El eterno presente del presidente
Mariano Rajoy es el hombre del año en España porque ha demostrado que es políticamente inmortal
No está claro si Mariano Rajoy (Pontevedra, 1955) representa un caso de inmortalidad o un expediente de catalepsia. Parecía haberlo desahuciado del palacio de la Moncloa el trauma electoral del 20D —un retroceso de tres millones de votos, un tercio menos de diputados—, pero el virtuosismo de la política contemplativa lo ha conducido al apoteosis tanto como la hiperactividad ha dejado exhaustos a sus rivales.
En efecto, el proceso de autodestrucción que han emprendido los enemigos políticos —el psicodrama del PSOE, el fratricidio de Podemos, la angustia existencial de Ciudadanos— proporciona al cesarismo mariano una posición de privilegio que redunda en el mérito de haber arraigado en los electores el tótem de la sensatez, el sentido común.
En tiempos de política gaseosa, de psicosis y de incertidumbre, Rajoy adquiere el aspecto de un rompeolas. Permanece. Y lo hace despojado de las precauciones con que sus asesores pretendían secuestrarlo en el plasma. Mariano rompió la cuarta pared. Salió de la pantalla, a semejanza del protagonista de La rosa púrpura de El Cairo. Se hizo humano. Un tipo honesto. Un estadista mediocre. Un señor de Pontevedra sobrio, socarrón, que supo identificarse con ciudadanos concretos, más de cuanto pretendió hacerlo Iglesias en la abstracción eucarística de la ciudadanía.
El PP no fue sólo el partido que ganó las elecciones en la reválida del 26J. Fue el único que subió en votos y en escaños. Le funcionó a Rajoy la emulación de Don Tancredo. Cuando el toro embiste, no existe mejor recurso que convertirse en estatua. Contemporizar, hasta el extremo de dilatar un año la emergencia del Gobierno en funciones. La victoria de Rajoy es el triunfo de la paciencia y de la constancia, inconcebibles ambas sin la lealtad davidiana que le han profesado sus compañeros y sin el estímulo electoral de los comicios veraniegos. Rajoy sustituía a Rajoy en La Moncloa. Demostraba una impresionante naturaleza de superviviente.
La victoria del presidente es el triunfo de la paciencia y la nostalgia, inconcebible sin la lealtad de su partido
— Ha sobrevivido a la corrupción. Lo prueba cuánto le han resultado inocuos los procesos de la Gürtel y de las black, abiertos ambos este mismo año en las multisalas de la Audiencia Nacional. Conviene recordar que Rajoy nombró presidente de Bankia a Rodrigo Rato. Que pidió a Luis Bárcenas un ejercicio de fortaleza para amortiguar el escándalo de la financiación ilegal.
— Ha sobrevivido a Rodríguez Zapatero, a Alfredo Pérez Rubalcaba y a Pedro Sánchez, tres líderes socialistas cuyas exequias han pasado delante de su balcón de Génova. Porque lleva 13 años de presidente del PP, más que Aznar. Y puede llegar a 9 en el Gobierno, entre las funciones y las disfunciones.
Ha sobrevivido a la corrupción, al propio Aznar, a tres líderes socialistas y a su corte de aduladores
— Ha sobrevivido al propio Aznar. Fue quien lo ungió heredero entre los tachones del cuaderno azul, pero las continuas injerencias del patriarca de la FAES degeneraron en un duelo del que Rajoy ha salido intacto. Aznar parecía el líder de la oposición tanto como sobredimensionaba su papel de guardián de la ortodoxia conservadora. Para su desesperación y su desgracia, el antagonista nunca se dio por aludido. Lo desarmó porque ni siquiera quiso subirse al ring. El temible Aznar ha quedado restringido a una figura pintoresca, anecdótica.
— Ha sobrevivido al azote de Esperanza Aguirre, constreñida a dimitir del PP madrileño por los escándalos de corrupción, y ha sobrevivido a la galería de los delfines. Soraya Sáenz de Santamaría y Núñez Feijóo, evangelistas del relevo generacional, tendrán mucho futuro, pero es Mariano Rajoy quien tiene todo el presente.
— Ha sobrevivido al desafío catalán, y no porque lo haya resuelto, sino porque el frente soberanista le ha proporcionado credibilidad de timonel patriótico fuera de la propia Cataluña. Y porque la acción de la inacción aspira a conseguir que la coalición independentista degenere en una implosión, partiendo de las desavenencias entre la burguesía convergente y el antisistema de la CUP.
— Ha sobrevivido Mariano a sí mismo, pues el varapalo del 20D encadenaba seis procesos electorales en flagrante retroceso. El PP de Rajoy, capaz de lograr una megamayoría absoluta en 2011, naufragaba en las europeas y perdía casi todo el poder municipal y territorial. Fue el contexto en que el presidente de Castilla y León, Juan Vicente Herrera, lo invitó a mirarse al espejo. No hubo mayores reproches ni fisuras en el PP. La autoridad de Rajoy prevalecía hasta en los momentos de oscuridad.
— Ha sobrevivido a un Rey y dos Papas. Y ha sobrevivido a Albert Rivera, cuya irrupción en el caladero conservador ha pasado de la amenaza al papel subalterno. Lo demuestra el arranque de la legislatura. Los esponsales del PP y el PSOE, para gloria del bipartidismo, convierten a Ciudadanos en un partido irrelevante.
— Ha sobrevivido a su corte, a sus aduladores, a los marianistas más marianistas que Mariano. Muchos, en La Moncloa y en los medios, le incitaron a convocar el disparate de unas terceras elecciones. La razón para hacerlo estribó en la dramática capitulación de Pedro Sánchez y en la convulsión de la izquierda, pero Rajoy antepuso la responsabilidad del estadista.
— Ha sobrevivido a la crisis económica, al paro, a los desahucios, a la crisis de los preferentistas, incluso al problema de la desigualdad, o al desengaño de los autónomos. Rajoy es una figura sagrada entre los pensionistas. Y se le percibe como un administrador sensato en tiempos de angustias financieras.
— Ha sobrevivido a la epidemia que ha diezmado la población de líderes planetarios. Hollande ha tirado la toalla, Renzi ha dimitido, Cameron ha capitulado. En tiempos de populismos y de nacionalismos, Mariano Rajoy representa un apreciable contrapeso de normalidad democrática. Empiezan a envidiárnoslo en el extranjero.
¿Cómo lo ha hecho? Exagerando las cosas, podría decirse que no ha hecho nada. Que ha asumido Rajoy como exégesis propia el principio taoísta de la pasividad creativa: los hechos se manifiestan por sí mismos. Al cabo, no intervenir es una manera de intervenir. Y de dejar el espacio vacante para que se inmolen sus adversarios en impagable competición.
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