La vida en una clínica clandestina para combatientes de la resistencia de Myanmar
Jóvenes rebeldes se recuperan de sus heridas en un centro de rehabilitación en la frontera con Tailandia, mientras el conflicto alcanza un punto de inflexión por los avances de una coalición de grupos étnicos
Cuando Soe Myint perdió el ojo izquierdo en un tiroteo, pensó que se había acabado el sueño de su vida, que era ser tatuador. Este joven de 32 años, que prefiere utilizar un nombre ficticio, dejó su trabajo en un estudio de tatuajes de Yangón, la capital económica de Myanmar, y se alistó en la Fuerza de Defensa del Pueblo (FDP) dos meses después de que los militares arrebataran el poder al Gobierno civil en un golpe de Estado, en febrero de 2021. “Cuando las balas me alcanzaron, lancé un grito a mi comandante”, recuerda, y muestra un vídeo de la batalla en su teléfono móvil. Su superior le puso a salvo y, desde la frontera, pudo cruzar a Tailandia, a un hospital cercano.
El conflicto de Myanmar está llegando a un punto de inflexión desde que una coalición amplia de rebeldes lanzó una gran ofensiva el pasado octubre. “El ejército ha sufrido una serie de derrotas en el campo de batalla frente a las fuerzas de la oposición y está perdiendo rápidamente el control de la periferia del país”, afirma un informe de Crisis Group publicado el 30 de mayo. A medida que los grupos rebeldes consolidan su control, “un régimen débil se aferra al poder y lanza ataques aéreos de venganza sobre los territorios que han perdido”, añade el análisis, que vaticina una mayor fragmentación territorial. El pasado febrero, el ejército birmano impuso el reclutamiento obligatorio, lo que ha llevado a muchos jóvenes a intentar huir a Tailandia, que comparte con Myanmar una porosa frontera de 2.401 kilómetros.
El centro de rehabilitación donde Soe Myint ha pasado los dos últimos años alberga actualmente a 130 personas. Hace meses que superó su capacidad máxima. Como sus pacientes son casi exclusivamente miembros de la FDP, está obligado a funcionar en la clandestinidad por razones de seguridad. El centro cuenta con una residencia, una cocina y un gimnasio donde los pacientes entrenan a diario con la ayuda de dos fisioterapeutas. La mayoría de los ingresados son muy jóvenes y reciben tratamiento por lesiones en la cabeza y en la columna vertebral o por amputaciones como consecuencia de tiroteos, ataques aéreos y minas terrestres.
Tras varios meses de tratamiento, Soe Myint fue trasladado a un centro de rehabilitación en la misma zona. Estaba vivo, pero había perdido para siempre la vista de un ojo. “Cuando intenté volver a dibujar un tatuaje, las líneas no eran rectas. Suponía un gran problema para mí”. Pero no se rindió. “Lo intenté una y otra vez y, al cabo de un tiempo, me sentía cómodo dibujando”. Ahorró dinero para comprar una pistola de tatuar nueva. El primer tatuaje que realizó tras el accidente fue un retrato del comandante que le salvó la vida.
Soe Myint nació con un talento natural para el dibujo. Las paredes de su habitación en el centro de rehabilitación están empapeladas con sus pinturas, muchas de las cuales muestran el saludo con tres dedos que se convirtió en símbolo de las protestas prodemocráticas en Myanmar. Tiene también un pequeño estudio, donde tatúa a sus compañeros de la FDP y enseña dibujo a algunos de ellos. “Cuando la gente dibuja, su mente se relaja”, dice. “Se sienten contentos, así que yo también estoy contento”.
El ejército ha sufrido una serie de derrotas en el campo de batalla frente a las fuerzas de la oposición y está perdiendo rápidamente el control de la periferia del paísCrisis Group
Sein Win, de 24 años, que también usa un seudónimo para proteger su identidad, como el resto de los protagonistas de este reportaje, resultó herido por una bala en julio del año pasado. Desde entonces, se ha sometido a múltiples operaciones para poder volver a caminar. Tiene la parte inferior de la pierna izquierda perforada por una complicada estructura metálica que sostiene el hueso. Está sentado en una cama junto a la ventana, al lado de otro joven combatiente con un brazo amputado. Detrás de ellos, otro paciente yace en una cama oculta tras una cortina. Sufrió una lesión cerebral que le dejó inconsciente tras ser alcanzado por un cañón de tanque.
Casualmente, Sein Win también trabajaba como tatuador en Yangón. Su cuerpo está cubierto de tatuajes y en el cuello tiene uno de una mariposa con las alas desplegadas. Dejó de dibujar cuando se unió a la FDP, pero Soe Myint trata de animarle para que lo retome. “Cuando estás en la selva, tienes que mantenerte fuerte. Como solo pensaba en luchar, mi arte desapareció”, explica Sein Win. “Cuando dibujo, me siento en paz y feliz. Ahora esa sensación de paz mental está volviendo”. Como a muchos de sus compañeros, le gustaría volver a luchar. “De lo contrario, si mi pierna no me lo permite, apoyaré la revolución como pueda”.
“Todo se volvió oscuro”
La novia de Sein Win, Khin Aye, lleva un vestido rojo con un colorido estampado floral. La mujer, de 34 años, ha viajado al centro varias veces desde que su novio resultó herido. La pareja se conoció en Yangón en 2020, cuando Khin Aye visitó a su familia desde Macao (China), donde trabajaba como supervisora de limpieza en un hotel. Esa fue también la última vez que vio a su familia. “Cuando se produjo el golpe, yo ya estaba de vuelta en Macao”, recuerda. “Cuando me enteré de la noticia, fue como saltar a través de un agujero negro. Todo se volvió oscuro”.
La pareja empezó a salir después del accidente de Sein Win. “Hasta entonces, le consideraba un amigo”, cuenta Khin Aye con una sonrisa. “Cuando le visité aquí después del accidente, intimamos más”. El amor trae algo de alegría a un lugar que ve mucho sufrimiento. Es el fin de semana largo de Thingyan, el Festival del Año Lunar de Myanmar, que en 2024 se ha festejado en febrero. Thingyan es una fiesta muy popular que la gente celebra arrojándose agua unos a otros, simbolizando la limpieza del año viejo. “Aquí no tenemos nada que celebrar”, musita Khin Aye. Muchos en Myanmar también boicotearon las celebraciones de Año Nuevo, dejando las calles desiertas en un acto de desafío a la junta.
Si mi pierna no me lo permite [volver a combatir], apoyaré la revolución como puedaSein Win, excombatiente herido
Khin Aye y Sein Win comparten cuencos de curri y dulces pegajosos. Una de las fisioterapeutas, Than Than Htay, se une a ellos. Tras el golpe, dejó su trabajo como responsable de marketing en una empresa cementera y se unió al Movimiento de Desobediencia Civil (MDC). Recibió formación médica en una base militar de la FDP, en el Estado de Karen. “Me daban miedo las armas”, recuerda. Trabaja en el centro desde hace un año. “Estoy disponible 24 horas al día, siete días a la semana”, afirma. “Los pacientes son hermanos y hermanas para mí. A veces nos peleamos, pero somos como una familia”.
En los últimos tres años, el sistema sanitario de Myanmar ha colapsado. Según un informe reciente de Insecurity Insight, una organización que monitorea el número de personas que viven y trabajan en lugares peligrosos, desde el golpe se han producido más de 1.000 ataques contra trabajadores e instalaciones sanitarias. Médicos, cooperantes y otro personal sanitario han sido blanco de ataques por atender supuestamente a los rebeldes o participar en el MDC.
Mientras el sol abrasador roba los últimos rincones de sombra del patio del centro, el grupo de pacientes comparte unos momentos de alegría comiendo, escuchando música en sus móviles y bromeando entre ellos. Ah Mar, la madre del paciente con un brazo amputado, entra en la abarrotada habitación y se sienta frente a la cama de su hijo. Llegó a Tailandia desde Yangón hace aproximadamente un año para cuidarlo. Ella era estudiante cuando se produjo el levantamiento de 1988, y participó en las protestas que acabaron en otro sangriento golpe militar. “Mi recuerdo más fuerte de las manifestaciones es el de un estudiante universitario fusilado por los militares”, rememora. “Se le salían los intestinos del cuerpo”.
Desde su independencia de los británicos en 1948, la historia de Myanmar se ha visto ensangrentada por las dictaduras militares. Sin embargo, ninguno de los presentes tiene la menor duda de que esta revolución será diferente. “Esta joven generación no teme a los militares”, asegura Ah Mar con un atisbo de orgullo en los ojos. “Pase lo que pase, venceremos”.
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