Lo que hacen los pobres con nuestras estadísticas
Pese a que el mundo esté muchísimo mejor que hace cien años, nunca en la historia de la humanidad hubo, según el autor, un momento en que los vulnerados sintieran de manera tan sólida sus agravios
Llevamos más de 20 años viviendo en el país de la piruleta. Contándonos el mundo de tal manera que pareciera que se encaminaba irremediablemente hacia el fin de la pobreza. Y en el trayecto, aunque en el vagón de cola, los pobres del planeta nos acompañaban en silencio esperando que, por la inercia de la locomotora económica, acabasen por llegar también, con algunas bajas, esto es inevitable, a las costas de arena blanca de esa tierra prometida.
Y, ¿cómo nos convencimos de esto? Pues muy fácil, construimos estadísticas. Confesémoslo: no hay nada que nos ponga más a los intelectuales del mundo civilizado que una erecta gráfica que apunte irremediablemente hacia el infinito. Entonces, datos en mano, difundimos la buena nueva para que el mundo reinterprete sus miserias de acuerdo con nuestros datos: “La pobreza extrema ha descendido en un 36% en los últimos 20 años”, “Un pobre en Europa vive hoy mejor que el Rey Sol en el siglo XVII”, proclamamos algunos henchidos de orgullo por los logros no intencionados obtenidos de nuestras bases de datos. Como si a los pobres del planeta les importase cómo vivía un rey de Francia o cuantos miserables comparten su destino. Pues bien, hoy hay en el mundo, según un nuevo informe de Oxfam, 260 millones más de pobres que se limpiarán el trasero con nuestras estadísticas.
Siempre me he preguntado para qué sirven estos datos. Para entender el mundo no, desde luego. Si fuera así, el indicador de la pobreza extrema hubiera desaparecido el día uno tras la peregrina invención de Martin Ravallion, que nunca defendió su pertinencia como un indicador válido para medirla. Entonces, ¿para qué? Nietzsche nos diría que para construir una verdad. Y nos preguntaría entonces: ¿a quién beneficia esa verdad? A los pobres no, desde luego. Y no hablo de los casi mil millones de personas que no pueden comprarse ni un kilo de arroz al día (a esto le llamamos pobreza extrema), sino a los miles de millones de personas que perciben que su vida, sencillamente, no merece ser vivida. A los ricos, sin embargo, nos genera tranquilidad y acaba por edulcorar la conciencia de aquellos susceptibles de querer provocar el cambio: contribuye, pues, a mantener el status quo y fijar una imagen lineal del desarrollo como si este fuera una sucesión de acontecimientos que siguen el único camino posible. ¡Seguid esperando, pobres del planeta, que llegará vuestra hora!
Entender esta dicotomía de la percepción de la injusticia y la realidad es clave si queremos entender por qué los de abajo apoyan a las lepen, los bolsonaro, los castillo o a los abascales de turno...
Si en algo se manifiesta el privilegio de las clases altas es en la posibilidad de entender el mundo a través de la ciencia. La comodidad es lo que tiene: nos permite dedicar tiempo a entender lo que nos rodea y buscar explicaciones a cualquier disonancia que encontremos a nuestro alrededor. El resto no puede permitírselo: debe interpretar su verdad sobre la base de su propia realidad. “En el volver a las cosas mismas”, que diría Husserl, desprendiéndose de los análisis científicos sobre la realidad y centrándose en la experiencia vivida. Y no sabéis qué difícil es entender una realidad del mundo que contrasta completamente con esa experiencia de vida. O sí, aún resuena el “dónde estarán los pobres” del lúcido consejero de asuntos sociales de la Comunidad de Madrid. Ni siquiera las estadísticas sirven cuando vivimos en el Barrio de Salamanca.
Y en ese volver a las cosas mismas, la pobreza cambia sustancialmente de traje. Porque hoy, pese a que el mundo esté muchísimo mejor que hace cien años, pese a que la pobreza extrema haya descendido de manera constante durante dos décadas (y ahora repunta), pese a que los dioses del factfulness se empeñen en mostrarnos cómo el mundo se dirige de manera irremediable hacia la utopía, lo cierto es que nunca en la historia de la humanidad hubo un momento en que los pobres se sintieran tan pobres y los vulnerados sintieran de manera tan sólida sus agravios.
Para prueba, otro dato: según la encuesta europea de calidad de vida, a mayor percepción de desigualdad, menor satisfacción con tu vida. Ser pobre, de nuevo, es una percepción por comparativa. Y esto tiene una trascendencia crucial a la hora de entender el actual panorama de polarización en el que vivimos: mientras que los de arriba intentan convencer al mundo de una visión cartesiana y cientificista de la realidad (que curiosamente coincide a pies juntillas con su experiencia vital), los de abajo se la explican a través de sus percepciones y experiencias del día a día. Y la pobreza, amigos, se adhiere a la piel hasta fundirse con ella. Y la percepción de injusticia aumenta con cada gesto, con cada pequeña discriminación sentida, hasta degenerar en rabia. Entender esta dicotomía de la percepción de la realidad es clave si queremos entender por qué los de abajo apoyan a las lepen, los bolsonaro, los castillo o a los abascales de turno. Reacciones contra un establishment que sigue hablando para sí mismo, mientras el resto del mundo se muere, casi literalmente, de hambre.
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