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Cuando la sanidad se convierte en arma de guerra

Trabajadores de la salud de Myanmar aseguran que están siendo atacados intencionalmente por el Ejército para impedir que ofrezcan atención médica en las áreas controladas por los rebeldes

Myanmar salud
Heridos en el Hospital Sop Moei (Mae Hong Son, Tailandia) que huyeron de ataques aéreos en Myanmar en noviembre de 2022.Lillian SUWANRUMPHA (AFP)
Rebecca L. Root Nu Nu Lusan
Karenni (Myanmar) -

Emily y su compañero conducían una unidad móvil sanitaria cerca de la frontera entre Tailandia y Myanmar, el pasado octubre, cuando las fuerzas militares comenzaron a perseguirlos. “En mitad de la ruta, los soldados de la junta nos descubrieron, nos persiguieron, y empezaron a disparar”, recuerda Emily.

La pareja, obligada a abandonar el resto de su unidad, corrió hacia la jungla. Ella acabó recibiendo un disparo en el hombro. Seis meses después, Emily, que no facilita su nombre completo por razones de seguridad, incide en que sigue decidida a prestar atención médica a pesar de los peligros. El trabajo de enfermera de Emily —que antes era directora de hospital— en el Estado de Karenni (Kayah, al este de Myanmar, escenario de algunos de los combates recientes más intensos), le hace correr un riesgo especial. “Están dispuestos a dispararte, a perseguirte y a hacer cosas terribles”, explica refiriéndose a la junta militar, que opina, ataca particularmente a los trabajadores sanitarios.

En 2022, el país registró el tercer nivel más alto de violencia en el mundo, con un número estimado de 20.000 civiles y combatientes muertos en conflictos políticos

Los nuevos datos sobre el seguimiento de la violencia de la asociación de expertos en seguridad Insecurity Insight muestran que el personal sanitario es el blanco más frecuente en Myanmar. Desde febrero de 2021 hasta septiembre de 2022, 750 sanitarios fueron detenidos y hubo 140 redadas en hospitales. En total, 56 sanitarios fueron asesinados. La mayoría de los incidentes se atribuyen a las fuerzas del Consejo de Administración Estatal (SAC, por sus siglas en inglés) de la junta o a las fuerzas policiales dirigidas por la junta. “No se trata de incidentes aislados”, señala Christina Wille, directora de Insecurity Insight. “Son parte de lo que sucede y lo que destruye Myanmar en este momento”.

Aunque algunos ataques son indiscriminados, otros constituyen una táctica deliberada diseñada para evitar que los trabajadores sanitarios presten cuidados médicos, explica Wille. “Son un objetivo muy concreto por el importante papel que desarrollan dentro de las comunidades, por el respeto que estas les tienen y por lo importantes que son para mitigar la violencia, el conflicto y la desintegración de la sociedad”.

Desde que los militares se hicieron con el poder en Myanmar en febrero de 2021, la junta y las fuerzas de oposición libran un sangriento conflicto que ha provocado que miles de personas mueran y que cientos de miles sean expulsadas de sus hogares. En 2022, el país registró el tercer nivel más alto de violencia en el mundo, con un número estimado de 20.000 civiles y combatientes muertos en conflictos políticos. Los asesinatos, las detenciones y las torturas se han convertido en habituales, mientras que la cifra de personas que necesitan ayuda humanitaria asciende a 17,6 millones. La intensidad de la violencia quedó patente el pasado mes de abril. Unas 100 personas murieron después de que el ejército de Myanmar lanzase bombas durante la celebración de un encuentro público en la región noroccidental de Sagaing.

Ataques dirigidos

Más de dos años después del golpe, los representantes del Gobierno de Unidad Nacional (NUG, por sus siglas en inglés, el Gobierno civil en el exilio formado tras el golpe) controlan aproximadamente la mitad del país, en gran parte debido a la fuerza de los grupos armados de resistencia. En total, se calcula que alrededor de 60.000 personas componen más de 250 grupos opositores diferentes, entre ellos las organizaciones armadas étnicas, muchos de los cuales están asociados con la Fuerza de Defensa Popular (PDF, por sus siglas en inglés), el brazo armado del NUG.

Los observadores creen que una de las razones por las que los militares atacan a los trabajadores sanitarios es evitar que la atención médica llegue a las fuerzas de resistencia. Los ataques tienen lugar en todo el país en lugar de concentrarse en un solo lugar, y parecen dirigidos a las propias instituciones, no solo a los profesionales sanitarios. Un médico del Estado de Chin, que pide anonimato por razones de seguridad, cuenta que cuando el personal sanitario logró escapar de un ataque en la ciudad de Matupi, los militares quemaron todos los medicamentos y suministros. “Detuvieron [y mataron] a dos de nuestros sanitarios, otros dos están en la cárcel”, relata.

Chaw Su Aung era una estudiante universitaria antes del golpe, pero dejó sus estudios para ser voluntaria como trabajadora sanitaria con la Fuerza de Defensa Popular. Trabaja en un hospital en una zona liberada en la región de Sagaing, bajo el mando del NUG, y sigue a los soldados de la PDF en combate. Cuando las fuerzas de la junta se enteraron de su participación, incendiaron su casa y su familia se vio obligada a abandonar su hogar.

Una enfermera que trabaja en un campamento de desplazados relata que duerme en un trozo de lona y que no tiene dónde lavarse. “Nos contagiamos de tiña”, asegura

La sanitaria, consciente de los riesgos que conlleva su trabajo, explica que las atrocidades que los militares cometen la animan a hacerlo. “Matan a personas inocentes, violan a mujeres y roban las pertenencias a la gente de nuestra zona. Cuando veo eso, me motiva”, dice. Añade que, aunque tiene miedo cuando corre bajo las balas, siente más preocupación por sus pacientes que por ella misma. “Una vez, cuando me encontraba cerca de una de las aldeas, los militares dispararon artillería pesada contra el lugar y muchas casas ardieron”. Sus compañeros sanitarios y ella siguieron adelante para atender a una anciana que había sufrido quemaduras graves. “Muchas personas se escondían cerca del muro de ladrillos. No nos importaba, buscábamos a los heridos”. Una enfermera voluntaria de 58 años de Loikaw, la capital del Estado de Karenni, que también pide permanecer en el anonimato por razones de seguridad, cuenta que intentó prestar atención sanitaria bajo la artillería pesada. “Conseguimos atender a una persona, pero los militares siguieron disparando, creo que durante cuatro días, y tuvimos que irnos”, recuerda. El paciente sobrevivió.

El personal sanitario en Myanmar trabaja a menudo como voluntario y debe soportar unas duras condiciones de vida mientras busca a desplazados o a personas que viven escondidas y que necesitan atención. Según el organismo de Naciones Unidas para los refugiados, Acnur, unas 982.000 personas han sido desplazadas dentro de Myanmar desde el golpe. Y muchas más se han refugiado en países vecinos. La mayoría de los campamentos solo tienen instalaciones rudimentarias e infraestructuras limitadas. La enfermera de Loikaw relata que duerme en un trozo de lona y no tiene dónde lavarse en el campamento de desplazados en el que trabaja. “Nos contagiamos de tiña”, asegura, y añade que, debido a las malas condiciones de vida, el cólera, la diarrea y las enfermedades de la piel son frecuentes.

Un sistema destruido

Las malas condiciones en las que viven muchos desplazados crean problemas de salud adicionales en las zonas rurales, mientras que el conflicto en sí causa heridas por el fuego de artillería, los artefactos explosivos improvisados y las minas terrestres. Pero las más habituales son las heridas de motocicleta de gente que intenta huir de sus aldeas cuando se acercan los militares, según la enfermera voluntaria.

Los ataques a los trabajadores sanitarios y a sus instalaciones limitan cada vez más el acceso a la atención que necesitan los civiles. “El hecho de que el conflicto afecte a todo el sistema sanitario es muy preocupante. Hará que la experiencia sea mucho más profunda y traumática para toda la sociedad”, señala Wille, directora de Insecurity Insight, y añade que cuanto más dure la violencia, más se debilitará el sistema sanitario.

En algunos casos, es posible que desaparezcan los centros sanitarios que existían. Según Insecurity Insight, se registraron 14 incidentes de daños o destrucción (ataques aéreos, explosivos, incendios y vandalismo) de instalaciones sanitarias en Myanmar entre abril y septiembre de 2022.

El médico del Estado de Chin, que ahora vive en la frontera entre India y Myanmar, afirma que encontrar asistencia médica en su zona ahora implica un viaje de entre cinco y 10 días, dependiendo del medio de transporte.

El hecho de que el Consejo de Administración Estatal gestione ahora los hospitales públicos en las zonas controladas por la junta es en sí mismo un elemento disuasorio para muchos de los que necesitan atención. En otros lugares, el acceso a equipos y suministros también puede ser limitado. “El mayor problema es cuando el paciente tiene que tomar medicamentos, pero no tengo ninguno para recetar”, afirma la enfermera voluntaria en Loikaw. “Había una mujer embarazada que tenía que dar a luz, pero no pudo hacerlo en la fecha prevista y sufrió mucho. Lloramos juntas”.

De vez en cuando, los sanitarios encuentran donantes y organizaciones para enviar suministros. Pero incluso entonces, los costes de transporte son altos y existe el riesgo de que los militares no permitan que pasen por los puestos de control, asegura el médico de Mizoram. “Si dejan que pasen, exigen una gran cantidad de dinero, de 30.000 a 40.000 kyats (entre 12 y 18 euros)”, explica. Y luego está el bloqueo de las comunicaciones que imponen los militares, lo que limita a los trabajadores sanitarios para ponerse en contacto entre ellos, buscar asesoramiento e investigar.

Los problemas prácticos que provoca la falta de suministros y equipos, junto con la constante amenaza de muerte o detención, suponen una enorme carga para los sanitarios. Cuanto más dura esta situación, asegura Wille, más difícil les resulta cuidar su propia salud mental. Pero para los que prestan atención sanitaria, esas preocupaciones han quedado en un segundo plano. Como dice Chaw Su Aung, la estudiante convertida en sanitaria: “Pueden matarme en cualquier momento, pero quiero terminar lo que empecé”.

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