La historia de siete migrantes en busca de un destino
Llegaron a las costas de Canarias buscando un futuro mejor. Un año después, siete inmigrantes han aprendido el español y se están formando en distintas áreas para poder acceder a un mundo laboral al que sueñan con incorporarse
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La mayoría de los migrantes que llegan a las islas Canarias tienen la intención de trasladarse a la península o a otros países de Europa donde reagruparse con algún familiar o amigo. Francia suele ser un destino marcado en sus mapas, sobre todo por el idioma, que les facilita la comunicación y supone un mejor punto de partida para hacer vida en el continente y poder ayudar económicamente a sus parientes en África.
Ly, Mamadou, Charreh, Boubacar y Sec llegaron a Tenerife en la misma patera en octubre de 2019 tras un viaje de nueve días por el océano Atlántico. Algunos con la autorización de sus familias y otros a escondidas. Todos rondan los 18 años y en sus países de origen hacía ya años que eran considerados adultos. Como tales, tenían que trabajar para contribuir a la economía doméstica.
Al salir desde la costa de Gambia, se esconden y parten desde zonas alejadas del puerto para no ser descubiertos por la policía. El billete les cuesta unos 500 euros, a menos que sepan manejar el barco y el GPS. En ese caso, el viaje puede llegar a ser gratuito. Otras 152 personas hicieron este trayecto con ellos en la misma patera y, durante el periplo, tres de los pasajeros se turnaban para dirigir la embarcación. Las provisiones se agotaron y tuvieron que pasar los últimos días sin comer.
Cuando la madre de Boubacar Sow murió, la nueva mujer de su padre lo maltrataba y le exigía pagar una renta para poder vivir con ellos. Trabajó muy duro cargando maletas en el muelle y ayudando en un taller de mecánica, pidió dinero prestado y ahorró lo que pudo para poder salir de su país sin decir una palabra a su padre por no preocuparlo. Son conscientes del peligro que entraña el mar y de que muchos compatriotas han perdido la vida intentando escapar de la pobreza; por eso algunos lo hacen sin decir nada a sus familias que, al descubrir que se han marchado, solo les queda esperar a recibir noticias del otro lado. Con suerte, nueve días más tarde.
Los rescatados en el mar son asistidos y alojados generalmente en centros CIE (Centros de Internamiento de Extranjeros). Boubacar y sus compañeros, estuvieron recluidos 59 días en uno de estos centros en 2019. Tras ese periodo, se trasladaron al albergue municipal de la ciudad de Santa Cruz.
Una mañana, sentados frente al albergue, conocieron a José Félix Hernández, presidente de la Fundación canaria El Buen Samaritano y sacerdote de una parroquia cercana. El padre Pepe, como le conocen popularmente, es impulsor de numerosas acciones sociales y proyectos que intentan dar respuesta a los problemas de las zonas aledañas a su parroquia, entre ellos, la indigencia. Su propuesta se basa en dignificar las ayudas que los más necesitados reciben haciéndoles partícipes de alguna actividad, curso o colaboración, poniendo en valor su capacidad de producir y sus aptitudes.
Boubacar y Mamadou estudian cocina en esta institución y les encantaría poder trabajar en los fogones. En la Fundación cocinan para comedores sociales y hacen servicio de catering a la vez que aprenden y perfeccionan sus técnicas culinarias. Mamadou trabajó durante años en una tienda y consiguió ahorrar para llegar a España. Tampoco él les dijo a sus padres que iba a emigrar, pero ante la falta de opciones de prosperar en su tierra, se aventuró a emprender el viaje inspirado por un tío suyo que vive en Bilbao ―la puerta española a Francia―, con el que no ha podido reunirse a falta de una autorización de traslado.
Igual que sus compañeros, Ibrahim Ly ha aprendido muchísimo desde que llegó, aunque su oficio está más orientado al manejo de ordenadores y su sueño es ser ingeniero informático. Trabajó desde pequeño en una finca de plátanos y desde los 14 años en una mina de oro donde arriesgaba la vida para poder ahorrar. “Allí puedes guardar dinero si comes menos”, afirma. En su país vivía con su madre y un hermano pequeño, y no tiene familiares ni amigos en Europa, por lo que no está especialmente interesado en trasladarse como otros de sus compañeros que visualizan en el norte sus vidas resueltas. Después de un año en Tenerife, su español es fluido y su semblante sereno. Le gusta lo que hace y se muestra agradecido de poder aprender cada día.
Pepe les aconseja que aprovechen la formación a la que les da acceso la Fundación para prepararse y dominar el lenguaje y ellos responden asistiendo rigurosamente a sus tareas y esforzándose para mejorar.
La realidad de todos los que llegan es similar, aunque Charreh no estaba solo. Al llegar se reunió con su abuelo, que había emigrado a Canarias unos 15 años atrás y tenía asegurado al menos un lugar donde dormir. Su tío está también establecido en el sur de España y ambos lo instan a viajar a Almería para trabajar de temporero y mandar dinero a sus familiares. Esto le hace debatirse entre quedarse en la isla y seguir formándose o hacer lo que sus parientes le indican.
Según el padre Pepe, sería una pena que Charreh acabara explotado en Almería sin mayores aspiraciones en lugar de aprovechar su talento con los idiomas. “¡Charreh habla seis!”, exclama el religioso. “Inglés, francés, español, pulaar, wolof y seereer. Podría perfeccionarlos y encontrar un trabajo en el que los usara”, razona. El joven sonríe y explica con humildad que aceptaría cualquier trabajo y que podría dedicarse a la pesca, que es lo que hacía en su país natal.
Hay familias que no permiten a sus hijos emigrar por el peligro que supone, sin embargo muchas otras animan a irse al adolescente de la casa sobre el que apuntalan su esperanza de prosperidad económica
Hay familias que no permiten a sus hijos emigrar por el peligro que supone, sin embargo muchas otras animan a irse al adolescente de la casa sobre el que apuntalan su esperanza de prosperidad económica por lo que los jóvenes, desde que llegan, reciben una enorme presión para que manden dinero. Sus progenitores desconocen las dificultades a las que se enfrentan una vez pisan suelo europeo. “Cuando vine aquí, pensaba que en Europa todas las personas estaban bien”, confiesa Ly, al que sorprendió presenciar pobreza en España.
Aladje Ndyoe (Sec) se crió con su abuela. Desde muy pequeño tuvo que trabajar para ayudar a mantener a sus dos hermanas pequeñas. No tuvo la oportunidad de ir al colegio, por lo que no sabe leer ni escribir. Desde entonces, mientras agotaba sus días trabajando de sol a sol, soñaba con venir a España y poder hacer su vida a este lado del océano. Está aprendiendo a hablar, leer y escribir en castellano y está dispuesto a trabajar en lo que sea para poder salir de su situación y ayudar a su abuela desde aquí. Está muy agradecido por la acogida. “Me lo han dado todo”, alude emocionado señalando con sus manos al local en el que duerme con sus compañeros. “Me encantaría trabajar, crecer y poder formar mi propia familia en este país”.
Malan Sane y Woga llegaron más tarde en distintas embarcaciones pero sus historias son similares. Huyeron de la explotación ahorrando durante años para poder salir. En los cursos aprenden castellano y, según sus profesores del taller de carpintería, son muy aplicados y trabajadores. Los dos se encuentran cómodos trabajando la madera aunque también se desenvuelven en las plantaciones o en el mundo de la construcción. Se marcharon, como el resto, con la promesa de ayudar a sus padres y hermanos en cuanto consiguieran la manera de trabajar y ganar dinero.
Una vez en suelo europeo, el lazo familiar sigue siendo muy fuerte y todos, sin excepción, muestran un sentimiento de deber asumido con aquellos que quedaron atrás
En muchos países de África los hombres son polígamos y es común que, al escoger a su siguiente pareja, abandonen a la anterior, aunque haya hijos de por medio. Este hecho fuerza, sobre todo a los varones, a buscar un trabajo desde niños para colaborar en los gastos de una casa sin cabeza de familia. Todo el dinero que ganan trabajando desde los 12 o 13 años, se lo entregan a sus padres. Una vez en suelo europeo, el lazo familiar sigue siendo muy fuerte y todos, sin excepción, muestran un sentimiento de deber asumido con aquellos que quedaron atrás. Incluso algunos, que han sido desahuciados por sus propias madres a esas edades y han vagado por ciudades africanas buscando alguna manera de ganar dinero y ahorrar, llegan a Europa pensando en trabajar para enviarles dinero.
Algunos de ellos piden asilo, aunque esto se traduzca en rechazar su patria, pues mientras se resuelve el procedimiento, tienen cierta seguridad jurídica y pueden establecerse. En ese período, la Fundación les ayuda a formarse, a aprender el idioma y los hábitos de la cultura europea. Les inculcan rutinas de disciplina y valores que les hagan más fácil una posible inserción en el país en caso de resolverse positivamente el asilo.
La mayoría de los inmigrantes irregulares son alojados en centros de acogida o albergues donde es a veces desesperante para ellos no tener ninguna actividad a la que dedicar sus días ni aspiraciones o esperanzas de ser productivos y prosperar. Estos siete jóvenes, en cambio, han tenido la fortuna de encontrarse a Pepe y a su Fundación, que les ofrece cursos y talleres de formación para dignificar la ayuda que reciben, aunque es realista con ellos: “En este tiempo de pandemia que nos ha tocado, es difícil conseguir empleo incluso para la población local, así que hay que aprender mucho y tener paciencia”.
En medio de todo el odio, el miedo y la tristeza, hay un grupo de inmigrantes africanos que ha convertido la incertidumbre en esperanza y ha encontrado un lugar al que llamar hogar
Más de 20.000 personas han llegado a las costas canarias en lo que va de año y los centros están desbordados. Las medidas son cada vez más restrictivas y los traslados al territorio peninsular se han ralentizado. La pandemia está causando serios estragos en el sector económico y los hospitales están al borde de la saturación. Se han disparado el racismo y la aporofobia en una fracción amplia de la población. Pero en medio de todo el odio, el miedo y la tristeza, en la ciudad de Santa Cruz de Tenerife, hay un grupo de inmigrantes africanos que ha convertido la incertidumbre en esperanza y ha encontrado un lugar al que llamar hogar.
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