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Columna
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El animal moribundo

Somos un país sin autoestima que se debate entre el temor y la indignación

Fernando Vallespín

Cualquiera que haya leído a Philip Roth, el flamante nuevo premio Príncipe de Asturias de las Letras, sabrá que el título de esta columna se corresponde con una de sus mejores novelas. Otros, menos familiarizados con la obra de este escritor, pensarán que su contenido se refiere al país en que vivimos. Esta es la idea, tratar de homenajear a uno de los mejores escritores contemporáneos acercándolo a la situación colectiva de quienes le hemos otorgado el premio; explicarle quiénes somos recurriendo a su misma obra.

Empeño difícil donde los haya, porque si hay algo que caracteriza a este autor es, precisamente, el desarraigo de sus personajes, su irreprimible subjetividad y la imposibilidad de que cualquier vínculo social pueda aliviar mínimamente la soledad de la existencia. Ni siquiera mediante su instrumento preferido, la sexualidad. Ya sea como huida o como el único medio a través del cual pueden dar cuenta de sí mismos.

Lo excepcional del libro que lleva este título es que su personaje principal, David Kempesh, un sesentón conquistador y promiscuo, se obsesiona con su última amante, una joven de 24 años. Se atormenta con los celos y se ve obligado a pasar revista a su vida; una vida marcada por la autogratificación sexual como único objetivo, pero carente de implicación con su parte emocional. El cáncer de pecho que se le descubre a ella lo ubica en una situación de perplejidad que le lleva a replantearse todo lo que hasta ese momento había dotado de sentido a su existencia y lo arroja a la fría realidad de su propia decadencia. Todo ello desde el anhelo de la juventud perdida y la irreversibilidad de sus opciones vitales.

En un ejercicio de imaginación, casi dando un salto en el vacío, podríamos trasladar las desventuras de Kempesh a un gran sujeto colectivo, España después de la crisis. Pasar, por tanto, de la narrativa de una desestabilización psíquica personal al relato de una desestabilización social. Porque si hay algo que se detecta en el ambiente, es un impulso casi mórbido por dar cuenta de nuestras patologías. Nuestra vida pública se ha convertido en un monólogo de muchas voces en el que, entre perplejos e incrédulos, no dejamos de buscarle el sentido a nuestra historia reciente; a cómo una joven democracia llena de vida y optimismo pudo devenir en un país inseguro de sí mismo que en algún momento erró en su camino. Un país sin autoestima que se debate entre el temor y la indignación, que no deja de ver fantasmas —quizá los “hombres de negro” de Montoro— y, paralizado por su desorientación, es incapaz de afrontar la solución de sus problemas. En poco tiempo nos hemos echado cuarenta años encima.

A la vista de la cantidad de escándalos que salpican cada día nuestra vida política, ahora sabemos que lo que subyacía a todo era una crisis moral

Y, sin embargo, sabemos bien cómo hemos llegado hasta aquí. Lo que en el libro de Roth constituye el trasfondo social de la trama, la revolución sexual de los sesenta, equivale en nuestro país a la revolución neoliberal. Si para Kempesh no había más verdad que el orgasmo, sin otros añadidos, para nosotros ese lugar lo ocupó el dinero fácil, el hiperconsumo desbocado y un privatismo insolidario alejado de cualquier vínculo cívico. Por decirlo con M. Sandel, de una economía de mercado pasamos a una sociedad de mercado, sin más nada. A la vista de la cantidad de escándalos que salpican cada día nuestra vida política, ahora sabemos que lo que subyacía a todo era una crisis moral. En lo personal, que cada cual se las arregle con la moralidad que le venga en gana, pero en la vida social la ausencia de una ética pública es la mejor garantía de la quiebra de la cohesión y la confianza sociales. Esto lo sabemos ya desde Aristóteles.

Pero ha llegado el momento de abandonar los lamentos y de tanto psicoanálisis colectivo. El diagnóstico ya lo tenemos. Ahora solo falta que todos empujemos en la misma dirección. No somos un animal moribundo, pero sí hemos perdido pulsión erótica de tanto mirarle la cara a Thanatos y de lamernos nuestras propias heridas. No existe un equivalente social funcional al sexo con amor, pero sí hemos aprendido lo suficiente como para saber que no hay una solución individual a los problemas colectivos y que las múltiples crisis que nos afectan —moral, institucional, económica— solo encuentran una salida con el compromiso de todos y dotando de nuevo contenido a las virtudes públicas tradicionales. Por ahí es por donde hay que empezar. No es nada rothiano esto de acabar moralizando, pero, después de todo, su relato no es el nuestro. Nosotros sí tenemos futuro, y lo vamos a ganar.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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