Aznar y la maldición del bigote
El expresidente no se percata de su situación extravagante de vieja gloria ni se responsabiliza de las corruptelas que han sepultado a Rajoy en la escombrera de Génova 13
Impresionan el desahogo y el providencialismo con que José María Aznar se ha propuesto a sí mismo como líder integrador del centroderecha y como timonel extemporáneo de la oposición al socialismo. No se percata de su situación extravagante de vieja gloria ni se responsabiliza de las corruptelas que han sepultado a Mariano Rajoy en la escombrera de Génova 13.
Es verdad que el extinto líder gallego ha desfigurado la fértil herencia del PP, pero el desenlace de la moción y el abismo político que han malogrado el partido y el marianismo provienen al mismo tiempo de la resaca de las antiguas mareas aznaristas. La sentencia de la Gürtel expía y expone las cañerías de la opulencia escurialense. Y los políticos y empresarios implicados en aquella trama y en otras aledañas —Correa, El Bigotes, Bárcenas, Rato, Zaplana, Jesús Sepúlveda... Silvio Berlusconi— se engominaron en la boda de todas las bodas y se reclinaron en los bancos postineros del templo, cuando José María Aznar se propuso pasar a la historia y reconocerse en la unción imperial de Felipe II.
De la basílica a la prisión, unos y otros comensales han resucitado como espectros en la presidencia de Mariano Rajoy. Se le han amontonado como la santa compaña. Y lo han forzado a la evacuación. Y no porque Rajoy fuera extraño al fango. También él proviene de aquellos tiempos, del mismo modo que reconfirmó a Luis Bárcenas en las funciones de tesorería, pero la herencia de Aznar contenía veneno de efecto retardado. Aznar ha sido desleal a su partido, a Rajoy, a la nación. Ha pretendido sabotear Génova 13 como improvisado protector de Ciudadanos. Y aspira ahora a regresar al papel de redentor sin haberse percatado ni de su desprestigio ni de su decadencia. Ha perdido la noción de la realidad. Y más le convendría preservarse del destino que los guiñoles franceses le dieron en Francia. Utilizaban el muñeco de Aznar como extra y relleno de los sketches de grupo. Un señor de bigote grisáceo que quiso ser Felipe II y que puede malograrse como caricatura de sí mismo.
De otro modo, no se explica que pretenda convertirse en el punto de juntura de la pujanza de Ciudadanos y de la decadencia del PP. Por un lado, trata de apropiarse de un fenómeno político al que ha sido completamente ajeno. Y, por otro, se sustrae a los motivos oscuros que han deteriorado la nave nodriza del PP. La justificación que se desprende de semejante excentricidad serían la unidad territorial y el ventilador con que debe airearse la bandera. Aznar ha considerado a Rajoy un político pusilánime y blando. Y le ha atribuido toda la negligencia imaginable en la gestión de la crisis catalana, pero el monstruo del soberanismo no hubiera crecido tanto sin la dieta proteica que le administró Aznar con los pactos del Majestic y otras concesiones de autogobierno. Se diría que el expresidente es víctima del síndrome del bigote ausente. Hace un esfuerzo para borrárselo del rostro, pero no consigue disiparlo, como si fuera la sombra de su pasado y el rastro inextinguible del fantasma de Canterville.
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