"Yo estoy enterrado en el Valle de los Caídos"
Le dieron por muerto y trasladaron lo que pensaban que eran sus restos al mausoleo Eugenio Azcárraga, excombatiente del bando nacional, nunca aclaró el error
Yo estoy enterrado en el Valle de los Caídos. Registro número 8.273, columbario 1.718”, cuenta un hombre de 95 años (96 en enero), por supuesto vivo, que acaba de llegar a su casa de Valencia tras pasar el día navegando en el mar, su gran pasión. Se llama Eugenio Azcárraga y está cargado de razón. Su nombre, efectivamente, figura en el libro de inhumaciones de los monjes benedictinos junto a otros caídos en la batalla de Teruel. Lo descubrió hace años en su única visita al mausoleo y nunca ha subsanado el error. El enredo es fruto de una aparatosa historia que arranca en 1936 y en la que estuvo varias veces a punto de morir... de verdad.
“Yo tenía 20 años cuando estalló la Guerra Civil y ninguna inquietud política. Por aquel entonces a mí me interesaba la natación —era campeón de 400 metros en mi ciudad— y las chicas. Vivíamos en Valencia y los republicanos mataron a un primo y una prima mía, de 20 y 19 años, por ser hijos de marqueses. Por ser ricos. Y yo decidí pasarme a la zona nacional. Si a mi me hubieran preguntado: '¿Usted qué prefiere: ser rojo, franquista o estar tranquilo?', hubiese dicho que tranquilo, sin dudar. No me gustaba la boina roja, ni andar levantando el brazo para saludar. Mi familia era más bien liberal”, cuenta el nieto de Marcelo Azcárraga, varias veces presidente del Gobierno durante la regencia de María Cristina. “Decidí ir voluntario al Ejército en el cuartel de artillería de San Sebastián. En un camión camino de Oviedo me ascendieron a cabo, y allí, en el frente de Asturias, me hirieron en una pierna, pero nada serio”.
Como había pasado varios meses en primera línea en el frente y tenía estudios —“había hecho el preparatorio de Derecho”— le hicieron alférez provisional y le enviaron a Villaespesa (Teruel). “Para mí, el peor recuerdo de la guerra es en Teruel, en los sótanos del seminario donde se había refugiado la población civil. Yo ya había visto muertos en Asturias, pero vestidos de caqui. En aquellos sótanos había cadáveres de mujeres destrozadas con abrigos rosas. Y niños deshidratados, porque allí no había ni comida, ni agua, ni nada. A los heridos les ponían vendas que les quitaban a los muertos. Yo estaba en la trinchera y solo bajé allí dos veces, pero de verdad que prefería estar en el sitio de más riesgo que ver aquello”.
Fue en Teruel donde empezó a fabricarse el enredo de su muerte. “Allí había un oficial navarro que se parecía bastante a mí: alto y rubio. Y ahí supongo yo que empezó todo el lío...”
A Eugenio Azcárraga le acababa de escribir una carta una madrina de guerra navarra. “Y a mí, de Navarra no me interesaba porque si me daban un permiso, me quería ir a San Sebastián, o sea que yo la quería vasca. Así que le di la carta al compañero navarro”. Eugenio no sabe con certeza si le confundieron con aquel alférez que se le parecía y al que le había entregado una carta dirigida a él, pero el caso es que le dieron por muerto. “Cuando los nacionales volvieron a entrar en Teruel, desenterraron los cadáveres que habían quedado tras la batalla para identificarlos y se los llevaron. Yo, en teoría, estaba ahí. A mi madre le enviaron un telegrama comunicándole mi muerte e incluso hubo un funeral por mí en San Sebastián. Pero yo no estaba muerto. Yo estaba, en aquellos momentos, prisionero”.
Con la caída de Teruel, Eugenio Azcárraga cayó en manos de los republicanos, que lo trasladaron con otros presos al castillo de Montjuic, en Barcelona. “Pasé allí un año largo, muerto de hambre, porque recuerdo que teníamos la broma de cuántos garbanzos nos habían tocado a cada uno. Y cuando los nacionales iban a liberar Barcelona nos metieron a todos los prisioneros en un tren, yo creo que sin saber muy bien adonde querían llevarnos. Me tiré del vagón en marcha, con otros 15 compañeros. Uno murió en el acto. Los demás caímos sobre un metro de nieve. Los republicanos se dieron cuenta un poco después y empezaron a perseguirnos, pero salieron, pegaron un par de tiros al aire, y con el frío que hacía debieron pensar: que les zurzan. Así que empezamos a caminar para cruzar el Pirineo.Tardamos toda la noche. Uno se quedó en el camino, no pudo más. De los 15 que nos tiramos del tren, llegamos a Francia 13”.
En otro tren llegaron a Irún, ya en manos de los nacionales. Eugenio pudo reencontrarse con su familia. “Mi madre había estado de luto al principio, pero luego un tío mío había descubierto que estaba prisionero en el castillo de Montjuic, o sea que no le sorprendió que no estuviera muerto. Tenía mucho sentido del humor mi madre y solíamos hacer muchas bromas con esto. Había recibido decenas de cartas dándole el pésame por mi muerte”, relata. “Eso sí, volví hecho polvo porque en Montjuic había perdido lo menos 20 kilos y todo lo que comía, lo vomitaba”.
“Un día, el alcalde de Teruel me dijo que en el cementerio había una lápida con mi nombre y fui a verla y efectivamente, allí decía: Eugenio Azcárraga Vela, caído por Dios y por España. Es verdad que pude haber arreglado el error, pero por entonces yo era muy joven y no me paraba a pensar esas cosas. Mi madre me dijo que lo arreglara porque le daba pena que la gente pasara por allí, viera la tumba sin flores y pensara que no me querían, pero fui a hablar con el sacerdote y me dijo que esperara, así que durante algunos años, solía gastarle bromas a mis amigos llevándoles a ver el monumento más importante de Teruel, mi lápida. Hasta que un día fui, y ya no estaba. El enterrador me dijo: 'Esas tumbas de los que no reclamaron las familias las han llevado al Valle de los Caídos'. Nos habían trasladado [a los muertos en Teruel] poco antes de la inauguración del monumento. Fui a verlo unos años después y efectivamente, allí estaba mi nombre. Columbario 1718. No le dije nada a nadie. Ahora hubiese puesto más interés, pero entonces seguían interesándome más las mujeres que la política. Pero sí, me hizo gracia verme allí”.
Pese a haber estado inscrito como muerto en el cementerio de Teruel primero, y en el Valle de los Caídos después, Eugenio Azcárraga mantuvo siempre su documentación oficial y jamás se le planteó un problema.
Al terminar la Guerra Civil, pensó en seguir con la carrera militar. “Estuve una temporada en los regulares de caballería en África, en una zona de nieves perpetuas, Muluya, así que pasé frío en África. Después, un tío mío me convenció de que el Ejército pagaba muy mal y que cuando me casara iba a ser un lío andar con los niños de aquí para allá, así que lo dejé. Me dediqué a trabajar en una empresa de exportación de materiales refractarios y la verdad es que me fue muy bien. He estado en los cinco continentes, y en sitios muy raros, como Irán, Irak, Ciudad del Cabo, Brunei...”
Adonde no volvió es al Valle de los Caídos. La propuesta anunciada esta semana por el Gobierno en funciones de exhumar los restos de Franco le parece “un disparate”. Por el momento elegido para “dejarle el muerto” al Gobierno que viene, y porque “no tiene sentido discutir sobre un pasado tan penoso como la Guerra Civil”. “Yo lo dejaría como está. Las guerras civiles son todas absurdas y la nuestra también lo fue. Dependiendo de en qué sitio estuvieras, te tocaba de un bando o de otro y pasaban esas cosas absurdas como que dos hermanos estuvieran luchando entre ellos o que un gallego estuviera pegando tiros en Teruel. Nos matábamos unos a otros. Hay que olvidar. Y que conste que yo luché en el lado franquista, pero creo que Franco se equivocó al 100% con la represión posterior. Después de haber ganado, matar a tantísimas personas siempre me ha parecido una animalada. Pero a mis nietos, me gusta hablarles de natación, de vela... no de mis batallitas de la guerra”.
Eugenio Azcárraga sí comprende que haya familias de republicanos enterrados hoy junto a Franco en el Valle de los Caídos que reclamen los restos para enterrarlos lejos del verdugo. “Entiendo ese deseo y deberían facilitárselo en la medida de lo posible, aunque yo estas cosas las veo de otra manera, un poco más moderna. Yo nunca he ido al cementerio a dejarle flores a mi madre el 1 de noviembre o esas cosas. Creo que no sirve de nada. Sirve que me acuerde de ella. Eso sí”.
"El Gobierno ha hecho el ridículo"
Lo intentaron muchos y lo consiguieron muchos menos. No se sabe con certeza cuantos. Una de esas fugas de presos del Valle de los Caídos, la de Nicolás Sánchez Albornoz el 8 de agosto de 1948 con Manuel Lamana se llevó al cine (Los años bárbaros, Fernando Colomo). Porque fue de película: en el coche del escritor Norman Mailer, con Paco Benet, la hermana de este y Bárbara Probst Solomon. Les pararon decenas de veces en su huida e incluso se les averió el coche, pero ningún guardia pensó que aquella estampa fuera algo distinto a lo que parecía: dos jóvenes españoles que habían ligado con dos jóvenes americanas.
Han pasado 63 años. Con 85 cumplidos, Nicolás Sánchez Albornoz, hijo del también historiador Claudio Sánchez Albornoz, está indignado por la forma en que el Gobierno en funciones ha presentado un plan para el Valle de los Caídos. “Dicen que esperan que Rajoy no meta el informe de la comisión de expertos en un cajón, cuando su desidia sobre el asunto ha sido absoluta. Todos los Gobiernos democráticos han tenido la oportunidad de resolver este asunto y no lo han hecho. Entiendo que el de González no lo hiciera, porque estaba muy reciente todo, pero este ha tenido ocho años y una ocasión de oro con la Ley de Memoria Histórica. Han hecho el ridículo”.
Le gusta el plan de los expertos, pero está convencido de que Rajoy no lo va a ejecutar. “Mientras tanto”, dice, “confío en la naturaleza. Que haga lo que tenga que hacer sobre ese atentado ecológico”. Sobre los restos de Franco, cree que lo correcto sería entregárselos a la familia. “No soy partidario de hacer como Angela Merkel, que ha tirado al mar las cenizas del lugarteniente de Hitler”.
No ha vuelto al Valle de los Caídos desde que se fugó y no piensa hacerlo. “Para mí, Franco es el hombre que me estropeó la vida, y Cuelgamuros, el sitio que se construyó por megalomanía. Se gastó una barbaridad de dinero en levantar ese monstruo cuando la gente vivía en chabolas. Ese monumento es hacer el ridículo delante de Europa porque ningún país europeo tiene monumentos faraónicos para sus dictadores”.
En su consejo de guerra le condenaron a seis años de prisión por pertenencia a organización clandestina, la FUE (Federación Universitaria Escolar). “El fiscal había pedido la mitad”, recuerda. “Pensé en fugarme incluso antes de llegar a Cuelgamuros”. Tuvo la suerte de que le ubicaron de escribiente en la oficina. “Hacía los planillos de los recuentos de presos, cada tres horas. Había tres destacamentos: los que trabajaban en la construcción de la carretera, sin una sola máquina; los del monasterio y los que horadaban la cripta. Unos 800 en total. No todos eran presos políticos. Mi vecino de litera era un mallorquín encantador que había matado a un italiano”.
Está convencido de que las obras de construcción del Valle fueron “un gran negocio”. “Las constructoras nos tenían alquilados. El Régimen cobraba 10,50 pesetas y por nuestra manutención decían que pagaban cinco”. Todavía le hace gracia releer el expediente de su fuga, que recuperó hace poco, y en el que presos interrogados se muestran sorprendidísimos de que alguien quiera fugarse de allí: “El trato es inmejorable”, dicen. Según la propia literatura franquista, murieron 14 en las obras.
Pero lo que más le hace reír, todavía, es un encontronazo, al año siguiente de la muerte de Franco, con uno de los guardias civiles que le persiguió por la sierra el día de su fuga. “Trabajaba en un archivo y se negó a darme unos papeles. La directora me explicó que aún recordaba las ampollas que le habían salido aquel día por mi culpa”.
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