Una generación en silla de ruedas
Decenas de jóvenes sirios con discapacidades causadas por el conflicto en su país intentan salir adelante en Reyhanli, una urbe fronteriza de Turquía, donde más de 1.000 víctimas recibieron ayuda el pasado año de organizaciones independientes o clandestinas
Corría el año 2014 cuando Raya salía de una escuela de aprendizaje del Corán en su barrio de Ghouta, una región a las afueras de Damasco, la capital de Siria. Tenía seis años y estaba deseando tocar la puerta de la casa de su primo para salir a jugar. Era ajena a los peligros de un país en guerra y fuertemente azotado por el terrorismo en aquella época. No escuchó los avisos de Nisrin, su madre, que desde el balcón le gritaba que volviera a casa. La pequeña había visto un coche abierto y estaba deseando adentrarse en él. Una vez dentro y tras juguetear con el volante mientras miraba por el retrovisor la llegada de su primo, intentó arrancar el vehículo, que explotó y le arrancó de cuajo una pierna y le destrozó la otra. Mientras los vecinos acudían entre la polvareda, la joven se desangraba.
La pequeña Raya recuerda con todo lujo de detalles desde su casa en Reyhanli, ciudad turca fronteriza con Siria, aquel 16 de julio de 2014, en pleno Ramadán, cuando pasó a formar parte de los más de tres millones de sirios discapacitados a causa de la guerra, según un informe de 2017 de la Organización Mundial de la Salud y Handicap International. Aquel coche bomba destrozó su infancia y fue el comienzo de un calvario de operaciones que todavía hoy, con 13 años, no ha cesado.
Mohamed, padre de Raya, es un hombre risueño, proactivo y al que se le cae la baba mirando a su hija, aunque cuando recuerda la historia en el salón de su casa, varias lágrimas se le escapan sin permiso. “Raya estuvo nueve días en coma en el hospital hasta que se recuperó. Gracias a Dios salió con vida, aunque con graves destrozos en las piernas y la cadera”, lamenta. La familia lo cuenta con naturalidad y ofrece café turco mientras Raya enseña las cicatrices de su pierna y señala unas prótesis que calzan unas Nike negras y reposan a un lado del sofá. “Todavía, a día de hoy, me sigo sacando fragmentos de hierro”, asegura la joven riendo. Raya llegó con su madre a Reyhanli en octubre de 2016, después de 17 operaciones en Siria. “Entre Turquía y Siria me han practicado más de 32 intervenciones. Todavía me quedan varias de cirugía plástica en la cadera, pero esas que no son urgentes, nos las tomaremos con calma. Queremos estar tranquilos”, afirma.
Este tipo de historias suenan en bucle en muchas de las callejuelas de Reyhanli. Abdalá tiene 10 años y está en una silla de ruedas desde los siete, después de que un misil destrozara su casa en Siria. Mahmoud, con 19 años, se quedó paralítico tras un ataque en su ciudad. Ahmed no puede mover la parte derecha de su cuerpo después de que la metralla de una bomba le alcanzara la cabeza. Todos sobreviven gracias a la ayuda de diferentes organizaciones dirigidas por sirios en esta ciudad turca. Hay pocos lugares que reflejen mejor las secuelas del conflicto que este. Viviendas clandestinas que albergan heridos de guerra, viudas, huérfanos y miles de familias que dependen de diferentes ONG para sobrevivir. Siria está en Reyhanli, una ciudad que tenía en 2011, antes del conflicto en el país vecino, unos 100.000 habitantes y que ahora cuenta con más del doble. La mezcla de culturas se da en todos los rincones donde se reúnen los lugareños a fumar shisha y hablar en árabe, en la gente local turca chapurreando el dialecto sirio, en las sirias pidiendo limosnas o en un ya conocido restaurante que ofrece comida de Alepo.
La organización Rasul, con sede en Reyhanli, fue fundada en octubre de 2019 por tres jóvenes paralíticos a causa de la guerra en su país. Muafak, Mohamed y Samir llevan desde entonces proporcionando ayuda a heridos de guerra tanto en Reyhanli como dentro de Siria. Con las ayudas de donantes privados, compran sillas de ruedas manuales y eléctricas, muletas, prótesis e, incluso, costean desplazamientos para las víctimas que tienen que trasladarse a otras localidades para realizarse operaciones. “Queríamos ayudar a gente como nosotros, por eso creamos Rasul. Ya somos 13 en el equipo y solo este año se han beneficiado de nuestra ayuda más de 2.500 personas entre los dos países. Solamente en Reyhanli hemos ayudado a más de 1.000 personas, entre ellas Raya”, asegura Muafak desde su despacho en la ciudad turca.
La familia vive en una casa humilde y se mantienen gracias al trabajo de Mohamed limpiando alfombras, algunos negocios de envíos de aceitunas a otras partes de Turquía y la ayuda de 800 liras turcas (unos 70 euros) que les proporciona la Media Luna Roja Turca, además de las cajas de comida que de vez en cuando reparten algunas ONG locales. “Sin la ayuda de Rasul, hubiera sido muy difícil costear el transporte para las operaciones de Raya, las prótesis y las sillas de ruedas”, explica Mohamed. Ahora la joven sigue en el proceso de adaptación, aprendió turco en la escuela y sueña con ser arquitecta. “Me gusta mucho Zaha Hadid, es mi ejemplo a seguir y leo mucho sobre ella”, afirma Raya aludiendo a una conocida constructora iraquí. Mohamed añade orgulloso: “Le encanta ver Discovery Max y esos programas de edificaciones grandes, se queda embobada”.
Nisrin saca varios cuadros con serigrafías árabes, bandejas y muñecas que hace en su tiempo libre con Raya, que mientras empieza a trabajar en uno de ellos haciendo trazos. “Me gusta dibujar. Y los colores. Paso mucho tiempo en casa y le pedí a mi madre que me enseñara a hacerlo. Me motiva y hacemos un gran equipo”, explica mientras pinta. Antes del comienzo de la pandemia, la familia solía ir a la vecina ciudad de Antakya o a algunos parques públicos de Reyhanli a hacer exhibiciones y vender sus piezas. “Lo pasamos muy bien esos días y es bueno para que se conozca nuestro trabajo. Ahora hasta nos encargan obras concretas que luego vienen a recoger a casa”, comenta Raya.
El vacío de Abdalá
El pequeño Abdalá tiene 10 años y yace como una bolita sobre su cama. Es tímido, luce una frondosa cabellera y no suelta el móvil. Nació en Homs, ciudad situada al oeste de Siria. Llegó a Reyhanli con su madre, Nishreen Qash, a mediados de 2018; desde entonces viven en una casa clandestina alquilada por el sirio Abu Ismail para alojar a mujeres sirias enfermas de cáncer y sin recursos. En este lugar pasan el día madre e hijo, metidos en una habitación que consta de una cama individual y un sofá. A principios de 2018, un ataque aéreo hizo añicos la vivienda de la familia. En la acometida murió su hermano Hasan, de 16 años, y un fragmento de metralla dejó a Abdalá, de entonces siete, en silla de ruedas para siempre.
Abdalá apenas come. No va a la escuela, ya que todas las cercanas enseñan en turco. Tampoco recuerda la última vez que jugó con niños de su edad. “Es un clima de enfermos, pero no tenemos otra opción”, cuenta Nishreen. El pequeño se mueve por la cama y los estrechos pasillos gateando y menciona a su compañera de juegos. “Tengo una amiga que se llama Jadisha, me gusta jugar con ella y viene mucho a verme”, explica Abdalá, refiriéndose a una de las enfermas de 30 años que vive en el edificio. Nishreen asegura que su situación ha mejorado tras el aumento de 800 liras turcas (unos 70 euros) a 1.300 (unos 120 euros) de ayuda que les facilita la Media Luna Roja Turca, aunque la mitad de ese dinero tiene que enviarlo a Siria, donde aún viven sus hijos Mohamed y Asma, de 14 y 17 años respectivamente, y su marido Abu Hasan. “Tengo que estar todo el día con Abdalá, por eso no puedo trabajar, además no tenemos mucho dinero, por lo que pasamos el día aquí”, cuenta Nishreen.
El móvil es la vía de escape del pequeño, que está en reposo, ya que fue intervenido hace varios meses gracias a un donante privado que le financió la operación. Dentro de tres meses tiene que someterse a otra. “Nos gustaría pasar este tramo la familia unida, pero no es posible porque no hay dinero. Esperemos que pronto todos puedan venir aquí, todo sería más fácil”, asegura Nishreen. Mientras, el pequeño Abdalá, al que le gustaría algún día ser doctor, se sumerge en juegos de guerra y pone música tradicional siria, aunque asegura que echa de menos a su familia y no entiende muy bien por qué no vienen a Reyhanli. “Les mando selfis a diario. Mi padre me dice que me quiere mucho, pero con el que más hablo es con Mohamed, que me dice que vaya ya con ellos, aunque siempre le digo que no puedo. En realidad, no me gusta estar ya aquí”, lamenta.
Heridos de guerra hacinados
Es una casa poco habilitada para personas con discapcidad, está sucia y no es apta para claustrofóbicos. Hay decenas de camas apiladas, bandejas con porciones de comida, como si fuera un hospital, y 22 jóvenes sirios heridos de guerra que maniobran con dificultad con sus sillas de ruedas en el interior de la vivienda o gastan su tiempo con el teléfono, tirados en alguno de los colchones. Este lugar lo gestiona la ONG clandestina Casa para el Bienestar de los Heridos, fundada en 2016 y dirigida por Ahmed, de 37 años. Es solo una de las decenas de organizaciones encubiertas e ilegales para ayudar al alojamiento de los jóvenes sirios heridos de guerra en Reyhanli. Darlas de alta legalmente, asegura Ahmed, “supone un gran coste que ninguno nos podemos permitir”.
Tirado en una de las camas está un joven sirio de Idlib que tiene 26 años. Se llama Ahmed y en 2017, cuando caminaba por uno de los mercados de verduras de su ciudad, le sorprendió un ataque aéreo. Tras cinco días en coma, despertó en un hospital sin poder mover la parte derecha de su cuerpo después de que varios fragmentos de metralla se le incrustaran en la cabeza. Era albañil en Siria y tiene allí a su mujer y su hija de tres años. Lleva seis meses en esta casa. “Gracias a Dios tengo alojamiento y comida gratis; si no, no sé dónde estaría. Voy cinco días a la semana a rehabilitación y estoy mejorando. Espero recuperarme y traer a mi familia aquí conmigo”, explica.
Al otro lado de la habitación, en silla de ruedas, está Mahmoud, de 26. Trabajaba de taxista en Homs y tenía 19 años cuando un ataque aéreo en 2015 lo dejó paralítico. Lleva desde 2016 en esta casa y recibe 700 liras turcas (unos 60 euros) al mes de la Media Luna Roja. De ese dinero gasta la mitad solo en medicamentos. “Estoy a la espera de una operación pero es imposible ahora. Necesito 700 euros que no tengo”, lamenta.
Ahmed, el fundador de esta organización clandestina, explica desde su humilde despacho y en su silla de ruedas, que la situación de la ONG es insostenible. “Estamos al límite. Este mes no tenemos dinero ni donantes. Esto cuesta bastante mantenerlo”, comenta. El joven cuenta que tienen varios proyectos que podrían sacar a flote la organización, al menos para pagar la renta de 1.000 liras al mes, unos 90 euros. “Con unos 2.000 euros podemos montar algún negocio de verduras y con algo más una tienda de móviles. Solo con esa ayuda nos daría para pagar todo”, afirma. Antes de acabar, el joven es tajante y muestra su pesimismo. “Tenemos miedo. Si no pagamos mes a mes, nos vamos a la calle. Imagina a estos jóvenes, con discapacidad y sin nada, sin un techo donde dormir”.
Puedes seguir a PLANETA FUTURO en Twitter, Facebook e Instagram, y suscribirte aquí a nuestra ‘newsletter’.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.