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LA COLUMNA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El fin de ETA y la política

Josep Ramoneda

“ETA hoy en día no es un problema fundamentalmente policial, tiene una dimensión política que no podemos obviar”. Estas palabras son del ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz. Pueden chocar porque rompen con un tabú del PP: relacionar política y ETA. Un tabú construido en tiempos de Aznar y de Mayor Oreja y mantenido por Mariano Rajoy en la oposición. Es una buena noticia que Fernández Díaz priorice la política en el debate sobre el final de la violencia en Euskadi. Quiere decir que el ministro —que, por su cargo, debe tener más información que nadie— está convencido de que el final de ETA no es una impostura de los abertzales ni una fantasía de la gente de buena fe; quiere decir que el presidente Rajoy tiene claro que la oportunidad de consolidar el final del terrorismo en el País Vasco obliga a dejar de lado el discurso de combate y asumir el realismo de lo posible; y quiere decir que el Gobierno es consciente de que asentar el proceso de pacificación de Euskadi es una obligación ya no solo política, sino incluso moral, que debe pasar por encima de cálculos electorales mezquinos o de pugnas clientelares con partidos fronterizos como UPyD.

La cuestión de ETA siempre ha tenido una dimensión política. Y negarla fue una manera de falsear o no querer ver la realidad social que había tras ella. No es la primera vez, ni la última, en que la política se manifiesta por caminos violentos. Da vergüenza tener que decir algo tan obvio que basta leer los titulares de la prensa cada día para entenderlo. En una sociedad democrática, la violencia deslegitimaba a ETA y, con ella, a su programa político y al de los que la seguían. Pero ETA nació como un fenómeno político de lucha contra el franquismo; tuvo en la Transición una fractura política, entre los que consideraban que acabada la dictadura la violencia ya no tenía sentido y los que decidieron seguir con su guerra; y siguió matando con objetivos políticos, del mismo modo que fue combatida desde la política y con objetivos políticos. Precisamente porque ETA ha tenido siempre una dimensión política, su decisión de abandonar la violencia está provocando un gran cambio en el mapa político vasco. ¿Alguien puede pensar que si ETA hubiese sido simplemente un grupo de bandoleros habría durado tanto tiempo y su final habría tenido tantas consecuencias políticas?

Pero el discurso del PP pretendía que la deslegitimación de ETA por la violencia significaba la pérdida de su condición política. Una pretensión tan absurda, como cuando Franco decía que él no se metía en política. La violencia aparta de la política democrática al que la usa como medio, pero no por ello deja de tener fines políticos. Negar la condición política a ETA en realidad tenía un objetivo muy preciso: deslegitimar no solo a ETA, sino a sus objetivos —la independencia, el primero de ellos— al margen de los caminos que se utilizaran para alcanzarlos.

Ahora, la violencia está saliendo de la escena en Euskadi. Naturalmente, es ETA la que tiene que aportar las pruebas de su final y demostrar que no hay retorno. Pero forma parte de la responsabilidad de un gobierno democrático contribuir a que este final definitivo llegue lo más pronto posible. Y se traduzca en un marco democrático libre sin la presión de las pistolas y sin exclusiones. Como decía el exministro francés Edgar Pisani, la principal función de los políticos es “crear las condiciones que hacen posibles las cosas”. Y las palabras de Fernández Díaz dan a entender que el Gobierno está comprometido en esta tarea. Manteniendo la presión policial necesaria sobre una organización terrorista que todavía no ha pronunciado su disolución definitiva, pero creando las condiciones políticas para que las cosas avancen. Si las palabras de Fernández Díaz producen escándalo es porque hay gente que no está dispuesta a aceptar que, sin ETA, la independencia sea una opción política como cualquier otra en el mapa político de Euskadi. Por eso pretenden transferir la negación de la condición política que pesaba sobre ETA a los partidos abertzales que buscan por otros medios el objetivo político de la independencia. La anomalía de Euskadi era ETA, no sus objetivos, y sin ella, los tabús carecen de sentido. Efectivamente, el ministro tiene razón: habrá que actuar con finura política para enterrar definitivamente a ETA y dar por normalizada democráticamente a Euskadi. Y a partir de aquí que cada cual defienda lo que quiera libremente y los ciudadanos decidan. ¿O no es este el objetivo compartido?

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