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G-20
Tribuna
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De qué manera el G-20 podría ayudar a eliminar el hambre y la pobreza extrema

Más de 100 países quieren sumarse a la alianza global, con Lula da Silva al mando, que apunta a cambiar el rumbo de lo que hasta ahora ha venido siendo una batalla perdida para alcanzar los ODS

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Una persona sin hogar come un plato que le ha proporcionado un centro de distribución de alimentos durante un cierre parcial de la ciudad de Río de Janeiro a causa de la pandemia el 26 de marzo de 2021.Buda Mendes (Getty Images)

El G20 es un defensor improbable de la justicia social. El periodista del Financial Times Alan Beattie, remarcando la falta de una clara dirección del grupo, lo compara en su libro ‘Who’s in Charge Here?’ (¿Quién manda aquí?) con un “caballo de pantomima manejado por un grupo de payasos”. Pero la presidencia de Brasil ofrece una oportunidad para cambiar esta percepción.

Con el presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, al mando, el G-20 está listo para convertirse en la plataforma de lanzamiento de una iniciativa histórica para enfrentar el hambre, la pobreza y la desigualdad extrema. La Alianza Global contra el Hambre y la Pobreza, que se lanzará en noviembre, apunta a cambiar el rumbo de lo que hasta ahora ha venido siendo una batalla perdida para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de las Naciones Unidas.

Basada en parte en la propia campaña de “hambre cero” de Brasil, quizá la mayor historia de éxito de desarrollo humano del siglo XXI, la Alianza apunta a movilizar el financiamiento y el liderazgo necesarios para ayudar a que se logren los ODS. Más de 100 países han manifestado su intención de sumarse. ¿Pero qué es lo que marcará una diferencia?

El G-20, fundado en 1999, se concibió como un foro para los países industrializados y en desarrollo donde discutir y coordinar políticas destinadas a garantizar la estabilidad financiera, reduciendo la división entre el Norte y el Sur Global. La agrupación tiene mucho músculo político y económico; sus miembros representan más del 80% de la producción económica del mundo y dos tercios de su población. Lo que no ha habido es una sensación de dirección estratégica y propósito compartido. El grupo alcanzó el zénit de su influencia en 2009, cuando el entonces primer ministro del Reino Unido, Gordon Brown, utilizó la cumbre de sus líderes para negociar un acuerdo financiero gigantesco que evitó una recesión global. Desde entonces, ha venido cayendo sostenidamente en la irrelevancia.

Brasil hoy plantea un desafío para esta inercia. Aún antes de asumir la presidencia del G20, Lula anunció la creación de una fuerza de trabajo para desarrollar mecanismos de financiamiento innovadores

La agenda en constante expansión del G-20 es parte del problema. Más allá de las finanzas y de la banca, el diálogo del grupo hoy abarca todo desde la inteligencia artificial hasta las criptomonedas, las guerras en Gaza y Ucrania, el cambio climático y los ODS. Sin embargo, es difícil identificar una única área en la que el G-20 haya marcado una diferencia tangible. Su moneda preferida no son planes viables respaldados por un liderazgo político, sino comunicados anodinos que pretenden disimular las diferencias políticas.

Brasil hoy plantea un desafío para esta inercia. Aún antes de asumir la presidencia del G-20, Lula anunció la creación de una fuerza de trabajo para desarrollar mecanismos de financiamiento innovadores a través de los cuales el grupo pueda respaldar programas nacionales de reducción de la pobreza que no cuentan con fondos suficientes. Hábilmente liderado por funcionarios brasileños, el diálogo resultante ha cobrado terreno dentro de la Alianza.

Pocos países están mejor equipados para liderar una acción concertada para combatir el hambre que Brasil. Durante su primera presidencia del 2003 al 2010, Lula lanzó una campaña monumental para erradicar la pobreza y el hambre en Brasil, que incluyó el programa de transferencia de efectivo Bolsa Família, políticas para ayudar a la agricultura minifundista, un salario mínimo más alto e inversión en atención médica básica. Un programa escolar a nivel nacional proporcionó comidas nutritivas a más de 40 millones de niños. De manera crítica, el Consejo Nacional para la Seguridad Alimentaria brindó un liderazgo coordinado, derribando silos ministeriales y facilitando la participación pública.

Si las tendencias actuales continúan, alrededor de 600 millones de personas vivirán en una situación de extrema pobreza para fines de esta década —más del doble que la meta de las Naciones Unidas—

En los diez años posteriores al lanzamiento de la campaña “hambre cero”, el crecimiento económico y las políticas redistributivas del gobierno permitieron que cerca de 30 millones de brasileños salieran de la pobreza. Dado que la cantidad de brasileños desnutridos cayó de 19 millones a tres millones, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura retiró a Brasil de su “mapa del hambre mundial”.

Desafortunadamente, los logros tuvieron corta vida. El hambre y la pobreza aumentaron drásticamente con el recorte de los programas sociales por parte de la administración de derecha de Jair Bolsonaro. Pero el péndulo ahora ha oscilado en la dirección opuesta. Poco después de asumir la presidencia nuevamente en enero de 2023, el flamante gobierno de Lula lanzó su iniciativa Brasil Sin Hambre, un esfuerzo ambicioso por erradicar la grave inseguridad alimentaria en el lapso de cuatro años.

Hoy hace falta un nivel similar de ambición para alcanzar los ODS. Si las tendencias actuales continúan, alrededor de 600 millones de personas vivirán en una situación de extrema pobreza para fines de esta década —más del doble que la meta de las Naciones Unidas—. El progreso hacia la erradicación del hambre se ha revertido. El secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, ha advertido que, sin una acción urgente, la agenda de los ODS “se volverá el epitafio para el mundo que podría haber sido”.

La Alianza Global contra el Hambre y la Pobreza del G-20 podría evitar este desenlace. En un informe reciente para la presidencia del G-20 del cual soy autor junto con Kathryn Nwajiaku-Dahou y Hetty Kovach, delineamos estrategias que podrían ayudar a replicar el éxito de Lula en Brasil a escala global.

Como primer paso, el G-20 podría valerse de toda su fuerza para respaldar los esfuerzos destinados a aumentar el financiamiento para el desarrollo internacional con miras a reducir el hambre y la pobreza. Calculamos que el financiamiento actual es de apenas 75.000 millones de dólares al año. En lugar de debatir eternamente sobre los ODS, el G-20 podría implementar reformas, recomendadas por su propio grupo especial de expertos, que aumentarían el crédito concesional en 180.000 millones de dólares utilizando el sistema de bancos multilaterales de desarrollo de manera más efectiva.

El alivio de la deuda es otra prioridad. Más de 80.000 millones de dólares este año saldrán de los países en desarrollo más pobres en concepto de pago de deuda, gran parte de los cuales irán a parar a manos de acreedores comerciales. Estos pagos superan el gasto en salud, alimentación y educación. La iniciativa de deuda actual del G-20 no ha logrado hacer frente a la cuestión, pero la organización podría desempeñar un papel importante a la hora de convertir deudas impagables en inversiones en la gente.

Más de un tercio de los niños en los países de ingresos bajos y medio-bajos pasan hambre. Darles a estos niños comidas escolares nutritivas ayudaría a reducir la desnutrición, aliviar la pobreza y mejorar el aprendizaje

A pesar de la polarización extrema de hoy, la lucha contra la desnutrición le da al G-20 una causa integradora -y una opción política práctica-. Consideremos, por ejemplo, la desnutrición infantil. Más de un tercio de los niños en los países de ingresos bajos y medio-bajos pasan hambre. Darles a estos niños comidas escolares nutritivas ayudaría a reducir la desnutrición, aliviar la pobreza y mejorar el aprendizaje. Un compromiso de ayuda global de unos 1.500 millones de dólares podría solventar los esfuerzos nacionales que extenderían el alcance de las comidas escolares a cientos de millones de niños más, reemplazando el hambre por esperanza.

Sin embargo, el financiamiento inadecuado es solo una parte del problema. Como demuestra nuestro informe, la arquitectura de suministro de ayuda es fragmentada, ineficiente e irremediablemente obsoleta. Se entrega demasiada ayuda a través de proyectos y fondos multilaterales no coordinados que priorizan las agendas de los donantes -y el control de los donantes- por sobre las necesidades prácticas. Al aunar recursos y establecer objetivos antipobreza y de reducción del hambre que estén claramente definidos, los países del G-20 podrían aumentar la eficiencia, reducir los costos transaccionales y fortalecer la responsabilización nacional.

En un discurso de 2006 ante las Naciones Unidas, Lula observó: “Si con tan poco hemos hecho tanto en Brasil, imaginemos lo que se podría hacer a escala global si la lucha contra el hambre y la pobreza fuera una prioridad real para la comunidad internacional”. La Alianza Global contra el Hambre y la Pobreza le ofrece al G-20 la oportunidad de ir más allá de imaginar un futuro mejor y ayudar a crearlo.

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