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Cataluña en dos mitades

El tradicional derroche de emociones propio de la época fue diluyendo los aspectos técnicos de la declaración de independencia: era preferible no saber

La fachada del Ayuntamiento de Girona, donde la bandera de España que ondeaba ha sido descolgada. Robin Townsend EFEFoto: atlas | Vídeo: Robin Townsend (EFE) / ATLAS
Manuel Jabois

Para saber que Cataluña se estaba independizando hubo que subir el volumen. Ocurrió en un bar pegado a la plaza de Sant Jaume, donde la televisión emitía el pleno del Parlament con el mute puesto. “¿Qué están votando ahora? ¡Trae el mando!”. Lo que se estaba votando era que Cataluña fuese una nueva república, pero la gente no dejó de comer: con cada “sí” expresado en voz alta de los votos a favor se movían un cuchillo y un tenedor. Nada más terminar la votación, sin embargo, se produjo un silencio grave, como cuando se aprieta un botón rojo para ver qué pasa. En ese momento, como caídos del cielo, se presentaron dos recién casados en la calle, un hombre y una mujer. Parecía como si en un arranque de euforia la gente empezase a casarse descontroladamente. El fotógrafo los colocó al lado de un grupo de Mossos, porque ahora los Mossos son los ángeles custodios del amor: con la nueva República en lugar de pistolas llevarán sonetos. Fue el primer gesto de la sociedad tras desembarazarse de la opresión y el castigo español: morrear en paz.

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¿Qué ocurrió cuando el Parlament semivacío declaró la independencia? Nada. Fue como si de la impresión buena parte de la calle se quedase muda. En Sant Jaume sólo había cámaras apuntando a ninguna parte. En las calles aledañas se producía el mismo movimiento de siempre. Eso sucedía en los primeros minutos: un silencio y una expectación parecidas a cuando se recoge el mar y deja al aire los objetos del fondo, los esqueletos de los animales y los barcos naufragados. Sólo al llegar a Via Laietana empezaba a saberse que algo había ocurrido gracias a los cláxones de coches y las motos, que en un primer momento patrimonializaron la felicidad del soberanismo. Esa calle sería ocupada horas después por tractoristas reclamando su protagonismo en el procés; entre otras misiones, suyo fue el trabajo de colapsar las carreteras comarcales por las que se accedía a pueblos del interior que votaron, sin Mossos ni policía, el 1 de octubre.

A medida que se empezó a calentar la calle, y se abarrotaron Sant Jaume y sus alrededores, y comenzó el tradicional derroche de emociones propio de la época, se fueron diluyendo los aspectos más técnicos de la declaración de independencia, realizada en un Parlament semivacío, a instancias de un referéndum ilegal sin garantías según los observadores de la propia Generalitat, y en una urna mediante voto secreto. Todo ello obviando, una vez más, los requerimientos de los servicios jurídicos del propio Parlament. Esos diputados que votaron sí de tapadillo, como quien hace una trastada, no estuvieron el 1 de octubre en las concentraciones delante de los colegios, han evitado por todos los medios borrar las huellas administrativas que pudiesen acarrear consecuencias penales y finalmente, cuando ha llegado la votación de sus vidas, después de arrogarse a lo loco el momento trascendental de fundar una nación a costa de la mitad de sus ciudadanos, lo hacen en secreto, sin ningún atisbo de dignidad, en el momento de mayor vergüenza ajena del proceso soberanista, y esto último tiene un mérito indiscutible; les faltó, realmente, depositar el voto con pinzas para asegurarse de que no identificasen su huella en la papeleta. Y entonces, ¿qué país puede fundarse así? ¿Cómo puede crearse algo nuevo por parte de una gente que no puede decir públicamente lo que votó porque tiene miedo de las consecuencias de sus actos? Ni rastro de responsabilidad.

La ilusión de la independencia arrasó con todos estos detalles. Un paseo por los barrios de Barcelona a media mañana, mientras se celebraba el debate en el Parlament, era la mejor demostración de que la confección del nuevo país era lo de menos llegado a este punto: era mejor no saber lo que se hacía y de qué manera se hacía; televisores apagados o sin volumen, ningún interés en la calle, ninguna retransmisión a la que estar atento en alguna parte. Y esto se reproducía en los alrededores de núcleos como el Palau, de ahí que el éxtasis y la euforia se gestasen despacio y sólo terminasen expresándose a media tarde de forma masiva, como quien vive un sueño del que no interesa saber cuánto costó. A estas horas, nueve de la noche, media Cataluña cree estar viviendo en un país y media en otro. En la mayor parte de la ciudad no se distingue hoy de ayer, un día de otro. También en el independentismo hay gente que no es ajena al principio de realidad, y en lugar de alegría expresaba resignación: en los próximos días la comunidad que esperaba ser una nación se quedará sin autonomía.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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