Un pueblo ahogado en el desierto
La repatriación de los cooperantes españoles de Tinduf golpea a los refugiados saharauis, para los que urge una ayuda internacional mermada por la crisis
En el Sáhara sobran estrellas, arena y tiempo. Todo lo demás escasea. “Nosotros somos pobres, ¿entiendes? Sin tierra, sin nada. Lo único que tenemos es la ayuda de nuestros hermanos españoles”. Los ojos de Nana Sidati, saharaui de 22 años, sobresalen con un brillo inteligente por debajo de su malhfa morada. Está sentada en un bordillo a la sombra, tapada de pies a cabeza a más de 45 grados, y no suelta de las manos el móvil que le ha traído su padre español. Es uno de los activistas que viajó el pasado 7 de agosto a los campamentos saharauis de Tinduf (Argelia), en desafío al Gobierno por repatriar a todos los cooperantes españoles de la zona por riesgo de secuestro. A ella en España la llamarían ni-ni, porque no estudia ni trabaja. Con la mirada perdida suelta un lamento en perfecto español: “Queremos hacer mucho, pero aquí…Es querer y no poder”.
Nana vive en una de las cinco wilayas o campamentos de refugiados saharauis en Argelia. La suya es la más reciente, y la única que tiene luz. Ni hablar de agua corriente. Se llama 27 de febrero, en honor al aniversario de la creación de la autoproclamada República Árabe Saharaui Democrática, la RASD. El horizonte vital de la joven empieza y acaba en su jaima y en la pequeña construcción de adobe que alberga la cocina. “Me levanto, hago el té, si me toca a mí y no a mi hermana hago la comida...De la casa a la cocina y de la cocina a la casa, la vida es así, lo que haces hoy lo harás mañana”. No hace planes, no piensa en futuro. Su tiempo permanece congelado, como el del resto de los 165.000 saharauis exiliados desde 1975 en la hamada (desierto pedregoso sin dunas) argelina después de la ocupación marroquí de la antigua colonia española del Sáhara Occidental. Desde entonces solo esperan —en 1991 se acordó un referéndum de autodeterminación—, olvidados en el hostil paisaje casi lunar en el que todo es del mismo color ocre: las jaimas y las casas de adobe, la tierra y el cielo, cubierto en verano por una nube de arena que oculta el azul. El suyo es un conflicto enquistado y que solo avanza a peor. La crisis, y ahora la amenaza terrorista, les ahogan en el desierto.
El almacén del Programa Mundial de Alimentos de la ONU en Rabuni, la capital administrativa de la RASD y donde residen los cooperantes, es un cementerio de contenedores y palés vacíos, donde se agudiza la sensación de desamparo. En las reservas de comida queda un mes de cebada y un mes de aceite. El resto se ha agotado. “La situación es crítica, no tenemos asegurado qué van a comer los próximos meses”, alerta el presidente de la Media Luna Roja saharaui, Yahia Buhbeini, mientras camina por el desangelado recinto. La ayuda internacional se resiente. Solo la que procede de la cooperación española a través del Estado, exceptuando otras Administraciones y ONG —España es el primer donante de ayuda a los saharauis— se ha reducido este año en más de tres millones de euros respecto al año pasado (en 2012 ha sido de 5.690.000 euros).
Pero la ayuda alimentaria ya lleva meses, incluso años, sin cubrir las necesidades mínimas de la población. La ONU reparte 125.000 raciones de comida cada día. No hay censo oficial, pero las autoridades argelinas hablan de al menos 165.000 personas en los campamentos. Las cifras no cuadran. Así, la tasa de desnutrición crónica en niños menores de cinco años es de casi el 30%, según datos de ACNUR.
“El terrorismo marroquí pretende aniquilarnos y aislarnos, y trata de mermar las relaciones con nuestros amigos de España”, clamó el presidente de la RASD, Mohamed Abdelaziz, ante la delegación de activistas que se desplazó a principios de mes a Tinduf. Las consecuencias de la evacuación española tuvieron su efecto inmediato. Uno de los niños atendidos por desnutrición por los cooperantes de Médicos del Mundo falleció durante sus diez días de ausencia. El reparto de alimentos frescos que realiza la ONG vasca Mundubat se retrasó 15 días. El problema es también potencial: el miedo puede disuadir a las miles de familias españolas que viajan cada año a los campamentos para acoger a niños saharauis a través del programa Vacaciones en paz. Solo cuatro de los 12 cooperantes repatriados han regresado.
El apartamento de Albert Sterm y su compañera de Médicos del Mundo, que no quiere revelar su nombre, está a apenas un par de puertas de distancia del que ocupaba la cooperante Ainhoa Fernández de Rincón cuando fue secuestrada en octubre de 2011 por el grupo terrorista MUJAO (relacionado con Al Qaeda). Albert, de hecho, dormía allí la noche en la que se llevaron a Ainhoa, a Enric Gonyalons y a la italiana Rosella Urru. Escuchó los tiros, supo que había un ataque. Cogió el teléfono y transmitió la alarma a su ONG. Se libró porque no le buscaban a él. Ese día casi todos los cooperantes, en torno a una veintena, estaban en sus pisos. Los apartamentos dan a un mismo patio común. Y los terroristas fueron solo a por tres.
En ese mismo apartamento y alrededor de un café, los cuatro españoles que han decidido volver a Tinduf desoyendo la alerta del Ministerio de Exteriores, debaten sobre si el Estado debería pagar un rescate por ellos si son secuestrados. Jesús Martín, miembro de Mundubat, tiene claro que renuncia a que se pague por él. Albert no está de acuerdo: “Yo creo que el Gobierno no se puede desentender, yo no he renunciado a mi ciudadanía y corro un riesgo pero soy una herramienta de la política exterior”. El Frente Polisario, el movimiento que lucha por la independencia del Sáhara Occidental, ha tratado de responder a la amenaza aumentando las medidas de seguridad de los trabajadores humanitarios: el recinto en el que duermen se ha rodeado de dos muros de tierra con aspecto de barricadas que se convertirán en poco menos de un mes en firmes muros con alambre de espino; el complejo está vigilado ahora por decenas de militares armados.
A Moichar Moulud, de 22 años, también se le encuentra, como a Nana Sidati, sentado en un bordillo, con su darrá blanca. Debajo se le adivina una camiseta de la marca Ferrari. Espera fuera de las dependencias del Ministerio de Educación, en Rabuni, donde decenas de jóvenes asisten a un acto de entrega de diplomas de bachillerato. Dentro se escucha el característico ulular de las mujeres saharauis cuando se anuncia que 426 estudiantes han superado la prueba de acceso a la universidad. El 100% son alumnos cubanos, les llaman los cubarahuis. Unos 600 chicos están ahora estudiando en Cuba, varios miles en España. Sus perspectivas después de terminar los estudios son casi nulas Muchos se licencian y vuelven a casa. A la nada. A preparar el té, como Nana. “¿Tasa de paro juvenil? En el contexto de refugio en el que vivimos el empleo no es una prioridad”, responde Mohamed Moulud, ministro de Juventud.
Moichar acaba de volver de Galicia, donde ha estudiado durante ocho años. Él solo terminó la educación secundaria. Suelta tacos en español. La falta de oportunidades le ha conducido, como a otros jóvenes, hacia un discurso belicoso. Dice que lo habla con sus amigos, que no ven otra solución a su ahogo. Él era pacífico, promete. Pero ya se ha cansado de esperar: “No veo otra salida que la guerra”.
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