“¡Caudillo, a tus órdenes! ¡Arriba España!”
Utrera Molina, opositor ultrarreaccionario a los tecnócratas del Opus, estableció una relación filial con un dictador senil
José Utrera Molina era, a comienzos de los setenta, cuando la dictadura agonizaba, un hombre de orden, preocupado por el futuro, por la sucesión de Franco y por garantizar la continuidad del régimen tras su muerte. En el verano de 1974, justo en el momento en que Franco se recuperaba de una grave enfermedad, Utrera Molina le advirtió sobre la amenaza liberal que avanzaba por España. Franco le tranquilizó: “No olvide que, en último término, el ejército defenderá su victoria".
Utrera, nacido en Málaga el 12 de abril de 1926, no había combatido en la guerra, pero vivió la victoria, saboreó sus mieles, la imposición sobre los vencidos, y fue uno de los más fieles servidores de la dictadura, falangista de línea dura hasta el final, con importantes puestos políticos, aunque no fue ministro hasta junio de 1973, con el primer y único Gobierno que presidió Luis Carrero Blanco. En realidad, en esos años finales de la dictadura, Utrera estableció con Franco, envejecido y en acelerado declive físico, una relación filial.
El asesinato del almirante en diciembre de ese año, del hombre que podía dar continuidad a la dictadura, aceleró su crisis interna. Unos días después, Franco eligió como presidente de gobierno a Carlos Arias Navarro. Anunció su Gobierno el 23 de enero de 1974. Eliminó a López Rodó y a los tecnócratas, poniendo punto final a más de quince años de presencia del Opus Dei al frente de los principales ministerios, y contó con hombres ultrarreaccionarios de procedencia falangista, encabezados por Utrera, que pasó de la cartera de Vivienda a secretario general del Movimiento. Ocupó ese cargo hasta marzo de 1975, cuando Arias remodeló su Gobierno y prescindió de él.
En aquellos tres años finales del franquismo los conflictos se extendieron por todas las grandes ciudades, fábricas y universidades, y se radicalizaron por la intervención represiva de los cuerpos policiales, cuyos disparos dejaban a menudo muertos y heridos en las huelgas y manifestaciones. Frente a ese desafío abierto y al incremento del terrorismo, la respuesta de las autoridades franquistas fue siempre la represión y una confianza inquebrantable en las fuerzas armadas para controlar la situación.
La ejecución a garrote vil del anarquista catalán Salvador Puig Antich, en marzo de 1974, marcó el momento culminante de esas políticas de violencia por parte de la dictadura. Pero hay muchas más formas de medirlas. Los datos de los procedimientos incoados por el Tribunal de Orden Público, creado en 1963, prueban claramente esa escalada de la represión: en los tres años finales de esa jurisdicción (1974-1976) se tramitaron 13.010 casos, casi el 60% del total de sus 12 años de funcionamiento.
Utrera representaba muy bien a ese régimen, que encarceló, torturó y asesinó hasta el final. Siempre en primera línea, acumulando poder, enemigo inquebrantable primero del comunismo y después de la democracia. Al contrario que muchos de sus compañeros de viaje, nunca se desvinculó de esa historia de autoritarismo y persecución. Se lo había prometido a Franco unos meses antes de su muerte: estaría siempre a sus órdenes y mantendría su legado.
Julián Casanova es historiador.
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