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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Devaluaciones

El desafecto de los catalanes tiene una de sus causas en la devaluación institucional de España

Enrique Gil Calvo

En sus entrevistas ante la prensa económica de la semana pasada en Nueva York, el presidente Rajoy se atribuía todo el mérito de haber sacado a España de la recesión gracias a su política de devaluación interna, con severos recortes del empleo, los salarios y el gasto público. Así olvidaba la decisiva contribución del gobernador del BCE, cuando profirió aquellas célebres palabras mágicas que calmaron la especulación financiera contra la periferia del euro. Y también olvidaba que si ahora nuestro país encuentra tantos obstáculos para iniciar la recuperación es precisamente a causa de la devaluación que ha deprimido la inversión, el crédito y la demanda interna. Por tanto, aun suponiendo que Rajoy acierte al anunciar el final de la recesión, cabe dudar de que semejante devaluación competitiva haya merecido la pena. Bien está que hayamos tocado fondo, pero ¿a qué precio?

La devaluación interna ha mejorado nuestra competitividad exterior al reducir los costes laborales, pero también ha descapitalizado nuestros activos (que caen en el descrédito por la caída del crédito bancario) y ha devaluado nuestros recursos productivos, desvalorizando nuestro capital humano que queda así infrautilizado y subempleado, viéndose obligado a emigrar en inferioridad de condiciones. En suma, se trata de una política de contracción del valor que, aunque parezca un buen negocio eficaz y funcional a corto plazo de acuerdo a las leyes de la oferta y la demanda (de ahí el informe de Morgan Stanley: ¡Que viva España!), en términos políticos supone un error mayúsculo, pues equivale a malvender y abaratar no solo el despido y los salarios sino a nuestro propio país. Y lo barato siempre sale caro.

Toda devaluación supone una desvalorización, una infravaloración que deprecia aquello que minusvalora, condenándolo al desprecio o a la pérdida de aprecio. Es lo que ha ocurrido con España, cuya devaluación interna ha coincidido con el ascenso de la corrupción para degenerar en una devaluación institucional. Esto ha supuesto para nuestro país la pérdida de gran parte de su poder blando (el soft power de Joseph Nye), redundando en el descrédito de la marca España, como pudo verse al quedar eliminados en la primera ronda de los juegos olímpicos. Y entre los múltiples efectos disfuncionales de esta pérdida de atractivo político del poder blando español destaca el de la progresiva balcanización de nuestro país, a la que asistimos ante el ascenso de un secesionismo catalán que ha encontrado razones para despreciar a España esperando despegarse de ella como hizo Kosovo de Serbia.

El desafecto y desapego de los catalanes tiene una de sus causas en la devaluación institucional de España. Una desconfianza merecida por la instrumentalización que las élites políticas han hecho del entramado institucional español, al que han terminado por deslegitimar y desacreditar. De modo que hacen bien los catalanes en desconfiar de una España devaluada por sus propios dirigentes. Pero por idénticas razones también deberían desconfiar de la propia Cataluña, cuyo tejido institucional también se ha visto instrumentalizado, deslegitimado y desacreditado por la irresponsabilidad y la corrupción de sus élites políticas en la misma medida que en el caso español. En realidad, la operación independencia es una devaluación interna en toda regla, emprendida por Artur Mas y compañía con la esperanza de quedarse con todo el capital social de Cataluña S. A. sin compartirlo con sus socios españoles. Pero al pretender aislarla de su entorno, lo que se ofrece es reducir su escala política malvendiendo y abaratando unos activos que perderían gran parte de su valor actual. Lo cual implicaría una fuerte reducción del soft power catalán, que desde la economía de escala que se disfruta sobre la cubierta del portaviones español dispone de mucho mayor alcance, radio de acción y capacidad de maniobra. Pues no es solo valor económico lo que se perdería con la independencia sino sobre todo valor político, que redundaría ineluctablemente en la depreciación de la marca Cataluña.

Por eso, si España necesita una regeneración y una revalorización institucional, Cataluña también las precisa. Y eso no se conseguirá con una pseudo independencia que supondría la devaluación de los catalanes hacia la segunda división europea (mientras que a bordo del carrier español están en la primera línea de la Unión), sino poniéndose a trabajar para lograr la revalorización de Cataluña. Lo que hay que exigirles a los actuales responsables políticos del principado catalán no es una devaluación competitiva de su país, sino una ampliación de su capital social, lo que implica mucho mayor sentido del compromiso adquirido y de la responsabilidad corporativa.

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