“Los acuerdos políticos urgen más que la reforma de la Constitución”
El expresidente del Consejo de Estado considera que no es posible ahora una reforma constitucional por la falta de consenso
Francisco Rubio Llorente (1930) es uno de los grandes juristas españoles. Fue magistrado y vicepresidente del Tribunal Constitucional (1980-1992) y presidente del Consejo de Estado (2004-2012). Cualquier político o jurista que se plantee una eventual reforma de la Constitución sabe que deberá tomar en cuenta el informe que elaboró el Consejo de Estado en febrero de 2006, bajo su dirección. Permanentemente activo, sus dos últimos artículos periodísticos sobre la posibilidad de que el Parlamento español autorice un referéndum consultivo en Cataluña han despertado una viva polémica.
Pregunta. ¿Es urgente reformar la Constitución?
Respuesta. Ese es un tema que debió plantearse hace ocho años o cuatro. De 2010 para acá, es más difícil porque se nos echó encima la crisis. Ahora existe una falta absoluta de consenso entre los partidos y se han exacerbado las tensiones nacionalistas. No es posible plantear esa reforma cuando el desacuerdo llega hasta extremos casi personales y cuando existe casi una anulación de la vida parlamentaria. No solo hay una falta de consenso, sino que se diría que hay una falta de terrenos de encuentro.
Reforma de la Constitución
Este programa de recuperación de nuestra vida política exige en muchos aspectos una reforma de la Constitución de 1978. La reforma misma no es un objetivo, sino un instrumento para hacer frente a las nuevas realidades. Contra lo que muchos piensan —movidos por el temor a que la apertura de un proceso de este género añada confusión y caos al panorama—, la mejor forma de empezar a poner orden en el actual barullo es adaptar nuestra Carta Magna a los tiempos presentes y venideros, simplificando su redacción, despojándola de ataduras del pasado e incorporando cuestiones relativas a la nueva sociedad global y digital que no existía cuando fue redactada. La reforma debe llevarse a cabo mediante los procedimientos ya establecidos en las leyes, dirigida por una Comisión de las Cortes en la que estén representados con adecuada proporcionalidad todos los partidos políticos del arco parlamentario, no sometida necesariamente a la aritmética de poder que salió de las urnas en las elecciones de 2011, pero respetando los equilibrios emanados del voto popular en dichas elecciones.
Es tarea de nuestros líderes políticos encabezar un proceso de ese género, aun conscientes de su impopularidad y falta de credibilidad entre los ciudadanos. Si son capaces de hacerlo prescindiendo de cualquier sectarismo ideológico o voracidad del poder, la crisis institucional española puede ser conjurada. Pero si, acosados por la opinión y las sombras de su pasado, se enrocan en su ensimismamiento y hacen oídos sordos a las demandas de la ciudadanía, el régimen emanado de la Constitución de 1978 correrá innecesarios riesgos en el próximo futuro.
P. ¿Son posibles reformas sustanciales sin reformar la Constitución?
R. Se pueden hacer cosas para afrontar la crisis, que es lo urgente. Para eso no hace falta reformar la Constitución. Lo que hace falta son acuerdos políticos
P. ¿Es esta la crisis más grave que recuerda?
R. Sí, porque es una crisis española, europea y global. Se junta la crisis de los partidos políticos con la impotencia de tener una política económica propia. La desmoralización de la sociedad española es muy fuerte porque se nos viene diciendo desde 2010 que hacemos lo que podemos hacer.
P. ¿Antes que encarar cualquier otra reforma es preciso cambiar la Ley de Partidos?
R. Siempre estamos con la historia de que lo importante es aprobar leyes. No lo creo así. Lo que tiene que existir es voluntad política. Y cuando hablamos de crisis política, uno de los elementos de esa crisis es precisamente el riesgo de implosión de los partidos políticos. Ese es un riesgo espantoso, como ya vimos en Italia. ¿Cómo se hace frente a ese riesgo? Hay que promover la democracia en los partidos, desde luego, pero eso no depende tanto de las leyes como de las personas.
P. ¿Ayudaría una propuesta de reforma constitucional a que los partidos plantearan consensos?
R. En algún momento he dicho que una de las ventajas de una reforma constitucional es que obliga a los partidos a un cierto grado de consenso. Pero yo creo que ahora eso no es posible. Los problemas que genera la crisis económico-política son de tales dimensiones que buscar una solución que sea una especie de solución total es irreal.
P. Volvamos a la Constitución y supongamos que existe un clima menos crispado, ¿es el artículo II el principal problema?
R. El gran problema siempre ha sido el artículo II, porque intentó dar una solución a las cuestiones territoriales existentes que a la larga no ha funcionado. Pero no hay necesidad de reformarlo si se sacan otras consecuencias implícitas en él. Ese artículo incluye una distinción entre nacionalidades y regiones. El único reflejo que esa distinción tiene luego en el Título VIII es indirecto y temporal: permite durante cinco años dos tipos de autonomías, según hubieran plebiscitado en el pasado un régimen semejante o no. Hay otro momento de inflexión, cuando transcurridos los cinco años iniciales, todas las comunidades están en condiciones de llegar al mismo nivel de autonomía. Primero esas posibles reformas se dejaron dormir en los despachos, pero después, en 1992, PP y PSOE llegaron a un acuerdo autonómico y decidieron el máximo techo competencial posible para todas. Ese fue un desarrollo, legítimo, del artículo II, pero no era el único posible. Como digo, se podría seguir una senda diferente sin reformarlo. En cualquier caso, eso es lo que ha mantenido la tensión con Cataluña y el País Vasco. Ese es el problema sin resolver que, además, no sabemos cómo resolver.
P. ¿Hay otros aspectos que necesitan reforma?
R. Sí, claro. La relación con Europa, por ejemplo. España es el único país grande de la Unión Europea que no ha reformado su Constitución para tomar en cuenta el hecho de que formamos parte de esa Unión. Unos lo hicieron antes de Maastricht, otros, después. La reforma alemana, por ejemplo, se hizo para dejar claro que la incorporación a la UE era compatible con la Constitución alemana y asegurando los límites de esa integración.
P. ¿La reforma del sistema electoral es el otro asunto pendiente?
R. En la Constitución española hay dos disposiciones contradictorias: por un lado se establece la representación proporcional y por otro, la provincia como circunscripción electoral. Hay constituciones en el mundo que dicen una cosa o la otra, pero que establezcan las dos a la vez, me parece que no existe ninguna. Es realmente muy difícil cumplir las dos condiciones. Hay que examinar las opciones que existen y elegir una, pero eso son opciones políticas, diferentes y válidas.
P. ¿Seguiría hoy vigente la propuesta que formuló el Consejo de Estado en 2006?
R. El informe se movía dentro de un marco limitado: teníamos que responder a cuatro preguntas: 1) la supresión de la preferencia del varón en la sucesión al trono; 2) la recepción en la Constitución del proceso de construcción europea; 3) la inclusión de la denominación de las Comunidades Autónomas, y 4) el Senado. De la tercera cuestión, el Consejo hizo una interpretación extensiva al Título VIII, de manera que tratamos también de cómo fijar el sistema competencial, el sistema de financiación, creación de mecanismos eficaces de cooperación. Incluso propusimos una pequeña modificación del artículo II.
P. Esa reforma no serviría para satisfacer las aspiraciones catalanas.
R. No sé si las satisfacía en su momento. Ahora habría que preguntarles a ellos. Pero no me parece un buen momento, insisto. Una reforma constitucional no es nunca un proyecto gubernamental. Tiene que partir de una proposición de reforma que sea iniciativa parlamentaria y que sea suscrita por tantos grupos como sea posible.
P. ¿Qué recomienda para afrontar la situación que se plantea en Cataluña?
R. Lucidez, patriotismo, mesura y otras virtudes igualmente escasas.
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