“El modelo autonómico es federal, no lo llamábamos así por pudor”
“Los políticos viven en una burbuja, y todas las burbujas explotan”, sostiene el jurista
Viene de frente, con las manos en los bolsillos, caminando a zancadas a buscar a la visita desde su despacho de gran jefe de este edificio del centro de Madrid, tan apabullante y transparente a la vez que se ve hasta al último pasante trabajando en su cubículo. Estamos en Garrigues, a secas, como reza el único rótulo a la vista, y como se conoce en los círculos del poder el mayor despacho de abogados de Europa y uno de los mayores del mundo. El fundador y responsable de todo esto, el señor Garrigues, 78 años, disuelve enseguida cualquier sospecha de intimidación por su parte. Te saluda por tu nombre. Impone el tuteo. Aprieta la mano como si apretara una tuerca con una llave inglesa. Franquea el paso a su despacho, una sala amplia pero lejos de las hectáreas que gastan otros con menos credenciales. Silencia su anticuada Blackberry —“es el móvil corporativo. Funciona perfectamente. Somos muchos, y cambiarlos cuesta una pasta”— , y se pone a las órdenes del interlocutor. “Soy todo tuyo”, bromea, “a mi edad, comprenderás que soy un presidente-objeto, y a mucha honra”.
Los políticos viven en una burbuja y todas las burbujas explotan
Antonio Garrigues Walker, este empresario de éxito es, lo dice él mismo, “la historia de un fracaso político vivo”. Nunca fue diputado. El Garrigues Walker que aún recuerdan muchos es su hermano Joaquín, fallecido en 1983, después de haber sido parlamentario en las Cortes Constituyentes de 1977, y dos veces ministro con Aldolfo Suárez. Antonio, hijo de Antonio Garrigues Díaz-Cañabate, embajador de Franco en Washington, entró en política más tarde, cuando ya era un próspero jurista, al fundar el Partido Demócrata Liberal que, en 1984, se integró en el Partido Reformista Democrático. La catástrofe electoral de la Operación Reformista —también conocida como Operación Roca, por ser Miquel Roca su candidato a la presidencia— en 1986 disuadió a Garrigues de cualquier otra tentación política. Sin embargo, su interés por ella permanece intacto. Acaba de presentar España, las otras Transiciones (Nobel), premio Jovellanos de ensayo, un libro donde, además de la política, repasa las otras revoluciones que han cambiado la faz de España en los últimos 40 años, entre ellas la incorporación de la mujer a la vida pública, “el gran espectáculo, además del democrático, que ha dado España al mundo en este cambio de siglo”.
—Hoy, los ciudadanos consideran a los políticos como un problema, y muchos miran a la Transición como un espejismo de consenso.
—Ni hay que dramatizar tanto la situación actual, ni idealizar tanto aquello. Es cierto que la cultura del diálogo no está bien establecida en España. La democracia consiste en vivir en desacuerdo. Y eso solo se puede hacer con diálogo. Aquí solo nos hemos puesto de acuerdo cuando el interés nacional y el objetivo eran claros. Cuando se trataba de recuperar la democracia, no había bromas. Ni cuando había que levantar al país, con los Pactos de La Moncloa. Ni cuando teníamos que integrarnos en Europa. El objetivo era tan claro y potente que era imposible no hacerlo.
La clase política se ha anquilosado y tiene nula capacidad de autorregeneración
—Los problemas de ahora parecen suficientemente importantes. El debate territorial está al rojo. ¿Cree que el Estado de las autonomías, el Título VIII de la Constitución, se cerró en falso?
—El modelo autonómico ha sido estupendo y ha mejorado la calidad democrática. Cuando la gente usa el concepto de Estado federal como una categoría estanca me da la risa. La palabra federal significa cosas totalmente distintas según del lugar del que hablemos. El modelo autonómico era federal, no lo llamábamos así porque daba pudor. ¿Que no arregló los viejos problemas de asimetrías y singularidades? A la vista está que no, pero no eran cuestiones que se pudieran solventar fácilmente. Como decía Ortega, hay asuntos que hay que conllevar. Pero si alguien cree que nuestro problema territorial es insoluble, que se desengañe. Es perfectamente soluble, se puede y se debe hablar, sin el menor dramatismo. Lo que ocurre es que no hay diálogo. Ninguno.
—¿Son menos responsables los políticos hoy? ¿O más ineptos?
—Los políticos han perdido el sentimiento de dónde está el interés nacional y, en plena crisis económica, abrir todas las crisis al mismo tiempo y que a la vez no haya el más mínimo diálogo entre ellos, es jugar con fuego. Conozco a algunos que estarían encantados de dialogar, pero las sinergias internas de los partidos lo impiden. Los partidos se han comido a los políticos. Si un partido, que representa la democracia, no tiene estructura democrática, es más que una paradoja, una parajoda, que decía Unamuno. Han perdido conexión ya no con el votante, sino con la realidad, con la vida. Viven en una burbuja. Y todas las burbujas explotan.
—¿Cuándo empezó a perderse esa conexión? ¿Cómo hemos llegado a esto?
—Ha sido un proceso muy lento. Ha habido una alternancia de partidos que ha funcionado. Pero poco a poco el estamento político se ha ido anquilosando y en este momento su capacidad de autorregeneración es nula. Solo se podría lograr desde la sociedad civil. Pero tenemos una sociedad civil muy pequeña. Le falta músculo, organización.
—La calle está llena de mareas ciudadanas criticando al poder y exigiendo cambios. ¿Cómo asistió a la eclosión del 15-M?
—Como algo absolutamente natural. Ese fenómeno se va a generalizar, porque llega un momento en que la ciudadanía ya no soporta tanta incompetencia, tanta incapacidad y tanta irresponsabilidad. Las redes y la era digital van a afectar a la vida política. La ciberciudadanía, la teledemocracia, el televoto, todo eso va a ser una realidad. Los partidos, o no lo ven o no quieren verlo. Y eso es suicida. Los esquemas de hoy nos van a parecer una antigualla dentro de 20 años. Diremos: qué paletos éramos, como en tantas cosas.
Nuestro problema territorial es soluble. Lo que pasa es que no hay diálogo
Desde aquí, repantingado con las manos cruzadas sobre la cabeza en su sillón ergonómico de la séptima planta de su emporio —un edificio que le encargó al arquitecto Guillermo Lahoz con la única condición de que exhibiera esa “transparencia y claridad” que dice que le obsesionan—, Garrigues presume de estar al cabo de lo que ocurre a pie de calle. “Un bufete es un observatorio privilegiado de la sociedad. Vivimos de la actividad económica y no podemos despegarnos ni un milímetro de la realidad, o morimos. En estos años, hemos visto cómo han crecido los departamentos que tratan lo negativo, las crisis, y cómo han decrecido los de nuevas inversiones. Ahora, sin embargo, detectamos las chispas, incipientes, de una nueva alegría. Son síntomas, pero ahí están, y sería de estúpidos no reconocerlo”, sostiene.
—Desde aquí se verían, también, los excesos de los años de vacas gordas. La corrupción es, junto a la clase política y el paro, la mayor preocupación de los españoles.
—Cierto. Pero aunque suene mal ahora, hay que decir que este no es un país tan corrupto. Gran parte de los casos que se juzgan ahora corresponden a la época de la burbuja. En la borrachera económica lo hicimos todos muy mal. Todos. En España nunca ha habido cultura fiscal. Ahora empieza a calar la idea de que la corrupción, empezando por la evasión fiscal, tiene consecuencias. Esa es una de las cosas que, ahora que empieza el periodo de crecimiento, debemos aprender. La ética no es solo una palabra bella. Sin ética no hay sostenibilidad. Sin ética, se cae el sistema. Puede que sea una utopía, pero creo que vamos hacia un mundo más ético. Entre otras cosas porque ya hemos visto que no serlo es cosa de necios.
—Su Operación Reformista se planteó, ya en 1986, como una alternativa al bipartidismo que hoy parece en descomposición. ¿Cómo recuerda su aventura política?
No se puede ser liberal solo en lo económico y no en los demás aspectos
—Era una aventura llena de buen sentido, pero nos dimos el batacazo del siglo. Aún hoy, a veces alguien me para por la calle y me dice: ‘Antonio, yo voté a la Operación Reformista’. Y yo le respondo: ‘Anda, fuiste tú’. En serio: creo que fue la presentación del liberalismo tal como es, no sectario. Porque para ser liberal hay que serlo en todo. No hay peor liberal que el que lo taja a solo un aspecto, como el económico, y no en el religioso, el cultural, o el ideológico.
—¿Es liberal Esperanza Aguirre?
—Aguirre tiene mentalidad liberal, pero lo es en algunas cosas, y en otras no. Hay gente que se considera liberal y conservadora, y yo creo que hay contradicción en los términos, igual que los que dicen que son socialistas a fuerza de ser liberales. Lo que ocurre es que la ideología liberal se ha desparramado por todos sitios. Y que los liberales siempre hemos sido torpes políticamente. No hemos sabido convivir entre nosotros dentro ni vendernos fuera.
—¿Por demasiado liberales?
—(Carcajada) Es una excusa fantástica, la usaré a partir de hoy.
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