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“Tras la puesta de sol, mis hijas tienen que ir al baño custodiadas por su hermano”: la vida de las refugiadas sudanesas en el campo de Gorom

Tras llegar al campamento, en Sudán del Sur, las mujeres se enfrentan a deficientes servicios de salud, a la falta de seguridad y a la imposibilidad de estudiar

Campo de Gorom, Sudán
Mariam Zakaria Ahmed, refugiada sudanesa en el campo de Gorom, en Sudán del Sur, en abril.Dominica Marco
Dominica Marco
Campo de refugiados de Gorom (Sudán del Sur) -

Mariam Zakaria Ahmed huyó de la guerra de Darfur en 2003, después de presenciar el brutal asesinato de su padre, su hermano y su tío. Esta sudanesa acabó como desplazada en Jartum con su marido y sus cinco hijos, aunque el resto de su familia escapó a Chad. Durante dos décadas, permanecieron en la capital, hasta que su vida volvió a dar un vuelco. “Nunca pensé que tendría que volver a huir de la guerra”, confiesa.

Cuando el conflicto entre las Fuerzas Armadas Sudanesas (SAF, por sus siglas en inglés) y las paramilitares Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF, en inglés) se deterioró hasta convertirse en una guerra civil en toda regla en abril de 2023, Ahmed volvió a vivir el trauma que había sufrido 20 años antes. Después de un angustioso viaje de 978 kilómetros desde Omdurman, a las afueras de Jartum, hasta Yuba (la capital sursudanesa) a través del paso fronterizo de Renk, en autobús, coche y cualquier medio de transporte que pudo encontrar, llegó con sus hijos al campo de Gorom. Pero Ahmed pronto descubrió que no era la panacea que había imaginado.

Vista del campo de refugiados de Gorom, en Sudán del Sur, en abril.
Vista del campo de refugiados de Gorom, en Sudán del Sur, en abril. Dominica Marco

Situado a 24 kilómetros al oeste de Yuba, el campo de Gorom, compuesto por decenas de tiendas blancas que se extienden por una llanura de tierra anaranjada salpicada por matorrales, se construyó originalmente en 2010 para acoger a unos 2.000 refugiados de Etiopía que huían del conflicto en la región de Gambella. En la actualidad, alberga a unos 14.000 refugiados, 10.000 de ellos sudaneses, según datos de la ONG Peace Wings America, que trabaja en el campo.

Ni siquiera las mujeres adultas cruzamos este campo para ir al mercado cuando oscurece, a menos que estemos acompañadas
Gisma Awad, refugiada

Las mujeres se enfrentan a retos particulares en este campo, principalmente relacionados con los deficientes servicios de salud y de saneamiento, pero también con la seguridad o el difícil acceso a la educación. “Solo nos han suministrado kits de dignidad, que contienen compresas, bragas, sujetadores, desodorante, jabón y una maquinilla de afeitar, una vez desde que llegamos en septiembre”, afirma Gisma Awad, de 40 años. “La cantidad era insuficiente. La mayoría de las mujeres usan ahora compresas de tela lavables cuando menstrúan”.

Awad está casada y tiene seis hijos de entre tres y 19 años, incluidas dos chicas adolescentes. Por esa razón, la seguridad es una gran preocupación para ella, ya que el campo no está vallado y no hay más que una comisaría de policía en el mercado, a cinco minutos de distancia. “Después de la puesta de sol, mis hijas tienen que ir custodiadas por su hermano si necesitan ir al baño. Ni siquiera las mujeres adultas cruzamos este campo para ir al mercado cuando oscurece, a menos que estemos acompañadas”, añade. Hace aproximadamente un mes, dos mujeres fueron atacadas una noche por “asaltantes desconocidos”, que se cree que eran ladrones, relata. Aunque dice que no conoce otros casos, está intranquila porque en el campo hay muchos más hombres que mujeres.

Según Gisma Abakr, que lleva en Gorom con su marido desde junio y es miembro del comité de coordinación responsable de los asuntos de mujeres y niños, ir a buscar agua supone un peligro especial para las embarazadas. ”El campamento dispone de cinco bombas de agua, pero los refugiados sudaneses únicamente tienen acceso a dos de ellas. La mayoría de las familias compran agua potable por unos 80 centavos de dólar (unos 75 céntimos de euro) por bidón, frente a los 45 centavos que costaba hace solo un mes”, comenta Abakr, de 29 años. “Como el tipo de cambio se ha desplomado frente al dólar, los precios de las necesidades básicas han subido”, añade. Las mujeres y las niñas deben caminar hasta dos kilómetros para buscar agua. “Esto provocó ocho abortos espontáneos el mes pasado, cuando las embarazadas hacían ese extenuante viaje”, prosigue Abakr, que no tiene hijos.

Sin posibilidad de estudiar

Para las mujeres más jóvenes y las niñas en edad escolar, Gorom es el lugar donde muchas de sus esperanzas y sueños quedan enterrados. Abakr explica que solo hay una escuela primaria disponible para niñas y niños, que asisten a sesiones de mañana o tarde. “No hay futuro para esos niños, muchos de los cuales no pudieron matricularse debido al enorme número de alumnos”, se lamenta Abakr. Aunque las leyes de Sudán del Sur permiten a los refugiados asistir a las escuelas locales, la mayoría no pueden hacerlo debido a la larga distancia desde el campamento.

Varios niños en una de las bombas de agua del campo de Gorom, en Sudán del Sur, en abril.
Varios niños en una de las bombas de agua del campo de Gorom, en Sudán del Sur, en abril. Dominica Marco

Las hermanas Saria y Asma Abakr, que llevan en Gorom desde octubre, comparten su decepción por la falta de instalaciones educativas. Saria, de 25 años, estudiaba Educación Física en la Universidad de Sudán cuando estalló la guerra. Su esperanza es terminar la carrera en Yuba, pero nunca podrá hacerlo sin una beca completa que cubra la matrícula y los gastos de manutención, ya que la educación superior podría llegar a costar la prohibitiva cifra de 1.000 dólares (922 euros) al año.

Asma, de 14 años, ni siquiera puede permitirse el lujo de aspirar a terminar el bachillerato. Las dos se quejan de la falta de espacios exclusivos para mujeres o de cursos de formación profesional como costura, panadería o fabricación de jabón, para que puedan aprender algo con lo que ganarse la vida.

Sin asistencia médica

A mediodía, el campo parece tranquilo. Niños y jóvenes van a buscar agua a una de las bombas. Algunas tiendas están abarrotadas de familias de refugiados no registrados. Solo dos lavabos dan servicio a bloques de 10 o 15 tiendas, y uno de ellos no suele funcionar. A la dureza de vivir en estas condiciones, los habitantes de Gorom añaden las dificultades para acceder a atención médica.

Gisma Awad cuenta que solamente hay una ambulancia para transportar los casos urgentes al hospital universitario de Yuba, a unos 13 kilómetros del campo. “Con una sola clínica que atiende a toda la comunidad, los enfermos deben hacer fila durante horas para hacerse un chequeo o recibir analgésicos o medicamentos contra la malaria y la fiebre tifoidea”, explica Awad, que añade que cualquier otro fármaco debe adquirirse en farmacias fuera del campo y el coste no está cubierto.

La importancia del registro

“Llevamos aquí desde febrero, pero aún no estamos registrados”, afirma la refugiada Mariam Zakaria Ahmed. Este trámite ante el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) es necesario para tener derecho a alojamiento y a la tan necesaria ayuda humanitaria. Pero durante los últimos tres meses, Ahmed ha dependido de lo poco que tenía y de la amabilidad de personas desconocidas del campamento. Mahasin Ali, de 25 años, huyó de la guerra desde Nyala, en Darfur, donde estudiaba Medicina, y llegó a Gorom a finales de marzo. No está registrada aún, y los administradores le han dicho que el trámite está cerrado por ahora, cuenta. “Desde que llegué, no he recibido nada del campo. Doy gracias a Dios por las otras refugiadas que me acogieron en sus tiendas. Si no fuera por ellas, no tendría un hogar aquí”, dice. Su única esperanza es encontrar la forma de volver a la universidad en Yuba.

“Cuando uno se registra, le dan harina de trigo, lentejas, sal y medio litro de aceite como primera ayuda”, explica Saif Eldeen Mohamed, de 26 años. Mohamed es miembro del comité de coordinación de los refugiados, un órgano voluntario creado por los refugiados sudaneses en el campamento, encargado de servir de enlace entre ellos y las organizaciones de ayuda. “Tras obtener la tarjeta, recibe unas 1.510 libras sursudanesas al mes, que equivalen a aproximadamente a 10 dólares, pero no es suficiente para cubrir las necesidades básicas”.

Mohamed, que llegó a Gorom en junio del año pasado, asegura que hay “un problema administrativo”. Hay muchas organizaciones dispuestas a ayudar, pero critica que hay poca coordinación entre los tres principales organismos que gestionan el campo: ACNUR, la Comisión para Asuntos de los Refugiados (CRA, por sus siglas en inglés), dirigida por el Gobierno, y la ONG cristiana interconfesional ACROSS.

Los refugiados registrados reciben unos 10 dólares al mes, dependiendo del tipo de cambio, pero no es suficiente para cubrir las necesidades básicas
Saif Eldeen Mohamed, miembro del comité de coordinación de los refugiados

El jefe del comité de coordinación, Abdullatif Ragig, afirma que Gorom acoge a “10.000 refugiados sudaneses registrados y a un número estimado de 500 que no lo están”. La mayoría de ellos, dice, proceden de Darfur —donde los testimonios y los expertos alertan de que las masacres de civiles pueden constituir un genocidio—, y son en particular de tres grupos étnicos, los zagawa, los masalit y los fur. El campo también acoge a solicitantes de asilo de Etiopía, Congo, Burundi y Uganda, que se calcula que son unos 250.

Según datos de ACNUR a 30 de abril, había en todo el país 457.317 refugiados registrados, de los cuales 432.714 provenían de Sudán. Desde el inicio de la guerra, hace un año, Sudán del Sur ha recibido a 640.000 personas que huían del país vecino, una media de 1.800 al día. El propio Ragig, de 35 años, es uno de ellos: procede de la zona de Al Jabel, en la ciudad de El Fasher, en Darfur Norte. Huyó con su mujer, su hijo y su hija y dos hermanos pequeños en junio de 2023, y lleva en Gorom desde entonces.

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