Las sensaciones de un científico
El aprendizaje continuo, y el camino de la ciencia no es más que eso, es un acto emocional y emocionante
Tras 40 entradas en esta bitácora, hoy se cierra esta ventana a la meteorología y la climatología. Escribo este último artículo desde el autobús, en otro día de restricciones en el tráfico privado en la ciudad de Madrid por la contaminación. Las emisiones, sumadas al maldito anticiclón, que no trae ni lluvia ni viento y que actúa de tapadera a los humos, hace que el aire de la ciudad esté hoy viciado.
En unos minutos cogeré mi bicicleta y me dirigiré al micromundo de la Ciudad Universitaria. Llevo desde 2003 trabajando en proyectos de investigación para la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET). Aunque con idas y venidas a otras instituciones públicas y al sector privado, he logrado permanecer en España. Esto no debería ser un hecho extraño, sino algo habitual. He luchado para que el retorno de la inversión en mi formación en un sistema público de educación se quedase aquí y no escapara a otros países, como el agua entre los dedos. Aun así, soy de los afortunados.
Esta semana he intervenido en radio y televisión tratando de explicar por qué el pertinaz anticiclón es también responsable de bloquear las tan ansiadas lluvias. Está claro que soy más de borrascas. Tras la intervención radiofónica, la conversación entre los tertulianos continuó y se refirieron a mí como “el científico”. Al llegar a casa, mi hijo me dijo entre risas: “¡Papá, en la radio te llamaban científico, como a Sheldon!”. Para los pocos que no sepan a quién se refería mi hijo, se trata de Sheldon Cooper, un delirante personaje de la popular comedia televisiva The Big Bang Theory. La serie está basada en las caóticas vidas de un grupo de científicos, la mayoría doctores en física como yo, aunque, desafortunadamente, también hay algún ingeniero en el grupo. Como gran admirador de la serie, me encantó la comparación, pero también me dio miedo que se piense que la ciencia es así, una comedia.
Cuando los hermanos Urquijo cantaban eso de “volver a ser un niño”, a mí me hacía gracia porque yo jamás he dejado de serlo. Esa impertinente curiosidad de los niños está dentro de todo científico. Tras la ciencia no hay personas extrañas, sino esos niños curiosos que, como Manolito Gafotas, hijo literario de Elvira Lindo, no paramos de poner “la cabeza modorra” preguntando y preguntándonos el porqué de las cosas. Ahora que tenemos la generación más preparada, hemos de lograr que la ciencia sea atractiva. Solo falta, como dice uno de los mejores maestros de este país, y amigo, Chema Lázaro, “cultivar la amígdala”. El aprendizaje continuo, y el camino de la ciencia no es más que eso, es un acto emocional y emocionante.
Desde hace tiempo vengo abogado por lo que ahora se ha venido a llamar divulgación científica. Para muchos de los Sheldon que vivimos de proyectos financiados por fondos públicos, la divulgación es un buen modo de explicar en qué se gasta el dinero de todos. De hecho, debería ser obligatorio. Solo de esta manera se puede llegar a comprender por qué resulta fundamental seguir invirtiendo en ciencia, tanto desde el sector público como desde el privado. La divulgación no es un medio de control, sino una justificación a los inversores, los ciudadanos. Quizá de este modo podríamos aumentar los escasos presupuestos en I+D+i. Aun así, no se preocupen por el mal uso de la inversión en ciencia. Además de investigar, hemos de elaborar sesudos informes, escribimos en revistas científicas y pasamos auditorías para justificar los escasos presupuestos.
Gracias por leerme, y siento que esta última entrada suene a pataleta de niño, pero qué le voy a hacer si lo soy y pienso seguir siéndolo toda mi vida.
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