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Columna
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La corrupción y el desdén

Un presidente responsable debería llegar hasta el final del 'caso Gúrtel', aun a riesgo de tener que renunciar a su función

Josep Ramoneda

La corrupción y la desigualdad son dos enfermedades graves de la democracia. La corrupción desacredita las instituciones y es una humillación para la ciudadanía, que se siente engañada por sus representantes y tiene que soportar la obscena exhibición de los apaños entre una casta de privilegiados. La indecencia se pavonea por la sociedad, con el desfile permanente de personajes aprovechados y nulamente arrepentidos (Gürtel es ya un icono), habitantes del área de cercanías del poder, y marca la política con el sello de la sospecha, la desconfianza y el descrédito. La desigualdad rompe el sentido de lo común, expulsa a gran número de ciudadanos fuera del sistema y además es ineficiente por los elevados costes que tiene. Una sociedad en la que la desigualdad crece exponencialmente difícilmente puede reconocerse como civilizada. Corrupción y desigualdad van de la mano porque encuentran su caldo de cultivo en una cultura que convierte el dinero en el único criterio de comportamiento. Si todo tiene un precio, el que puede pagar lo que se le antoje toma una ventaja descomunal sobre los demás. Y siempre encontrará gente susceptible de ser comprada.

Contra la corrupción y la desigualdad se han desplegado los movimientos que han ocupado plazas y calles de todo el mundo en los últimos dos años, en revueltas muy dispares, con problemas y objetivos diversos, pero que configuran una intrigante cadena de una dimensión planetaria que no se había dado desde 1968. Evidentemente, no es lo mismo el desafío a un sistema autocrático que las reivindicaciones de mejor distribución del poder en un país democrático. Pero la historia nos enseña que la persistencia en la corrupción y la explosión de la desigualdad conducen a menudo a situaciones trágicas. Corrupción y desigualdad son el terreno abonado para la irrupción del populismo —portador de tentadoras soluciones definitivas imposibles—, de la violencia y del autoritarismo.

La indecencia se pavonea por la sociedad, con el desfile permanente de personajes aprovechados y nada arrepentidos

Centrémonos en el caso español. Los dirigentes políticos dicen con razón que no todos los políticos son corruptos y que hay mucha gente decente en política. Me parece innegable y siempre son injustas las condenas generalizadas, es decir, las que convierten las responsabilidades individuales en colectivas. De hecho, son un regalo para los corruptos, que ven su responsabilidad diluida en el magma de una casta, como si fuera una cosa perfectamente normal. Pero los políticos son los principales culpables de que la ciudadanía vea la corrupción como algo estructural al sistema, por el modo de afrontarla. Su actitud cicatera, su preocupación por minimizar los costes para el partido, en vez de contribuir a elucidar las responsabilidades de cada cual, favorece la idea de complicidad y mangoneo con los señalados por la justicia. El distinto rasero con que se miden la corrupción propia y la de los demás, también. Luis Bárcenas está en la cárcel. Cuando el presidente Rajoy elude pronunciarse sobre esta cuestión, en sede parlamentaria, respondiendo a un diputado que “usted puede hablar sobre lo que considere oportuno y conveniente, yo también puedo hablar sobre lo que estime oportuno y conveniente”, se está haciendo un flaco favor a sí mismo y a la democracia. Bárcenas ha sido el principal tesorero del PP, Rajoy ha estado con él, antes y después de hacerse con la presidencia del partido, y le ha apoyado y defendido. Debe una explicación. Y no basta su palabra de honor. Sobre la extensión y profundidad de la trama Gürtel quedan pocas dudas. Si quien tiene todo el poder para clarificar el asunto no lo hace y se limita a tranquilizar a los miembros de su partido diciendo que no teme nada, ¿cómo la ciudadanía puede confiar en él y en el sistema?

Es el caso más grave de corrupción que ha conocido nuestra democracia. Está en juego la credibilidad del régimen. Un presidente responsable debería llegar hasta el final, aun a riesgo de tener que renunciar a su función. El silencio de Rajoy induce a la sociedad a creer que el interés personal y de partido es determinante. Y que el prestigio de la democracia es irrelevante para el presidente. Y, sin embargo, Rajoy tiene una gran oportunidad de romper la omertà política, forzar un cambio en la relación entre poder y dinero y desmontar el círculo vicioso de la corrupción. ¿No quiere o no le dejan? ¿La trama de intereses es más fuerte que el presidente? El desdén de Rajoy hace perder toda esperanza. Dejar que la democracia se siga deteriorando cuando se tiene poder para evitarlo es también una forma de corrupción. La mezquindad es el terreno preferido de los corruptos.

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