Sobre los traidores y los coherentes
Pensaba para sí mismo Smiley, el personaje creado por John Le Carré, que la traición es en gran medida una cuestión de hábito. Lo mismo que acostumbrarse a escuchar barbaridades desde una tribuna parlamentaria, cuando el nivel de apatía de los destinatarios es ya alarmantemente alto.
“Cuídese sus espaldas, señor Rivera, las próximas elecciones. Roma no paga a traidores”, le espetó ayer al líder de Ciudadanos el portavoz de En Comú Podem, Xavi Domènech, habitualmente más comedido que su socio y aliado Pablo Iglesias. En esto consistía el anhelado multipartidismo: cualquier muestra de flexibilidad negociadora o de adaptación constructiva a la realidad es una señal de traición y, por supuesto, de incoherencia.
Ese planteamiento subyace, aunque no lo expresara de modo tan rotundo, en la estrategia y el discurso de Pedro Sánchez. Al arrasar cualquier posibilidad de que Rajoy pueda formar Gobierno, entre los aplausos de los diputados socialistas, ha colocado preventivamente la etiqueta de traidor a la izquierda a cualquier miembro del partido al que se le ocurriera replantear el sentido del voto después de que este viernes se vuelva a un nuevo periodo de bloqueo político e institucional.
Dice Sánchez que no se puede acusar al PSOE de falta de coherencia, porque ha defendido lo mismo antes y después de las elecciones. Si aparece en medio de la carretera un árbol caído o una roca desprendida, seguir pisando el acelerador porque tu destino no ha variado puede que no sea la mejor decisión. O a lo mejor sí, dependiendo del aprecio que tenga el conductor a sus compañeros de viaje. En cualquier caso, reducir la velocidad y calcular las ventajas de dar un volantazo y esquivar el obstáculo imprevisto parece bastante coherente. Para el automóvil, desde luego.
La Transición española estuvo plagada de incoherentes y de traidores. Suárez traicionó al régimen franquista del que procedía. Carrillo, al ideal republicano. González, al marxismo. Todos ellos supieron interpretar los anhelos y aspiraciones de la ciudadanía y realizaron las renuncias correspondientes para alumbrar algo nuevo, diferente y, con todas sus imperfecciones, mejor que lo que había. Lo llamaron consenso.
Ahora el electorado ha dicho en dos ocasiones que quiere un escenario multipartidista, y que las reglas para navegar por él deben cambiar. Es una cuestión de hábito, sin traiciones ni incoherencias.
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