Llorar y luchar, las dos caras de la misma moneda en Yemen
Una pediatra de MSF en misión en el país árabe narra su desolación tras asistir a muertes y enfermedades prevenibles y al empeño de las responsables de los cuidados neonatales para que las historias no se repitan
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Son las tres de la mañana y suena mi teléfono. “Hemos hecho una cesárea y la bebé no respira. ¡Ven al hospital, Irene!”. Salto de la cama, me enfundo en la abaya negra, cubro mi pelo con un velo y subo al coche. En menos de 10 minutos ya estoy dentro del quirófano. Relevo a Tahani, compañera matrona, en la ventilación de la niña y pido al médico de guardia que me explique qué ha pasado. Mientras prosigo con las maniobras de reanimación, escucho su relato. Me hierve la sangre de impotencia al escuchar sus palabras. Rompo a llorar.
Pero antes de explicaros los motivos que me llevaron al llanto, permitidme que os cuente qué fue lo que me había llevado a estar en aquel momento en ese lugar.
Hace meses decidí irme a Yemen en mi primera misión con Médicos Sin Fronteras (MSF). Estaba muy emocionada por participar como pediatra en la apertura de un hospital materno infantil en un área rural al oeste del país. Con una mezcla de ilusión y temor, se lo expliqué a mi madre, aunque aparentemente ella no compartió mi misma emoción. Días más tarde, me regaló un libro que se titula Mujeres Valientes, un gesto muy de madre, de esos que dicen todo sin mediar palabra. El libro en cuestión, escrito por Txell Feixas, relata historias de mujeres en Oriente Medio y, casualmente, la primera historia habla de una maternidad en Afganistán. Sentía que el destino me guiñaba el ojo.
Nada más bajar del avión comprendí que ser mujer en Yemen no es fácil: obligadas a cubrir su cuerpo con una muralla de tela negra, invisibles ante la sociedad, forzadas a casarse con un desconocido... Poco a poco se me borraba la sonrisa. Me parecía una realidad cruda y difícil de encajar… Hasta que las conocí a ellas. A mis compañeras: matronas, enfermeras, mujeres de la limpieza, doctoras, intérpretes. Todas ellas habían afrontado retos y tropiezos, habían chocado contra murallas y barreras. Pero allí seguían, trabajando y ayudándose mutuamente. Cuidando las unas de las otras. Y yo, que me creía feminista, recibía lecciones de sororidad cada día.
Me parecía una realidad cruda y difícil de encajar… hasta que las conocí a ellas. A mis compañeras: matronas, enfermeras, mujeres de la limpieza, doctoras, intérpretes...
Entre esa multitud oscura y silenciada estaba Nada, enfermera de neonatos. Menuda, pero llena de energía, moviéndose arriba y abajo cuidando de los más pequeños. Ella no hablaba inglés y yo solo sabía cuatro palabras en árabe, pero siempre encontrábamos la manera de entendernos. Yo me moría de la risa al verla. Solo podía verle los ojos, pero a menudo me reconocía en ella. Sedienta de conocimiento y siempre dispuesta a ayudar a los demás; llena de desparpajo y, no voy a negarlo, un poco mandona.
Pero el hospital no solo lo llenaban mis compañeras, por supuesto, estaba sobre todo lleno de madres. Una de las primeras pacientes que recibimos al abrir el proyecto fue Amjad, una chica muy joven que fue mamá prematura. Su hija nació pesando menos de un kilo y medio y tuvo que estar ingresada varias semanas. Nacer prematuro nunca es fácil, hacerlo en un país en guerra es una carrera de obstáculos. Cuidamos de ella hasta que pudo alimentarse y ganar peso sin ayuda, momento en que pudimos darle de alta. Ese día y no antes, recibió el nombre de Ebtehaj, que significa alegría.
Algunos días más tarde, mientras hacía la ronda de visitas, noté que algo sucedía. Me di la vuelta y la vi. Iba cubierta de negro y con solo los ojos a la vista, pero no tuve dudas: era Amjad. Se acercó a mí y me dio un abrazo apretado y sincero. No hablábamos el mismo idioma, pero la entendí a la perfección –será que esto de decir todo sin decir nada es cosa de madres–. Traía a la niña porque había empeorado. Tras el alta, cuando aún no pesaba dos kilos, se había resfriado y le costaba respirar. A pesar de nuestros esfuerzos, cada vez estaba más grave y al día siguiente la tuvimos que mandar a otro hospital.
Cómo le explicaba yo a esa familia que la niña no moriría de tétanos, sino de ignorancia
Meses más tarde, cuando ya quedaba poco para terminar mi misión, y cuando ya la falta de energía hacía estragos en mí, tuve de nuevo esa sensación extraña. Me di la vuelta y la vi: Amjad venía de visita. Como no podía ser de otra forma nos fundimos en un abrazo para decirnos todo aquello que no podíamos expresar en palabras. Destapó la manta que cubría a su hija y allí estaba Ebtehaj: preciosa y enorme. La emoción de ver cómo había crecido me invadió y rompí a llorar.
Desafortunadamente, no todas las madres y niñas tenían una historia bonita para contar. Farihia llegó al hospital con pocos días de vida y su madre decía que no mamaba bien. Pensé que sería solo un problema con la lactancia, pero cuando la miré bien me di cuenta de que no abría la boca y de que hacía movimientos extraños. Había nacido en casa, donde habían cortado el cordón umbilical con unas tijeras sucias y le habían puesto tierra como remedio natural. Yo nunca había visto un paciente con tétanos, pero al ver a esa bebé no tuve dudas. Empezamos tratamiento, a pesar de saber que probablemente no sobreviviría. Era demasiado tarde. Cómo le diría yo a esa madre que esas tijeras y esa tierra marcarían el destino de su hija. Cómo le explicaba yo a esa familia que la niña no moriría de tétanos, sino de ignorancia.
Ahora que ya sabéis cómo llegué hasta aquel lugar y que os he contado también cómo viví todos eses meses hasta aquel momento, creo que ya podemos volver al quirófano. Aquella noche lloraba porque esa mujer, embarazada de nueve meses, llegó al hospital en proceso de parto. Al romper aguas, mi compañera Tahani (la matrona de la que he hablado al principio) identificó que se trataba de un prolapso de cordón, una complicación muy grave. No tuvo dudas de que había que hacer una cesárea urgente y todo el equipo se preparó rápidamente para ello. No obstante, en Yemen, el marido debe autorizar el procedimiento quirúrgico y este se negaba. Convencerlo resultó una odisea y para cuando pudimos sacar a la bebé ya era demasiado tarde. El equipo había hecho un gran trabajo, pero ese padre no nos dejó salvar a su hija a tiempo.
En Yemen, el marido debe autorizar el procedimiento quirúrgico y éste se negaba a que le hiciéramos una cesárea urgente a su mujer
Así que lloré (y lloro) porque las mujeres en muchos rincones del mundo no pueden decidir sobre su propio cuerpo; porque esa madre, después de nueve meses de gestación, se fue a su casa con una cicatriz en el abdomen y las manos vacías; porque a veces, aunque demos lo mejor de nosotros, las cosas no salen bien. Lloro porque demasiado a menudo la gente no muere de enfermedades, sino por falta de conocimiento, por una higiene que no resulta apropiada, por no saber cuándo ir a un hospital o no confiar en la atención médica que van a recibir allí, por no tener un hospital al que acudir o por no llegar a tiempo.
Pero todas esas lágrimas no frenaron mis ganas de seguir aportando mi granito de arena. Perdimos a aquella bebé, pero seguí luchando para que otras mamás como Amjad pudiesen seguir cuidando de sus hijas, para que muchas otras compañeras acaben siendo tan buenas enfermeras como Nada y tan excelentes matronas como Tahani. Para que sepamos acompañar a esas madres y cuidar de sus hijos. Lucho para que siga habiendo mujeres y niñas valientes. Lucho porque, como dijo Victor Frankl, “el mundo va mal, pero irá peor si cada cual no hace lo que puede”.
Irene Pérez es pediatra de Médicos Sin Fronteras en Yemen.
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