El PNV devuelve los muebles al PP
Mientras se resolvía la incógnita vasca, hubo una imagen demasiado buena para ser cierta: Aitor Esteban devolviendo sillas que le sobraban a los populares
El sonido que llama a los diputados a la cámara es una musiquita que parece la de Encuentros en la tercera fase, para que entren todos a la nave y sea lo que Dios quiera. Ni se sabe hacia dónde despegaba esta mañana. Era más emocionante para Pedro Sánchez, que hacía un año que no pisaba por allí. Al entrar los suyos le aplaudieron. Luego el PP aplaudió a Rajoy, aunque menos, la verdad. Y casi parecía que después iban a aplaudir todos a los del PNV, y ellos casi entraron como si lo temieran, a punto de alzar la mano para rechazarlo. Sus cinco diputados entraron en fila y mirando al frente, como soldaditos o monjes, o ambas cosas, cargados de responsabilidad. Se nota que les fastidia, ser depositarios de los destinos de España. Es como cuando el ABC titulaba para chinchar, cada vez que el Athletic iba al Bernabéu: “El Real Madrid se enfrenta hoy al único equipo español que juega con once españoles”. Qué difícil es ser vasco, debían de pensar, como decía uno que se desesperaba ante la dificultad del bacalao al pil pil.
Lo primero que hizo Aitor Esteban fue mirar sus escaños con perplejidad, porque no salían las cuentas. Llamaron a un ujier y, efectivamente, había una silla de más. Entonces se produjo un momento que hubiera resultado inverosímil en una ficción, porque era demasiado perfecto como metáfora: dos bedeles cogieron la silla y se la llevaron a la bancada del PP. Es decir, el PNV envió de vuelta sus escaños al PP, como si fuera una mudanza de muebles tras una separacion de bienes. Concretamente, en esta butaca se acabó sentando el propio portavoz conservador, Rafael Hernando. Solo horas después se supo que el movimiento subconsciente del mobiliario del hemiciclo estaba ya contando algo de sus moradores. Lo siguiente que se vio es al líder del PDeCAT en el Congreso, Carles Campuzano, hablando muy amistosamente con Esteban, con apretones en el antebrazo, palmaditas y demás señales de aprecio físico. Los periodistas se daban codazos: mira, mira. Todo era leer lenguaje no verbal.
La primera que se acercó a saludar a Sánchez fue la diputada canaria Ana Oramas, que es muy de subir y bajar escaleras por el hemiciclo hablando con todo el mundo. Después le saludó Alberto Garzón. La presidenta de la Cámara, Ana Pastor, anunció el nombre del candidato pero lo dijo todo seguido, Pedrosánchez, quizá por la falta de costumbre. El aspirante al Gobierno estaba serio y tranquilo. Todos estaban más elegantes de lo habitual, hasta las taquígrafas y Pablo Iglesias llevaba chaqueta fina. Rajoy, de traje gris marengo, tenía muy mala cara. Marengo era el caballo de Napoléon, que sobrevivió con él a todas las batallas, hasta Waterloo.
Abrió la sesión el portavoz socialista, José Luis Ábalos, que justo se estrenó hace un año en la anterior moción de censura. Esta vez estuvo mejor que entonces y los diputados populares empezaron pronto con los comentarios y chanzas en voz alta –los ERE salieron en el minuto uno–, con la consigna oficiosa rutinaria de tomarse todo a risa. Pero lo cierto es que en los escaños del Ejecutivo no se reía nadie, había caras de funeral, como que esta vez no era como siempre. Cospedal y Sáenz de Santamaría parecían casi cabreadas. Pese a los chascarrillos, nadie musitó nada, ni siquiera carraspeó, cuando Ábalos, en un rapapolvo del estilo de la época Gürtel, mencionó “la ostentación en bodas y celebraciones imperiales”, en referencia a Aznar y el enlace de su hija en El Escorial. Rajoy masticaba caramelos uno detrás de otro. Aitor Esteban estaba abstraído tomando notas inclinado en sus cuartillas, con las gafas de cerca.
Rajoy, que es mejor en las réplicas, fue un poco retórico y redicho en su primer discurso, la retranca no le salía natural. Lo peor fue cuando usó el argumento de que el PSOE también tiene mugre en sus filas: “La corrupción la hay en todas partes”. “¡Sí, señor!”, le aplaudían a rabiar los suyos mientras enumeraba casos. Es el argumento más deprimente del mundo, pero parecía que en el PP celebraban que todos fueran parte de la misma porquería. “Aún va a decir que la corrupción forma parte de nuestro patrimonio cultural”, le reprochó Ábalos. A Albert Rivera le faltó tiempo para tuitear que era un espectáculo lamentable de la vieja política, destinada a desaparecer. Y es verdad que en esos momentos el fin de ciclo parecía de los dos, de PP y PSOE.
Rajoy mejoró cuando se fue calentando y abundó en las contradicciones del PSOE, con sus pasados ataques a Podemos, hasta una cita del propio Ábalos, diciendo que “los independentistas catalanes no pueden ser aliados ni para una moción de censura”. Desató la mayor ovación del PP. “¿Percibe el aroma del absurdo?”, fue una de sus mejores frases. Con todo, en esos buenos momentos de oratoria sarcástica, flotaba cierta sensación de que lo vamos a echar de menos. También chirriaba que pintara a Sánchez como un simpático y atolondrado caradura, viniendo como venia de la sentencia de Gürtel. Y, con todo, en sus advertencias de lo desastroso que sería todo sin el PP, Rajoy llegó a parecerse a uno de esos anuncios tan irritantes de compañías de seguros, que representan todos los peligros imaginables a ciudadanos acobardados por la realidad. Aitor Esteban, que en teoría iba a escuchar para decidir luego, pasaba mucho rato con el móvil, leyendo y respondiendo mensajes. Probablemente la línea con Sabin Etxea rozó la saturación, como un grupo de amigos que comentan un partido de fútbol para apostar en el descanso.
A las 10.40 Pedro Sánchez subió al estrado. Al principio se le vio desentrenado, y pagó que el argumentario ya lo hubiera desplegado Ábalos. Se repitió y, sin ser brillante, en un tono adormecedor, se desvanecía la posibilidad de que fuera interesante. Hasta que le pidió a Rajoy que dimitiera y así podría dejarlo él también. Igual de sorprendente fue cuando dijo otra frase inesperada: “El Partido Popular no es un partido corrupto”. Por un momento, dada la inercia de llevarse la contraria, pareció que en el PP iban a protestar y a decirle que sí. El líder socialista se fue soltando, aunque su diálogo con Rajoy cada vez se atascaba más, no avanzaban nada. Detalle curioso, nadie pronunció la palabra Cataluña hasta las 11.30, tras dos horas de debate, y fue Sánchez, para agradecer al PNV la mediación del lehendakari en la crisis. Esteban alzó la cabeza del móvil para mirarle con un evidente afán de no traslucir ninguna emoción. Luego volvió a mirar el teléfono a ver si llegaba algún mensaje. Y todos le miraban a ver si le llegaba. Y en eso va y dimite Zidane, no Rajoy. Otro fin de ciclo, así, sin avisar. Ya todos miraban el móvil, aunque fuera de reojo. Justo entonces acabó el debate entre el presidente del Gobierno y Pedro Sánchez, que se despedían mutuamente con toques personales. Con el último aplauso, Mariano Rajoy, sin esperar que terminara, dejando a sus disputados en pie, cogió su maletín y se largó. Si hubiera habido una puerta, habría dado un portazo.
Por la tarde, cuando se reanudó el pleno, Rajoy no había vuelto. Y ya no volvió. Se le dio por desaparecido. Los numerosos huecos en los escaños del PP daba la sensación de un partido agujereado, desangelado. La sensación de que esto se acababa irremediablemente se adueñó del hemiciclo. Soraya Sáenz de Santamaría se puso a mascar chicle, ya pasando de todo. Colocó su bolso, un pedazo de bolso, sobre el asiento de Rajoy. Hernando escuchaba de pie en el túnel de vestuarios tomando algo.
Sáenz de Santamaría y otros seis ministros aguantaron allí el final del Ejecutivo —Catalá, Nadal, Zoido, Dastis, Montoro y Escolano—, cabizbajos, manoseando el móvil, recibiendo abrazos y lamentos de amigos y familiares. Aitor Esteban ya no miraba el teléfono ni escribía, se le veía relajado, estaba todo decidido. Escuchaba con la nuca apoyada en el respaldo. Por fin le tocó a las cinco de la tarde, y allí estaba Dastis, ministro de Exteriores, como primer interlocutor para escuchar cómo les daba la puntilla. La vicepresidenta llegó poco después. Esteban tardó en decir que sí, que apoyaba la moción, le costó, pero por fin lo dijo, de carrerilla, y acto seguido se fue. Hubo un tímido aplauso al fondo de la bancada socialista, que enseguida se apagó, como si alguien hubiera dicho que no era el caso. Sánchez ni se inmutó, aunque significaba que de verdad puede ser presidente del Gobierno. Nadie celebró nada. Parecían todos derrotados.
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