El día que los catalanes dejaron de hablarse
Los dos bandos del conflicto han aumentado su nivel de enfrentamiento. Familias y amigos sufren la radicalización del procés
Hará ya un mes de aquello. Su suegra la llamó un viernes para invitarla a comer el domingo y ella, dice que sin premeditación pero sí con alevosía, le contestó en español. A un lado y otro del teléfono se produjo un silencio muy profundo. La fiscal, nacida muchos cientos de kilómetros al sur, había aprendido catalán como un regalo a su marido y a sus hijos, y cada fin de semana se lo ofrecía también al resto de su familia política, de antigua tradición nacionalista. La relación, que se fue deteriorando conforme se iban sucediendo los hitos del conflicto secesionista en Cataluña —el referéndum ilegal, los palos de la Policía en las puertas de los colegios, la declaración unilateral de independencia—, terminó por romperse durante aquellos días de octubre en que los líderes de la Asamblea Nacional Catalana y de Òmnium Cultural fueron detenidos y encarcelados. Fue entonces cuando los insultos generalizados a todo lo español en el chat familiar cerraron el foco y se centraron en el aparato judicial del Estado. La fiscal no respondió, pero el día que su suegra, como si nada estuviera pasando, la invitó —en catalán, como de costumbre— a la habitual celebración familiar, ella —en español, por primera vez en muchos años— le dijo que no.
Dice la politóloga Berta Barbet (Barcelona, 1986) que, desde el punto de vista de las relaciones personales, en el conflicto catalán se han producido dos procesos: “Uno es de desconexión y el otro de ruptura. La desconexión es el proceso por el cual los independentistas dejaron de escuchar los argumentos de los partidos no independentistas, y a su vez los no independentistas hicieron lo mismo. El siguiente proceso fue el de romper, de cabrearse, de dejarse de hablar”. En este segundo proceso —que bien se podría bautizar como el día que los catalanes dejaron de hablarse— se encuentra la sociedad catalana en estos momentos. Cada ciudadano sitúa el inicio de esa espiral de desencuentros en un momento determinado en función de su experiencia personal, pero el punto de partida general puede situarse al final del verano. Durante la manifestación convocada el sábado 26 de agosto para condenar los atentados yihadistas de Barcelona y Cambrils quedó claro que ni el dolor ni los muertos resultaban suficientes para aparcar el rechazo, cuando no el odio, del independentismo hacia España. Ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, hubo quienes, como Miquel A., independentista convencido y dueño de una pequeña empresa de transportes en el barrio de L’Eixample de Barcelona, optaron por una vía muy expeditiva para intentar minimizar los daños. “Cuando me di cuenta de que las cosas se estaban poniendo feas en el grupo de Whatsapp de la familia y alguno ya había empezado a insultar y a colocar vídeos muy hirientes para la parte contraria”, recuerda, “envié un mensaje muy claro: yo os quiero mucho a todos y sé que vosotros también a mí, así que será mejor que aquí no hablemos de política. Hasta el momento me han hecho caso. Ahora lo que me da miedo es la cena de Nochevieja”.
Miquel A. forma parte del 40% de catalanes que, según un estudio publicado el pasado mes de octubre por El Periódico de Cataluña, ya había dejado de hablar de política con algún familiar o amigo. Si se le añade el 12% que ya entonces reconoció que había roto relaciones y el otro 12% que había abandonado chats de Whatsapp se llega a la conclusión de que el 58,4% de catalanes opinan que el debate independentista ha dañado la convivencia. Nadie duda de que la situación no ha dejado de empeorar desde entonces y son muchos los que aseguran que desde aquella manifestación de agosto hasta ahora la fractura social no ha dejado de aumentar. Según la politóloga Berta Barbet, la desconexión entre los dos bandos supone un deterioro grave de la convivencia por cuanto en Cataluña cada vez hay menos principios básicos a compartir por todo el mundo. “Veo difícil volver a donde estábamos”, augura Barbet, quien añade: “Ha habido un momento en el que a cada uno la posición del otro pasó a parecerle absolutamente injustificada. Hasta entonces se podía decir que no escuchabas al otro porque su posición te parecía absurda; ahora llega a parecerte inmoral”. Es el momento que muchas familias o grupos de amigos han vivido como la ruptura total.
Nuria tiene un negocio inmobiliario en la parte alta de Barcelona, junto al Turó Park, allí donde no han llegado las tiendas de los chinos y donde los fines de semana apenas hay nadie por la calle. Si es invierno, sus vecinos están esquiando en la Cerdanya, y si es verano, están en su casa del Empordà o navegando en su velero rumbo a Las Medas. Ella, que jamás se ha interesado demasiado por la política, ha podido capear hasta hace poco las discusiones del procés, pero ya le resulta imposible. Las conversaciones con sus clientes y con sus cuatro amigas de siempre la han arrastrado a presentarse como interventora de uno de los tres partidos constitucionalistas. Como casi todo en Cataluña en los últimos tiempos, su decisión se ha producido por reacción. No en este caso por reacción a los palos de la policía el 1 de octubre o a la aplicación del artículo 155, sino a la conversión repentina al independentismo de buena parte de sus amigas, incluso de las que hasta ella no duda en calificar como las más pijas. El caso más paradigmático de la gravedad de la situación es el de su mejor amiga. “Fíjese hasta qué punto ha llegado la discusión política aquí”, cuenta la empresaria, “que por primera vez en su vida mi amiga Mercè no cenará en Nochebuena con su hermana Marta”.
Marta vive en un pueblo pequeño de una zona muy nacionalista, y tanto ella como su marido están en el paro. Uno de sus tres hijos —todavía pequeños— es ahijado de Mercè. De un tiempo a esta parte, como ha ocurrido entre amigos, compañeros de trabajo o familiares, las discusiones políticas de las dos hermanas han ido aumentando y alejándolas entre sí. Hasta el punto de que hace unos meses dejaron de hablarse. Sin embargo, “hace unos días”, explica Nuria, “Mercè —que vive en Barcelona y tiene una situación económica más que desahogada— llamó a Marta para preguntarle qué podía regalarle, como hace cada año, a su sobrino y ahijado. La respuesta de su hermana antes de colgarle el teléfono la dejó helada: “Del enemigo no queremos nada”.
Dice Nuria que todo esto no le preocuparía demasiado —“no son las dos únicas hermanas que se pelean”—, si no fuese porque en los últimos tiempos ha vivido de cerca un buen número de casos parecidos.
La razón puede estar en que durante mucho tiempo la presión solo procedía del sector independentista. La llamada mayoría silenciosa —un término del que los nacionalistas catalanes se reían hasta que la manifestación unionista del 8 de octubre dejó claro que las calles empezaban a ser de todos— vivía acogotada a la espera de un liderazgo al que sumarse. Como explica Barbet, “los independentistas han estado muy movilizados desde el principio, mientras la movilización de los no independentistas ha sido más tardía. Pero de golpe parece que han dicho: ‘tenemos mucha ilusión por este proyecto’. Seguramente lo que ha ocurrido en el bando no independentista no se entendería sin la movilización de Sociedad Civil Catalana y de algunos partidos a la hora de decir abiertamente: ‘fijaos qué indignante lo que están diciendo los otros’. Al final es necesario un liderazgo que genere ilusión”.
Sin ese liderazgo, la lucha contra el nacionalismo hegemónico puede llegar a ser un infierno. Ana Moreno Molina, nacida en Granada hace 38 años y residente en Balaguer (Lleida) desde hace 15, intentó en 2015 que sus dos hijos pequeños —un niño y una niña que entonces tenían 6 y 4 años de edad— pudieran estudiar en castellano. La respuesta airada de todo el pueblo —de 16.600 habitantes— resultó el preludio de lo que sucedería después. “Lo que me pasó a mí”, explica Ana, “es la prueba de que un enfrentamiento así no se crea de la nada. Los independentistas han hecho un trabajo de chinos desde hace mucho tiempo para ir ganando terreno, pero sobre todo para eliminar todo lo que una Cataluña al resto de España. Y lo más triste es que han contado con el consentimiento y la pasividad del resto de España”.
Acoso brutal
Al no lograr que, por las buenas, el colegio de sus hijos alternara el catalán con el castellano, Ana Moreno interpuso una denuncia ante los tribunales. En septiembre de 2015, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña le dio la razón al estimar que sus hijos tenían derecho a ser escolarizados fuera de la inmersión lingüística. La reacción, según relata, fue brutal: “El director de la escuela Gaspar de Portolà salió en televisión diciendo que por mi culpa los jueces lo habían obligado a impartir una de las asignaturas —matemáticas— en español y aquellas declaraciones desataron un tsunami. Mi familia empezó a ser estigmatizada. Pusieron el nombre de mi negocio —un chiquipark— en las redes y empezaron a anularme todos los cumpleaños que tenía concertados. Las madres me dejaron sola en los grupos de Whatsapp, dejaron de invitar a mis hijos a los cumpleaños y en las redes sociales me llamaban franquista. Hasta el delegado de Educación en Lleida se presentó en mi casa para que depusiera mi actitud. Me acusaron de querer romper el sistema. Hubo hasta quien pidió que me quitaran la tutela de mis niños por mi ideología. Al final saqué a los niños de la comarca y los llevé a un colegio de la capital, que está a 30 kilómetros. El coste social y económico de enfrentarse a los independentistas es muy alto”.
Ya entonces, cuenta Ana, alguien propuso que los niños fuesen al colegio con una camiseta de un determinado color para así dejar en evidencia a los castellano parlantes. Ahora los independentistas lucen bufandas amarillas para pedir, rambla arriba y abajo, la libertad de sus políticos encarcelados. En el conflicto catalán, hasta los colores han perdido la inocencia.
"Soy independentista, pero si discrepo me llaman facha"
Hace ahora 25 años que José Manuel Caballero Bonald presentó su novela Campo de Agramante, donde uno de los protagonistas, poblador del Coto de Doñana, tenía la rara y desquiciante capacidad de oír, unos segundos antes de que se produjera, el estruendo de los árboles al caer. "No consideré entonces oportuno contárselo a nadie, porque lo más seguro era que no acertara a explicar a ciencia cierta nada de lo ocurrido". De la misma manera, por el temor de ser tomados por locos o, aun peor, por fachas, algunos catalanes, incluso independentistas, empezaron a darse cuenta mucho antes que el resto de la peligrosa deriva que Carles Puigdemont, a remolque de Esquerra Republicana y sobre todo de la CUP, estaba emprendiendo. "Yo soy independentista", explica Miquel A., propietario de una pequeña empresa de transportes, "y ya hace mucho tiempo que me di cuenta de que algo fallaba en el discurso de Puigdemont. Eso de que Europa nos iba a acoger con los brazos abiertos, convirtiéndonos en un vecino más de España, como Portugal o Francia, no tenía sentido. Aunque trabajo en Barcelona, soy de Valls (Tarragona), e intenté hablarlo allí con mis hermanos y algunos amigos. Me arrepentí inmediatamente. Facha fue lo más suave que me dijeron. Aun sabiendo a lo que nos exponíamos, decidí guardar silencio antes de echarme a todo el mundo encima. Lo más triste es que, aunque pasó lo que yo veía que iba a pasar, los políticos que se equivocaron no han pedido perdón y siguen en las mismas. Soy independentista, pero si discrepo me llaman facha. Y no quiero ser el facha de Valls".
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