil. Allí trabajó en la Folha de S. Paulo, fue parte del equipo fundador de la edición en portugués de EL PAÍS y fue corresponsal desde Río de Janeiro.

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