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“Cuando queremos llorar, nos vamos solos a un cuarto hasta recuperarnos”

Enrique Vicente y Núria Manzanares eran los padres de las dos víctimas más jóvenes

Enrique Vicente y Núria Manzanares charlan con Roberto Manrique (de azul), otra víctima del atentado de Hipercor.
Enrique Vicente y Núria Manzanares charlan con Roberto Manrique (de azul), otra víctima del atentado de Hipercor.CARLES RIBAS

Silvia nunca llegó a estrenar su biquini. Tenía 12 años, y su hermano Jordi, 9. Fueron las víctimas más jóvenes del coche bomba que reventó Hipercor hace 25 años y que también mató a su tía Mercè, de 30 años. La hermana de la madre de los pequeños les acompañó a comprar un bañador para Silvia. Era viernes y la pequeña estaba a punto de irse de viaje de fin de curso, el lunes siguiente.

Los padres, Enrique Vicente y Núria Manzanares, eligen las palabras “dolor y pena” para resumir los 25 años vividos. Desde entonces, evitan aparcar en un subterráneo siempre que pueden. Nunca más han vuelto a entrar en los almacenes Hipercor, aunque aceptaron la propuesta de EL PAÍS de recordar ese tiempo en una cafetería anexa al establecimiento.

La pareja tarda poco en explicar que, cuando parecían despeñarse por el precipicio de la depresión tras enterrar a los hijos, se agarraron a la vida al saber que iban a ser padres por tercera vez. “Con lo que estaba pasando, se me olvidó si me venía la regla. Hasta que noté mareos, fui al médico y me lo dijo”, explica Núria Manzanares. En enero de 1988 nació Enric. “Sin él no sé qué hubiera sido de nosotros”, confiesa el padre con lágrimas en los ojos.

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A Enrique Vicente le tocó la tarea de reconocer los cadáveres, una imagen, punzante y dolorosa, que ha convertido sus sueños en pesadillas durante muchas noches. Su esposa ha procurado que no se le borrara nunca el recuerdo de la última vez que besó a los niños. Y se ha abrazado a él hasta mantener vivo en la memoria el momento en el que salieron de la casa para ir a comprar el bañador con su tía. No quiso ver los cuerpos.

Tras el funeral, se refugiaron unos días en Madrid, en casa de un familiar, huyendo de todo. Entonces no había atención psicológica a las víctimas. “Ahora enseguida los envían, pero nosotros pasamos ese trago solos y como pudimos”, recuerda la mujer, mientras su marido apostilla: “Nadie nos ofreció nada hasta al cabo de los años”. Se refiere a la Asociación Catalana de Víctimas de Organizaciones Terroristas, la primera entidad que empezó a ocuparse de ellos.

Al apagarse el foco mediático, y en pleno verano de 1987, regresaron Barcelona. El taller de lampistería de él y la peluquería de ella fueron su nuevo refugio, pero la previsible somatización del atentado afloró antes de los cinco años. A principios de 1992, a Enrique Vicente le detectaron un tumor cerebral que le acabaron extirpando. Desde entonces está inmerso en un peregrinaje de médicos y hospitales que tiene asegurado de por vida. En 2002, un control rutinario concluyó que se había reproducido el tumor en el mismo lugar. Los médicos optaron por no intervenir y esperar, pero justamente al cabo de una década, el pasado mes de enero, le abrieron de nuevo la base del cráneo por el aumento de la tumoración. Fue una intervención complicada, pero Vicente puede seguir contándolo, tras superar unos días de parálisis parcial.

Su esposa lo tiene muy claro. “Ese cáncer le salió por el sufrimiento que hemos vivido”. En 2005, y con apenas 55 años, a Enrique Vicente se le concedió una incapacidad laboral absoluta.

Ella pasó por lo mismo mucho antes, en 2000, con 50 años. “No tenía fuerzas ni para trabajar, solo quería llorar y llorar”. Veinticinco años después lo siguen haciendo, pero en solitario. “Si estamos en casa y él se pone triste, se va a un cuarto hasta que se recupera, y si me pasa a mí, pues lo mismo”.

Enric tiene ya 24 años y jamás ha hablado abiertamente con sus padres del atentado ni de la onda expansiva psicológica que provocó. “Lo fue descubriendo poco a poco por la televisión o por alguna entrevista que nos hicieron”, dice el padre. Cada año, cuando llegan estas fechas “o cuando se tercia”, acuden los tres al cementerio a recordar a las víctimas. Pero Hipercor sigue siendo una palabra casi prohibida en la familia.

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