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La agenda global de educación descarrila

Las metas de la ONU en materia educativa están estancadas o en abierto retroceso en los últimos años. Y no parece que la escolarización de los más vulnerables sea una prioridad de financiación para los países donantes ni para los receptores

Jaliyapalong
Una niña lee en su casa utilizando una luz de energía solar en Jaliyapalong, Cox's Bazar, Bangladés.Farhana satu (Unicef)
Gonzalo Fanjul y Gonzalo Sánchez-Terán

En la nación más joven del mundo, el futuro está gripado. Poco más de una década después de la cruenta independencia del país, 7 de cada 10 niños sursudaneses permanecen todavía sin escolarizar. La mayoría de quienes disfrutan ese privilegio lo hacen en escuelas desplegadas bajo los árboles o en chamizos temporales donde el calor y los insectos conspiran con la malnutrición, atrapando a las nuevas generaciones en niveles medievales de pobreza e ignorancia. Solo un tercio de sus maestros ha recibido algún tipo de capacitación formal y el desarrollo del curso se ve interrumpido regularmente por las embestidas violentas de las milicias y el clima, que fuerzan el desplazamiento temporal o definitivo de las comunidades.

Sudán del Sur es un reflejo de la carrera de obstáculos en la que se ha convertido el Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) número cuatro de la ONU, que promete “garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos”. Cuando las delegaciones del mundo entero se den cita en Nueva York el próximo mes de septiembre para evaluar la Agenda 2030 a medio camino, este sector debería hacer saltar las alarmas. Los principales indicadores de educación –como el acceso universal a la formación primaria y secundaria, la educación preescolar o la capacitación técnica– se han estancado o incluso han retrocedido desde el nacimiento de los ODS, hace ya ocho años.

Sarah Seluwa habla con sus hijos antes de llevarlos a la escuela en Juba (Sudán del Sur) tras la reapertura de las aulas después de la pandemia de covid-19.
Sarah Seluwa habla con sus hijos antes de llevarlos a la escuela en Juba (Sudán del Sur) tras la reapertura de las aulas después de la pandemia de covid-19.Andreea Campeanu (Getty Images)

Una crisis agudizada por la pandemia

La covid-19 ha obligado a reconsiderar planes, recursos y aspiraciones, también los educativos. El aldabonazo súbito de la pandemia dejó en abril de 2020 a 1.600 millones de niños y niñas fuera de la escuela y a 369 millones sin acceso a los comedores escolares de los que dependía su alimentación básica. Los datos más recientes de la agencia de la ONU para la educación (Unesco) –recogidos en un estudio de la consultora McKinsey– muestran una pérdida media de 12 meses de aprendizaje en Asia del Sur y América Latina y el Caribe, y algo menos de la mitad en Asia del Este, Oriente Próximo y África. La crisis se ha cebado de manera desigual en las poblaciones con menos recursos, en las regiones rurales y en los colectivos que ya estaban varios pasos atrás en sus niveles de educación, como las mujeres. Según el mismo estudio, la pérdida acumulada anual que la economía internacional asumirá en 2040 si no se corrige este salto atrás será de casi un punto porcentual del PIB global (1,46 billones de euros).

Pero sería una ingenuidad peligrosa asumir que los problemas empezaron con la pandemia. Un arranque de siglo espoleado por avances constantes en escolarización fue seguido por años de recortes y de castigos a programas tan esenciales como el de la educación preescolar. Justo antes de la crisis sanitaria, cerca de 300 millones de niños y niñas se encontraban ya fuera de la escuela y sin perspectivas de entrar en ella. En julio de 2019, los responsables de la Unesco alertaban sobre el estancamiento del ODS 4 y la posibilidad de terminar esta década como la empezamos. La propia Comisión Internacional para la Educación –liderada por el ex primer ministro británico Gordon Brown y formada por expertos de todo el planeta– pronosticaba en 2016 el fracaso de la comunidad internacional y la posibilidad de que 825 millones de jóvenes se incorporasen a la edad adulta en 2030 sin las competencias lectoras, matemáticas y digitales más elementales.

Un arranque de siglo espoleado por avances constantes en escolarización fue seguido por años de recortes y de castigos a programas tan esenciales como el de la educación preescolar

El análisis de los datos sugiere un mapa de la educación global cuarteado por una doble brecha: la que divide a los países más pobres de los más prósperos; y la que establece diferencias fundamentales en la calidad de la educación y en los resultados de la experiencia de aprendizaje, más allá del nivel de renta. China, por ejemplo, tenía en 2015 una renta per capita media similar a la de Indonesia, Sudáfrica o República Dominicana, pero su indicador de resultados educativos era entre un 40% y un 65% más alto que el de aquellos. Este gráfico refleja una fotografía estadística del arranque de la Agenda 2030:

La explicación de estas y otras diferencias en el progreso educativo derivan, en parte, de variables como la existencia y calidad de las infraestructuras escolares, la formación del profesorado y la posibilidad misma de asistir y permanecer en las clases. Pero estas variables educativas están imbricadas en otros factores de los que dependen y a los que influyen. Tres destacan por encima de cualquier otro y en ninguno nos va bien: los niveles de malnutrición, la brecha de género y la protección de los menores frente a los conflictos y la explotación laboral. Los retrocesos observados en cada uno de estos ámbitos no solo dificultan la inclusión educativa de niños, niñas y jóvenes, sino que consolidan círculos viciosos en los que la falta de educación se traduce en vidas menos sanas, equitativas y seguras.

El drama de los refugiados, un drama infantil

Cerca de la mitad de los más de 100 millones de seres humanos que a día de hoy se han visto obligados a abandonar sus casas por causa de la violencia y los conflictos son niños y niñas en edad escolar. El drama de los refugiados es, por encima de todo, un drama infantil. Un tercio de esos chavales no pondrá jamás un pie en una escuela primaria, poco más de un tercio alcanzará la secundaria y ni siquiera el 7% recibirá educación superior. Para un sistema de asistencia global con 75 años de vida, esto es un fracaso que consume el futuro de una generación tras otra.

Los niños y niñas que habitan en campamentos de refugiados saben que, en el improbable caso de que completen su ciclo escolar, difícilmente dispondrán de oportunidades laborales, ya que los campamentos confinan más que protegen. Según el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (ACNUR), el 70% de los refugiados viven en países que limitan o deniegan sus derechos laborales. Para los críos que crecen en ciudades, la situación a menudo es aún peor: la necesidad de pagar por el alojamiento y la comida en un entorno frecuentemente hostil los empuja a buscar trabajos en la economía informal.

Un tercio de los niños refugiados no pondrá jamás un pie en una escuela primaria, poco más de un tercio alcanzará la secundaria y ni siquiera el 7% recibirá educación superior

La violencia es solo uno de los motivos que obligan a las personas a dejar sus tierras. Las crisis climáticas están devastando regiones a un ritmo acelerado, forzando a comunidades enteras a desplazarse en busca de alimento. La sequía que padece Somalia tras cinco años de temporadas de lluvia fallidas afecta a 2,4 millones de niños y niñas en edad escolar. El año pasado 250 escuelas tuvieron que cerrar en las zonas más castigadas por la falta de agua y cultivos.

Los problemas que sufre cualquier escuela de un país pobre –infraestructuras insuficientes o inadecuadas, aulas atestadas, profesores mal pagados y a veces poco cualificados, y niños mal alimentados– se multiplican en las crisis humanitarias. La respuesta de la comunidad internacional sigue siendo insuficiente. La educación es uno de los sectores peor financiados en las intervenciones humanitarias: en 2021 solo el 22% de las necesidades para proyectos educativos presentadas por Naciones Unidas fueron cubiertas. Y tres cuartas partes de las familias refugiadas languidecen en países de renta media y baja, sin que las naciones ricas permitan que un número significativo acceda a programas de reasentamiento o a visados educativos.

Alumnos en un aula para niños desplazados en la República Democrática del Congo.
Alumnos en un aula para niños desplazados en la República Democrática del Congo. Josue Mulala (Unicef)

La Agenda 2030 tiene un precio

“Romper el círculo vicioso de menos aprendizaje, más pobreza y peor nutrición”. El desafío lo pone en palabras Kevin Watkins, exdirector del informe Unesco y de Save the Children UK, además de asesor de la Comisión para la Educación–. Para lograrlo, él y otros expertos proponen focalizarse en tres prioridades: impulsar la escolarización de los niños, incluyendo los que se encuentran desplazados; fortalecer los incentivos para mantenerlos en la escuela; y reforzar la cantidad y calidad del profesorado. Cada una de estas aspiraciones está sujeta a mayores compromisos de financiación.

La primera y la segunda de las tres prioridades son dos caras de las misma moneda. Alrededor de 258 millones de niños se encuentran en este momento fuera de la escuela. La inmensa mayoría corresponden a grados de educación secundaria básica y superior, pero la friolera de 58 millones no tiene acceso a la educación primaria. En lugares como los campamentos de refugiados, la solución pasa por incrementar y adaptar los recursos educativos disponibles. El Banco Mundial estimó en tan solo 4.450 millones de euros anuales el coste de todas las necesidades educativas de primaria y secundaria de los niños y jóvenes refugiados en países de ingreso bajo y medio. Para 36 de los 65 países estudiados, el esfuerzo necesario sería de menos del 1% de su gasto anual en estos niveles de educación.

Una vez escolarizados, se trata de reducir las tasas de abandono escolar, que pueden ser de hasta un 17% en África subsahariana y que afectan de manera desproporcionada a las niñas en educación secundaria, expulsadas por los matrimonios forzados, el trabajo doméstico y la inercia cultural. Frente al abandono, la experiencia demuestra la eficacia algunas intervenciones, como los comedores escolares y las transferencias de efectivo a cambio de escolarización. Estos programas tienen la virtud de atraer a nuevos alumnos, reducir las tasas de abandono y mejorar el aprendizaje, entre otros beneficios. La iniciativa Midday Meals de la India –la mayor del planeta, con 120 millones de beneficiarios– no solo ha logrado una reducción de entre el 13% y el 32% en el retraso del crecimiento por desnutrición, sino que se ha traducido en tasas más bajas de abandono escolar y en matrimonios más tardíos. A través de la iniciativa School Meals Coalition (Coalición para las Comidas Escolares), estos beneficios podrían extenderse a 73 millones de niños y niñas en algunos de los países más pobres.

La educación es uno de los sectores peor financiados en las intervenciones humanitarias

La formación y calidad del profesorado supone la tercera de las prioridades en juego. Ni el número de profesionales de la enseñanza es suficiente para hacer frente a los retos de la educación, ni su calidad está a la altura de las circunstancias en demasiadas regiones del mundo. La Unesco ha estimado en 69 millones el número de formadores adicionales imprescindible para reemplazar a los que se retirarán, expandir los servicios educativos y cumplir los objetivos de educación universal en 2030. Dos terceras partes de estos profesionales serían necesarios en la educación secundaria –lo que supone un esfuerzo añadido de formación– y uno de cada cuatro debería trabajar en África subsahariana, donde el déficit de profesionales es más acuciante.

¿Cómo pagar una factura que se ha disparado tras la covid y que compite con una larga lista de prioridades? La Comisión de Educación propuso en 2016 una Facilidad Financiera Internacional para la Educación que movilizase 10.000 millones de dólares anuales (9.170 millones de euros) para la financiación del ODS 4, lo que supone casi doblar los 12.100 millones de dólares de ayuda internacional destinados en 2021 a este sector. Este mecanismo innovador utiliza las donaciones y las garantías de los donantes para conseguir préstamos blandos dirigidos a la educación primaria y secundaria.

Sin embargo, la propia Unesco eleva a 200.000 millones de dólares anuales (183.000 millones de euros) la brecha de financiación de este Objetivo de Desarrollo Sostenible tras la covid-19. Incluso considerando que este esfuerzo es una inversión antes que un gasto, la diferencia es abrumadora y las perspectivas de cerrarla antes de 2030 son escasas. Si los donantes responden muy por debajo de sus capacidades, los propios países de ingresos bajos y medios no parecen estar tampoco a la altura: frente al compromiso de la Declaración de Incheón (Corea del Sur, 2015) de dedicar al menos el 15%-20% del gasto público a la educación, el nivel real es del 3,8%.

El dinero no lo es todo en el ODS 4, pero constituye un imprescindible punto de partida y un termómetro de la voluntad política. En plena escalada del gasto militar como consecuencia de la invasión rusa de Ucrania y después de haber presenciado la mayor expansión fiscal de la historia en respuesta a la pandemia, la incapacidad de los países donantes y receptores para comprometerse económicamente con la educación del planeta envía un mensaje desasosegante. Pero ni la paz ni la recuperación serán posibles en un mundo iletrado.

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