Migrantes subsaharianas en Marruecos: coser y esperar
Las rutas migratorias hacia Europa son duras, sobre todo para las mujeres. Un taller de costura de una congregación religiosa en la ciudad marroquí de Nador busca devolverles la confianza
Las manos de Binta B. son ágiles. Toma medidas de los contornos de brazos, cinturas y muslos y las apunta rápidamente en un pequeño cuaderno con un lápiz todavía más pequeño. Corta con determinación un gran pedazo de tela de colores terrosos con motivos africanos y en seguida pisa el pedal de la máquina de coser. No levanta la vista del hilo y la aguja a no ser que su hijo de dos años la reclame. En menos de un día, esta guineana confecciona un perfecto traje a medida sin despeinarse.
Como miles de personas cada año, Binta (tanto ella como el resto de entrevistados prefiere no dar su apellido) abandonó su Guinea natal en busca de una vida mejor. En su eterno camino cruzando parte del continente trabajó en Rabat una temporada precisamente como modista, el oficio que desempeñaba en su país. Hace unos meses ha llegado a Nador. Ya roza Europa.
La costa norte de Marruecos es, para miles de personas, el último paso antes de intentar atravesar la frontera que tanto han perseguido tras meses o años de camino. Nador es una ciudad a menos de 20 kilómetros de Melilla, edificada en las faldas del imponente monte Gurugú. Es parada, escondite y refugio de migrantes subsaharianos, personas que llegan allí dispuestas a enfrentarse a la valla o a conseguir una patera para cruzar a España. Ambas opciones son inciertas, peligrosas y pueden ser mortales. La mayoría se encuentran exhaustos, heridos o traumatizados, y muchos se quedan alrededor de esta ciudad, ocultos ante la población y pensando cuál será su próximo paso.
Aunque parezca imposible, entre tanto miedo, incertidumbre y tragedia, han crecido espacios para la esperanza. Las telas, agujas y patrones de esta sala de costura ayudan a mujeres como Binta a recuperar algo de seguridad, alegría y confianza.
Auxilio es hermana de la congregación de las Divinas Infantitas (Esclavas de la Inmaculada Niña) y responsable del taller de Nador, donde ha vivido más de tres décadas. Tras la independencia de Marruecos en 1956, la mayoría de españoles abandonó la región, y la labor de las monjas se centró en ayudar a mujeres y niñas marroquíes sin recursos. Desde 1973 este taller no ha parado de formar y ser una vía de escape de realidades complicadas en una ciudad muy necesitada.
Pero la llegada de jóvenes migrantes subsaharianos cada año ha cambiado el día a día en Nador y, desde hace unos años, las hermanas trabajan en el seno de la iglesia de Santiago el Mayor con la Delegación Diocesana de Migraciones de Tánger (DDM). Un espacio de ayuda y acompañamiento a personas en condiciones vulnerables.
Como en tantos sitios, la pandemia de covid-19 transformó la realidad del taller. El confinamiento hizo que se suspendieran las clases y la sala de costura para mujeres marroquíes cerrase. Las estancias, vacías, solo podían ser contempladas por los migrantes desde el patio. Uno de ellos era Shaik, un joven que se recuperaba de una aparatosa operación en la pierna. Un día se fijó en que una de las máquinas de coser estaba rota y pidió permiso para arreglarla. Cuando acabó, volvió a solicitar una autorización, esta vez para hacer mascarillas. Un enorme rollo de tela olvidado en el trastero sirvió para que cientos y cientos de cubrebocas salieran del taller de Nador y se repartieran luego a los migrantes que residían por los barrios aledaños.
Cuando se le pregunta a Auxilio sobre un recuerdo bonito en el medio siglo de historia del taller, sonríe. “Fuimos muy felices con Shaik, lo llamábamos El Sastre”, recuerda. Aunque la religiosa supera los 90 años, se levanta rápidamente y muestra sonriente una foto, una estampa casi familiar de las hermanas, personal de la Delegación y migrantes acogidos, todos alegres alrededor de una mesa. “Para celebrar el fin del Ramadán, Shaik confeccionó camisas y pantalones blancos para todas las personas que estaban acogidas en la residencia”. Él era sastre en su país de origen, Senegal, y en los oscuros meses de confinamiento se dedicó a enseñar a coser a decenas de migrantes que, como él, se encontraron las fronteras aún más cerradas.
Así, se inauguró hace algo más de un año la unión del taller entre migrantes y mujeres marroquíes. Entrar en esta sala de azulejos verdes pastel es escuchar el ruido mecánico de las máquinas de coser, el correteo de niños y niñas y las risas de mujeres. Mujeres que dibujan patrones, comparan puntadas y se enseñan orgullosas sus trabajos. Este espacio les proporciona una cierta rutina claramente perdida durante los angustiosos meses o años que llevan de ruta. migratoria.
Almuerzan juntas cada día a las once de la mañana, comparten confidencias y regañan a los niños que juegan con las tijeras o con los hilos. Parece que son amigas de toda la vida, pero la mayoría se acaba de conocer. Pese a sus diferentes países de origen, cultura, religión y edad, comparten un fuerte vínculo común: la decisión de dejar atrás todo y partir hacia un futuro incierto.
Al igual que Shaik, Binta, era también modista y, aunque descubrió este lugar hace apenas unas semanas, parece la maestra: todas sus compañeras acuden a ella en busca de consejo. “Sienta muy bien retomar lo que hacía antes, echaba de menos coser y me gusta enseñar al resto”, cuenta, agradecida. Reconoce que no sabe cuál va a ser su siguiente paso en esta dura travesía: no sabe si se quedará más tiempo en Marruecos, viajará a otro país o se embarcará en la peligrosa aventura de cruzar la frontera española, algo que ya ha intentado.
Con una mirada viva, pero amarga, relata que hace poco fue víctima de un engaño que rompió sus planes y sueños. “Cuando llegué a Nador pagué 3.000 euros por mi plaza en una patera y el señor al que entregué el dinero no volvió a aparecer”. Se quedó sola con un bebé y sin recursos: “No tengo con quién dejar a mi hijo y aquí lo puedo traer sin problema, las mujeres cuidamos a todos los pequeños como si fueran nuestros”, afirma.
Aissatou B. ha llegado hoy la primera al taller. También de unos 30 años, se crio entre Senegal y Guinea-Conakry. “Yo ya bordaba en mi país, y aquí estoy aprendiendo a hacer patrones, nos enseñamos unas a otras”. Se la ve concentrada y con una gran ilusión por formarse. Asegura que ha hecho amigas y que entre estas paredes únicamente hablan del trabajo, nada de compartir sus tragedias. Acudir aquí no es una mera actividad para entretenerse, es también una herramienta de empoderamiento, ya que les puede ayudar a encontrar empleo en las fábricas textiles de los alrededores o a mejorar sus oportunidades en el futuro, sea cual sea.
Auxilio recuerda con un cariño casi de abuela a un adolescente que llegó a Nador el año pasado: “Ya no me acuerdo de su nombre, pero a este muchacho le enseñé a coser desde cero, se sentaba cerquita de mí, casi en mi regazo”. Tras semanas y semanas cosiendo y recibiendo el apoyo de la red de trabajadores voluntarios y demás migrantes, decidió volver a su ciudad de origen y abrir un negocio con su hermana, que también sabía el oficio. Se trata de una historia con final feliz pero también inusual, ya que regresar a los países de procedencia es visto, en ocasiones, como un gran fracaso.
Una pregunta inevitable al escuchar lo durísimas y peligrosas que son las rutas migratorias es el porqué tantas personas se embarcan en tal viaje. Sobre la causa de su marcha, Aissatou responde rotunda: “Mataron a mi padre y a mi madre en unas manifestaciones contra el Gobierno, me marché de Guinea porque me quedé sola”. Precisamente Guinea-Conakry es uno de los países africanos de los que más personas han salido en los últimos años con destino a Europa. El reciente golpe de Estado muestra la inestabilidad y represión en una nación donde un 60% de la población vive por debajo del umbral de pobreza.
Binta, Aissatou y Shaik, el sastre, se aventuraron en la denominada Ruta Alborán, un camino que abarca desde la zona de Alhucemas hasta Nador y que pretende llegar a España cruzando la valla de Melilla o atravesando el Mar Alborán hasta llegar a las costas de Málaga o Almería. Esta ruta ha sido la más activa en los últimos cinco años, según la veterana ONG Caminando Fronteras, pero la tendencia está cambiando. El aumento de las fuerzas de seguridad en las fronteras marroquíes-españolas en el último año, agravado desde el último episodio de tensión entre ambos países el pasado mayo, hace que los migrantes vean esta zona casi inaccesible.
¿Cuál está siendo la consecuencia? La ruta canaria está volviendo a ser la protagonista, algo que no pasaba desde la crisis de los cayucos allá por 2006. Desde 2020 es la más mortífera y de hecho, fue el año en el que más migrantes murieron. “Las personas asumen su peligrosidad ante la militarización de las vías mediterráneas” afirman desde Caminando Fronteras.
Sumando todas las víctimas de las diferentes rutas hacia España, la Organización Internacional de Migraciones (OIM) acaba de publicar que este 2021 ya se ha convertido en el año más mortífero desde 2014 para los migrantes. Ya que los números no hacen más que crecer, los espacios para la esperanza, como un simple taller de costura, se habrían de multiplicar.
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