La estela del narco en el Guadalquivir
El tráfico de hachís en el Estrecho y en la desembocadura del río desborda la vigilancia de los tres cuerpos de seguridad que operan ahí. Se incauta alrededor de 20% de lo que entra
Cuando él llegaba a la playa marroquí, la lancha ya estaba cargada con unos 1.500 kilos de hachís. Unos 40 fardos. Alguien sobornaba a la policía y hablaba con quien tocase en España. Al caer la noche, se ponía el mono, arrancaba los dos motores de 250 caballos y empezaba a volar sobre el agua del Estrecho con tres personas más. Era de los mejores, cuentan. Y a él le encantaba. “Es una sensación preciosa. Engancha mucho. Daría lo que fuera por volver a sentirla”, explica Antonio, piloto de narcos durante 20 años. Descargaban en Huelva, Cádiz, La Línea y a lo largo del río Guadalquivir. A veces, hasta llegaban a Sevilla por el cauce. Luego devolvía la lancha vacía a Marruecos, disfrutando del viaje de vuelta en la madrugada. Jamás le pillaron, ni cuando el helicóptero de Aduanas le rozaba la cabeza con los patines. Hacía lo mismo unas 30 veces al año y cobraba 50.000 euros por viaje. Hoy podría ser millonario. Lo malgastó todo en fiestas, putas y cocaína, cuenta. “El dinero fácil sale rápido”.
Antonio, piloto de lancha, cobraba 50.000 euros por cada viaje de Marruecos a España. Lo hacía hacía unas 30 veces al año
Así entra el hachís marroquí en España por el Estrecho y la desembocadura del Guadalquivir, uno de los puntos más calientes del narcotráfico español. Justo ahí, donde comienza el Coto de Doñana y el río serpentea hasta Sevilla, el Servicio de Vigilancia Aduanera (SVA) en Cádiz, la Guardia Civil y la Policía Nacional se incautaron del 80% de las casi 20 toneladas que pillaron en 2014. “Está desbocado. Ahora mismo no debemos interceptar más del 10% o el 20% de lo que entra”, explica un inspector con gran experiencia en la zona, quien remarca que el 90% de las cerca de 250 toneladas de hachís que se incautan en España son decomisadas en Andalucía. En la parte del río, sus infinitos caños y cañaverales dificultan mucho la vigilancia y han creado un ecosistema alrededor del comercio de hachís en muchos de los pueblos que siguen su cauce. Sin helicóptero es casi imposible dar caza a las gomas (las lanchas neumáticas, en el argot de la zona) que entran por esa zona. Por eso era una de las entradas preferidas de Antonio con la suya.
Él tiene 44 años y se retiró hace dos. Sufrió un accidente y ya no puede aguantar el violento traqueteo de una goma saltando las olas a 120 por hora. Ese viaje te parte la espalda. Lo llaman matahombres. Ahora ve desde la orilla cómo la mayoría de barcas zarpan de España y alijan en alta mar, en algún pesquero fondeado a unas 20 millas. Nuevos métodos. Más discretos. Las organizaciones cada vez son más modernas, los pilotos de las gomas mejores y más equipados (cascos, uniformes, radares…) y sus artefactos más rápidos.
Sanlúcar, en Cádiz, con una tasa de paro del 47,3%, es la puerta de entrada a un mundo que se extiende unos 100 kilómetros por los cañaverales de Lebrija, Trebujena, Coria del Río o Isla Mayor. Los barrios de Bonanza y Las Colonias son el laboratorio donde suele diseñarse todo. Enrique, chándal del Real Madrid y tatuaje en la mano, tiene 25 años, dos niños y un empleo como guardés del muelle. Pasa la tarde con un colega y un pescador jubilado que lleva una bolsa de supermercado llena de puntillitas y galeras recién pescadas. Pero los barcos vuelven estos días de prohibición en el río casi vacíos. Él también ha descargado gomas. “Pura adrenalina”, dice. Un día, con su padre, llenaron un barco en alta mar con cinco toneladas de hachís. Iban a sacar un millón, pero les trincaron. Tres años de cárcel. Se le pasaron las ganas. Y ya no cuenta más, que aquí todo se ve, dice señalando la cámara del radar del SIVE, el sistema de vigilancia con el que la Guardia Civil controla el litoral andaluz.
Formas de sacar tajada del negocio del hachís
El propietario: El hachís suele ser de una narcotraficante marroquí, a su vez dueño de una plantación. Puede ser también el jefe de la organización en España o simplemente el vendedor.
Piloto de lancha: Suele cobrar entre 15.000 y 50.000 euros, depende de la cantidad que transporte y la distancia.
Cargadores: Esperan en la playa, suelen ser chavales con músculo para transportar dos fardos a la vez. Cobran unos 3.000 euros.
Vigilantes: Tienen que pasar desaparecibidos en los alrededores de la playa para alertar de la llegadad de la policía. Suelen ser una parejita o una mujer. Se llevan unos 1.500 euros.
Conductor del 4x4: Espera en la playa a que le carguen el vehículo y transporta el hachís hasta algún almacén. Cobra unos 5.000 euros.
El guardés: Custodia la droga hasta que se distribuya. Puede cobrar por peso y días de vigilancia. "Ese está histérico con la pistola en la mano", explica un Guardia Civil.
Los busquimanos: Cuando se pierde algún fardo de las barcas que llegan a la playa, se lanzan a su búsqueda. Si lo revenden, pueden sacar hasta 40.000 euros. En época de crisis se ha convertido en una oportunidad.
—Entonces, ¿ya nunca trabajas descargando lanchas?
—(Risas)
Los chavales ven dinero fácil. Les reclutan en los bares para descargar. Al final, son dos carreras por la playa: de la lancha al coche y del coche a la lancha con dos fardos a cuestas de 30 kilos cada uno. Y por ese rato, la mitad de las veces colocado para pasar el miedo, pagan 3.000 euros. Y a vivir.
En Sanlúcar han caído muchos narcos: Iván Odero, El Cagalera, el clan de la Pinilla… Pero por las noches siguen pasando las barcas. Se oye primero el zumbido e intuyes luego la estela, explica un camarero del bar del puerto. Todos las han visto aquí. Las hay de dos tipos: las neumáticas, que vienen desde el norte y la costa oeste de Marruecos directamente (como hacía Antonio), y las que cargan en alta mar los fardos y que suelen ser más pequeñas. Las primeras son como aviones. Llevan hasta cuatro motores de 250 caballos. Pueden costar unos 250.000 euros y alcanzan 60 nudos (unos 111 kilómetros/hora). Como explica el jefe del SVA de Cádiz, Santiago Villalba, incluso les da para hacer dos viajes en una noche. Ni siquiera las patrulleras rápidas de esta unidad pueden cazarlas cuando aceleran a fondo.
Eduardo Carmona, capitán del Milano II, curtido 30 años en este histórico y pionero cuerpo de vigilancia dependiente de la Agencia Tributaria, todavía recuerda la peineta que le hizo un marroquí al sortearle en la entrada del río. “Fue ahí”, dice moviendo el timón hacia el coto de Doñana, donde muchas neumáticas alijan. Una vez cazó a uno que le dijo lo que cobraba: “50.000 euros, lo que yo gano en un año”, recuerda. A diario patrullan la zona y controlan visualmente y por radar todo lo que se mueve entre el Estrecho y la desembocadura del río. Pero cada vez es más complicado. Eduardo cree que no tardarán en llegar los drones de la droga.
Para esquivar al SIVE, las barcas que cargan en alta mar suelen ser más pequeñas, barcos de pescadores y lanchas de recreo que vuelven por la noche escondidas entre las barquitas que regresan al puerto. Además, los narcos ya conocen las zonas de sombra del radar. Así resultan prácticamente indetectables, admite un mando de la Guardia Civil con gran experiencia en la zona.
El 80% de la droga que Aduanas intercepta en Cádiz se encuntra en embarcaciones en el río
La estructura de las organizaciones siempre se parece. “Son como empresas”, dice Villalba. El hachís suele ser de un narco marroquí (normalmente propietario de una plantación) que tiene un compatriota en España como enlace. Este se ocupa de contactar con la célula creada en la península para que recoja la droga, la transporte a un lugar seguro, la guarde y la distribuya cuando sea necesario. España es la puerta de entrada del 75% del hachís que llega a Europa, así que los compradores proceden de todo el continente.
Hasta ese momento, si la mercancía se pierde en el mar, mala suerte para su dueño, pero en cuanto llega a tierra, si falta algo, es responsabilidad de los locales. Ahí empiezan las palizas, los robos o los secuestros, como cuando desaparecieron dos niñas durante la Operación Vuelca de la Guardia Civil, que terminó con 34 detenidos de una organización que vendía droga robada a otros narcos. Porque el hachís no se extravía. Se paga o lo pagan, explica un investigador. Si se pierde, hay que justificar que lo ha decomisado algún cuerpo policial con “la prueba del periódico”. Y es literal. Debe mandarse a Marruecos un ejemplar que lo acredite. Así que más vale que salga publicado. O que consigan el atestado policial. Cuando una barca vuelca, como sucedió el pasado 27 de marzo y los busquimanos se llevan la droga, el propietario manda a falsos compradores a la zona a localizar las placas de hachís perdidas. Todas llevan la misma marca (un trébol, el escudo de un equipo de fútbol, una letra…). Son fáciles de reconocer. Al final, como sucedió con ese robo, aparecen.
Las ‘gomas’, con hasta cuatro motores de 250 caballos, llegan a los 120 kilómetros por hora, imposible alcanzarlas
Las mafias se hallan muy implantadas en el sur de España. Hay oídos y ojos en todas partes. La crisis alimenta la red de colaboradores. Muchas tardes, por ejemplo, se acerca alguien a la base de Vigilancia Aduanera en Los Barrios. El tipo se da una vuelta por fuera y se fuma un pitillo. Justo cuando el rotor del helicóptero azul empieza a centrifugar, coge el teléfono y hace una llamada. “Ya sale”. Son chivatos de estas organizaciones de La Línea, de Barbate o de Sanlúcar. Avisan a las organizaciones de narcos de que el pájaro está a punto de volar hacia la zona del Estrecho o del Guadalquivir. Así que durante las cuatro o cinco horas de autonomía que tiene el aparato, no conviene tener gomas en el agua. “Aquí somos el enemigo”, señala uno de los observadores del helicóptero justo antes de empezar un vuelo de reconocimiento. Hace dos meses, cuando descubrieron dos lanchas que estaban alijando en el coto de Doñana y en la playa de Sanlúcar, media barriada apedreó el helicóptero. Pese a que dispararon al aire, los agentes tuvieron al final que huir sin poder llevarse los cientos de kilos de hachís que habían decomisado. La orilla era una fiesta. “Eso es ahora territorio comanche. Son salvajes”, explica este observador, que prefiere no revelar su nombre “por seguridad”.
Son las ocho de la tarde y el helicóptero de Vigilancia Aduanera, que hace dos fines de semana cazó dos barcas con unos 2.000 kilos de hachís, despega con EL PAÍS a bordo. Vuelan dos pilotos y un observador que controla la cámara térmica. Vigilan todo el Estrecho. Cuando ven una barca, pueden acosarla para que dé vuelta atrás, tire la carga o fuerce demasiado la máquina y rompa algún engranaje en la persecución. Hubo un tiempo en que incluso se disparaba al motor desde el aire para inmovilizar la lancha. Para evitarlo, los copilotos empezaron a abrazarse a la maquinaria. A Antonio, el lanchero retirado, le sucedió alguna vez, pero esta técnica ya no se usa. “Demasiado peligroso. Un muerto pesa mucho en las espaldas”, dice uno de los observadores.
De Sanlúcar a Sevilla, 100 km navegables
Desde Sanlúcar, por donde entran las embarcaciones cargadas de hachís (lanchas, veleros, barquitos de pescadores), hasta Sevilla el río puede navegarse a lo largo de unos 100 kilómetros.
Todos los pueblos que se suceden en el cauce guardan historias. Y en casi todos ha habido operaciones policiales que han terminado con las organizaciones de la zona. En Trebujena, el dueño de uno de los bares que hay junto al río cuenta cómo algunas veces se ha encontrado a personas escondidas entre los matorrales huyendo de la Guardia Civil.
El cauce pasa por Lebrija y se prolonga hasta Coria del Río o Isla Mayor. Ahí han caído varias bandas de narcos, pero, cuentan algunos vecinos, muchas personas sigue viviendo del hachís
Desde el aire se ve todo el cauce serpenteante del Guadalquivir hasta Isla Mayor, un paraje a unos 40 kilómetros en barco desde Sanlúcar, donde las gomas llegan con frecuencia. También las motos de agua. Lo cuentan los vecinos. “Aquí han entrado en la cárcel ya 18 o 20. Y los que faltan”, explica Enrique en un bar junto a uno de los caños por donde suelen entrar las barcas. Aquí cayó la banda del Pimiento hace tiempo y alguna más, pero el negocio sigue moviéndose en la barriada de Alfonso XIII, a la entrada del pueblo. A Enrique le condenaron a casi tres años por llevar siete kilos en la moto desde Isla Mayor a Valencia. Ya está limpio, pero otros riacheros como él se dedican a eso ahora que está prohibido pescar angulas o camarones. A lo largo del cauce se encuentran algunas camaroneras abandonadas fondeadas en medio del río. Llegan de golpe en mitad de la noche como zombis en el radar. Hasta que la patrulla da el foco. Algunas sirven todavía para guardar alijos.
Si se pierde la droga, hay que aportar la prueba del ‘periódico’ a Marruecos. Si no se puede justificar, comienzan los problemas
Las neumáticas baratas se abandonan o se queman. Las buenas se guardan en embarcaderos de La Línea, junto al río Palmones. Allí, en la calle Golondrina, hay varias naves donde se ocultan. Incluso pueden verse en Google Earth. Las de Sanlúcar suelen estar en Las Colonias, en esas calles idénticas que reciben nombres de letras. Los motores duran unos 10 viajes; luego se cambian por precaución. Antonio lo confirma. “Nosotros siempre iremos por delante. Cada vez que sale algo nuevo, se compra. Los narcos tienen radares, cámaras, GPS… la última tecnología. Va a ser difícil que los adelanten”. Los métodos evolucionan y los porcentajes de efectividad fluctúan. No es una guerra, las guerras terminan en algún momento. Aquí la persecución es infinita. Eso sí, todos los amigos de Antonio están en la cárcel.
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