El gol opaco, el partido más triste
Todo empezó con la ocurrencia de que se podía jugar con el Barça vestido de bandera
Esa imagen de Busquets celebrando para su familia, para nadie más, el solo, sin abrazos, sin entusiasmo, sin alegría, el gol más solitario de la historia del Barça, es la imagen misma de la tristeza del fútbol, de la inconsistencia de un juego que no es nada si no hay ni espectadores ni lucha ni ambición por ganar ni por nada. Jugar para cumplir un trámite, noventa minutos de soledad. Un partido envasado al vacío, una consecuencia más de un despropósito político que descarriló al final hasta en las vías de la competición liguera.
La directiva del Barça consumó la apropiación indebida del espíritu del equipo y lo convirtió en parte integrante del debate catalán, como si esa manera de ser azulgrana fuera indicador determinante de la jornada más difícil de Cataluña (y de España) en cuarenta años. El fútbol no es nada si no tiene quien lo vea; no es un vicio solitario, es algo mucho más colectivo; el fútbol es de los campos abiertos y habitados, de los estadios. Es un juego de muchos para otros muchos. Y la gente que se quedó fuera del juego, los sesenta mil espectadores que se quedaron sin ese alimento, como consecuencia del desvarío político que domina hoy el escenario español, cuyo foco está en Cataluña, viven ahora la decepción extraña de ser protagonistas del partido más triste de nuestras vidas.
Un partido con mal fario. Empezó con la ocurrencia de que se podía jugar con el Barça vestido de bandera. Después vino la ocurrencia de la directiva grancanaria, que la muy noble Unión Deportiva jugara con el emblema español en la camiseta, y ya terminó con esa discusión de la directiva sobre cómo hacerle más grato al procès y al referéndum el atardecer de este día aciago en Barcelona y en Cataluña y en España entera.
Los nombres propios, Bartomeu, Villarrubí, quedarán pequeños en la historia grande de este día, pero el partido mismo, este récord de melancolías, quedará pegado a mármol junto a las inconveniencias que las directivas le han hecho hacer al Barça de nuestros corazones.
Victoriano Crémer, el extraordinario poeta leonés, tiene un verso inolvidable: “¡Dios, qué vida, da rabia beber sin alegría!”
El verso se me vino a la memoria en el instante mismo en que Busquets celebró solo su gol de cabeza, tan bello y tan inútil como un pez muerto en un mar vacío. Dios, qué vida, qué rabia da el fútbol vacío, ese gol opaco.
Y Messi, claro, que ya no necesita eco tuvo a su abuela en el cielo y a los suyos en la tierra celebrando su costumbre de marcar.
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