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Tribuna
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Paradojas catalanas

Para que mañana sea posible la rectificación hay que mantener hoy algún puente abierto

Del debate en los medios sobre la crisis catalana se deduce que hay una amplia coincidencia en que la separación sería muy negativa para la economía catalana y también para la del conjunto de España. Es una de las paradojas de la situación, porque el argumento principal del giro independentista es económico: la pertenencia a España impide el progreso de Cataluña, por las obligaciones de solidaridad territorial que comporta. La reclamación clásica de un mayor reconocimiento de la singularidad catalana se ha trenzado con ese agravio económico dando lugar al argumento de que, puesto que Cataluña es una nación, tiene derecho a disponer de sus propios recursos; y a separarse de España si esa aspiración no se ve correspondida.

Sin embargo, del debate también se desprende la idea, muy compartida entre los economistas, de que la prosperidad catalana es inseparable de su posición como parte de la economía española. Es decir, que fuera de ese marco (y de ese mercado) difícilmente mantendría la posición destacada en riqueza y dinamismo que ocupa desde su industrialización; y sobre todo, que afectaría negativamente a su muy favorable saldo comercial con el resto de España. Otra conclusión, admitida ya por el sector no fanático del independentismo, es que la separación de Cataluña significaría su salida de la UE sin posibilidad inmediata de reingreso. Y como revelan algunas encuestas, estos factores no pueden dejar de influir en la actitud ciudadana ante la consulta de autodeterminación.

La enfática afirmación de una voluntad secesionista, incluso si fuera mayoritaria, no exime de justificarla. Si el motivo es fundamentalmente económico, habrá que demostrar que la entidad del agravio hace inevitable recurrir a la separación, y que no hay posibilidad de resolverlo en el marco del Estado autonómico, o mediante su reforma; y habrá que acreditar que los males (para la convivencia, en primer lugar) que pueda provocar una salida tan traumática no serán mayores que los que se intenta remediar.

Otro consenso latente, no explícito pero que se trasluce en actitudes políticas visibles, es el que señala que, de todas formas, lo más probable es que no habrá separación, al menos esta vez: o no llegará a celebrarse el referéndum o lo habrá y ganará el no. E incluso si ganase el sí, sería por muy estrecho margen, dividiendo a la sociedad en dos mitades, lo que haría inviable en la práctica el proyecto.

Ningún político responsable podría ignorar ese cálculo ni dejar de tenerlo en cuenta con vistas al futuro. Porque la idea de que ya nada será como antes, que la autonomía política es cosa del pasado, tiene en contra la experiencia histórica. Incluso una tan próxima como la del País Vasco, donde hace no más de 10 o 15 años, con Ibarretxe y Arzalluz al mando, el nacionalismo daba por enterrado el Estatuto en favor de la soberanía.

En su libro sobre La política de la claridad, el exministro canadiense de origen quebequés que la inspiró, Stéphane Dion, aconsejaba desconfiar de mayorías circunstanciales: “La mayoría debe, por su amplitud, justificar un cambio tan radical que compromete a las generaciones futuras. Hay que protegerse de las mayorías de circunstancias”. Recuerda que en los 13 casos de acceso a la independencia por vía de referéndum en situaciones no coloniales registrados desde 1945, la mayoría media a favor de la separación fue del 92%; y añade: “En Quebec, como en otros lugares, es completamente irresponsable afrontar la negociación de una secesión sobre la base de una escasa mayoría, de un pueblo partido en dos”. Es necesaria una mayoría suficientemente clara, concluye, “para que no se corra el riesgo de hundirse bajo la presión de dificultades económicas, sociales y otras” que la secesión “siempre provoca”.

Desde esa perspectiva, es lógico que Artur Mas busque un acuerdo en materia economico-financiera, y que el Gobierno se muestre receptivo a la posibilidad de alcanzarlo en relación al objetivo de déficit y a la financiación autonómica. Pero es incoherente que Mas lo presentase ayer como parte del proceso hacia la consulta independentista, a la que en ningún caso renunciaría. Ahora no podría hacerlo; al menos, mientras no se produzca algún acontecimiento que lo justifique, como la imposibilidad de convocarla con respaldo legal, y la fractura que eso podría crear entre CiU y ERC (y entre Mas y Duran; y entre el PSC y el resto de los partidarios de la consulta).

Pero para que ese u otro hecho permita a Mas dar marcha atrás tiene que mantenerse algún puente abierto. Por ejemplo sobre la relajación del objetivo de déficit, medida razonable si Bruselas la aplica antes a España. Es cierto que pedir ayuda al Gobierno español para evitar la bancarrota y poder proseguir su proceso secesionista es otra paradoja que se presta al sarcasmo. Pero la sutura en el futuro de lo que hoy está roto depende en buena medida de lo que ahora haga el Gobierno ante una emergencia que afecta directamente a muchos catalanes. Rajoy no podrá olvidar, sin embargo, que el intento de Zapatero, también tras reunión secreta con Mas, de incorporar a CiU al consenso sobre el nuevo Estatut solo sirvió para dar continuidad a un proyecto inconstitucional que estaba por entonces a punto de naufragar.

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