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Los fulanis del Sahel, atrapados por la violencia y el estigma

La fuerte presencia de peuls en los grupos yihadistas de Malí y Burkina Faso ha provocado la marginación de una etnia entera, que sufre masacres, desplazamientos y saqueo de sus recursos

Fulanis Sahel
Un pastor peul regresa con su ganado al campo de desplazados de Banguetabá, a las afueras de Mopti, en el centro de Malí.Juan Luis Rod
José Naranjo

A las nueve de la mañana del pasado 8 de marzo, un centenar de soldados y voluntarios civiles encapuchados entraron en el pueblo de Toessin-Foulbè, en Burkina Faso, y ejecutaron a 21 personas, entre ellas tres mujeres, por supuesta complicidad con los grupos yihadistas que operan en la región. Casi todos eran de la etnia peul o fulani. No fue la primera vez. Masacres como esta se suceden en Malí y Burkina Faso desde 2015, no solo a manos de militares. La presencia mayoritaria de peuls en las células terroristas que desangran a ambos países ha puesto a esta comunidad en el punto de mira de ejércitos y de grupos de autodefensa y ha disparado su estigmatización en la sociedad. Pero los colectivos de derechos humanos recuerdan: “Hacer la amalgama es un crimen de guerra, no todos los peuls son terroristas”.

Hace algo más de cuatro años, el horror se desató en Yirgou, 170 kilómetros al norte de Uagadugú, capital de Burkina Faso. Durante tres días y tres noches, milicianos Koglweogo, de mayoría mossi, atacaron a los pastores peuls en represalia por una reciente incursión yihadista, y acabaron con la vida de unas 210 personas. Solo tres meses después, 175 fulanis, la mitad de ellos niños, fueron asesinados y sus casas quemadas a manos de cazadores tradicionales de la etnia dogon en Ogossagou, en el centro de Malí. “Los peuls son víctimas por partida triple: por un lado, la región en la que viven está destruida, todos los servicios sociales han desaparecido y están bloqueados. Por otro, aquellos que rechazan unirse a los yihadistas son hostigados o asesinados por estos. Y, finalmente, los ejércitos y la población local les acusan de complicidad con los terroristas y les matan también”, asegura Daouda Diallo, presidente del Colectivo contra la Impunidad y la Estigmatización de Comunidades (CISC).

Hay una gran avaricia. Mucha gente se aprovecha de la crisis para saquear a esta comunidad. Se quedan con sus tierras y con su ganado
Daouda Diallo, activista por los Derechos Humanos

Hay unos 40 millones de fulanis repartidos por toda África occidental, donde están presentes al menos desde el siglo IX. Tradicionalmente nómadas o seminómadas y dedicados al pastoreo por todo el Sahel, fueron de los primeros pueblos de la región en abrazar el islam. De hecho, sus tres grandes imperios históricos (Futa Yallon en Guinea, Sokoto en el norte de Nigeria y Macina en Malí) eran teocráticos y entre los siglos XV y XVIII protagonizaron varias yihad para conquistar tierras, procurarse esclavos y convertir a los pueblos animistas del Sahel.

Un sentimiento de exclusión e injusticia

Sin embargo, esta comunidad poderosa, pujante y creyente, que fundó numerosos reinos y ciudades, perdió su protagonismo histórico con la penetración de los europeos en el siglo XX. El proyecto colonial se apoyó en etnias campesinas y sedentarias y privilegió a estas por encima de los fulanis, que en buena medida quedaron excluidos o se resistieron a integrarse en las sociedades emergentes. Los delicados equilibrios entre los pastores peuls y los agricultores de otras etnias por el uso del agua y la tierra, no exentos de conflictos, pero estables, saltaron por los aires. Los fulanis se sintieron cada vez más agraviados y fueron perdiendo terreno y prestigio social, aferrándose a una forma de vida y unas tradiciones que cada vez encajaban menos con las nuevas sociedades que estaba surgiendo. Los gobiernos nacidos tras las independencias ahondaron aún más la brecha.

En los últimos 60 años, millones de fulanis se han sedentarizado y muchos de ellos se han integrado en las ciudades. Pero otros tantos permanecen en las zonas rurales practicando la trashumancia con sus rebaños de vacas. “La expansión de la agricultura con el apoyo de los nacientes Estados, que se incrementó con las políticas de ajuste estructural y las sequías debidas al cambio climático, agudizó los conflictos con los pastores, que veían cortadas sus tradicionales rutas de paso o prohibido el acceso a los pastos. Y cuando acuden a la Justicia para arreglar sus problemas, muchos no se sienten protegidos”, asegura Hassane Koné, investigador senior del Instituto de Estudios de Seguridad (ISS) para el Sahel. Este sentimiento de indefensión, injusticia y agravio, de un Estado que ampara la pérdida de su principal medio de vida, es explotado por los grupos yihadistas para reclutar entre los fulanis.

El investigador Boubacar Ba coincide en el rol potenciador del cambio climático en la violencia en el Sahel, pero a su juicio el origen del problema es más bien “la presencia de grupos armados, insurgencias yihadistas e intervenciones militares con agendas políticas e ideológicas divergentes”, tal y como explica en el informe Actores y conductores del conflicto en el Sahel, desentrañando las nuevas ‘guerras climáticas’, elaborado en el año 2022 junto a Marie Cold-Ravnkilde para el Instituto Danés de Estudios Internacionales (DIIS). En sus investigaciones sobre la región central de Malí, Ba pone el acento en las complejas relaciones históricas y de dominación entre los pueblos que la habitan, particularmente entre dogon y fulanis, así como en la incapacidad del Estado para implementar políticas adecuadas de gobernanza y gestión de recursos cada vez más escasos (tierra y agua sobre todo) y mecanismos justos de resolución de conflictos.

Pugna por los recursos

Diecisiete personas duermen cada noche en la humilde casa de Fatoumata Zerbo, cerca de uno de los mercados de Bobo Dioulasso, segunda ciudad de Burkina Faso. Tres hombres, cinco mujeres y nueve niños. Los adultos pernoctan en el patio porque no hay espacio para todos. Cada tres meses reciben un saco de arroz de 50 kilos. Son fulanis que huyeron de Nouna, Gorom Gorom o Dedougou. Cada pueblo, una masacre diferente. “Hemos pasado mucho miedo”, asegura Amadou Ousmane, “vinieron en sus motos y empezaron a disparar. No sabemos qué quieren, ni siquiera les podemos preguntar”. El marido de Fatoumata Galamé, de 45 años, fue asesinado. “Vinieron preguntando por él y le dispararon. A mí y a mis cinco hijos nos dejaron ir”. Tuvo suerte de escapar con vida.

Los peuls son víctimas por partida triple: por un lado, la región en la que viven está destruida, todos los servicios sociales han desaparecido y están bloqueados
Daouda Diallo, presidente del Colectivo contra la Impunidad y la Estigmatización de Comunidades

Al menos 10.000 miembros de la comunidad peul han sido asesinados o han desaparecido desde 2015, según los cálculos de Daouda Diallo, quien coincide en que detrás de estas masacres hay también una pugna por los recursos. “Hay una gran avaricia. Mucha gente se aprovecha de la crisis para saquear a esta comunidad. Se quedan con sus tierras y con su ganado”, asegura el activista, quien recibió en 2022 el premio Martin Ennals por su defensa de los derechos humanos. El otro problema es la impunidad. “El Estado burkinés ha abierto numerosas investigaciones judiciales que, desgraciadamente, no han conducido a ninguna parte. Nadie ha sido detenido por estos crímenes masivos”, añade Diallo.

Un reciente estudio del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) concluía que la principal razón que empujaba a la gente a unirse a los grupos yihadistas africanos era la pobreza y la oportunidad de tener unos ingresos y no la religión. En Níger han entendido bien cómo funciona y han puesto en marcha un programa de reintegración para yihadistas arrepentidos que no hayan cometido delitos de sangre. Además, mediante las llamadas caravanas de la paz, el Gobierno se acerca a las comunidades donde hay más reclutamiento y abre un diálogo con ellas. De los tres Estados afectados por la violencia terrorista en el Sahel occidental, Níger es el que más éxito ha tenido hasta ahora.

En Burkina Faso, el deterioro de la situación es más que evidente. Casi la mitad del territorio está fuera del control del Estado, zonas donde las escuelas y los centros de salud se ven obligados a cerrar. Para hacer frente al avance de los grupos armados, el Gobierno, presidido por el capitán Ibrahim Traoré tras el golpe de Estado del pasado septiembre, ha comenzado la formación de 50.000 nuevos Voluntarios de Defensa de la Patria (VDP), civiles que colaboran con el Ejército. “Nos tememos que los abusos y masacres vayan a peor”, explica Diallo. En Malí, sin embargo, son los mercenarios de la compañía rusa de seguridad Wagner quienes, junto a los soldados malienses, están detrás de las últimas masacres como la de Moura, según Naciones Unidas, una operación militar en la que fueron asesinados unos 300 fulanis en marzo de 2022.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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