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Desarrollo sostenible
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La pandemia como síntoma

La covid-19 no es la causa sino la consecuencia de un sistema socioeconómico que viola la noción del límite del medio ambiente. Si no cambiamos, esto no habrá hecho más que empezar

Un grupo de manifestantes frente al Congreso de los Diputados durante el Día Global de Acción por el Clima, en Madrid.
Un grupo de manifestantes frente al Congreso de los Diputados durante el Día Global de Acción por el Clima, en Madrid.Óscar J.Barroso (Europa Press)

En las últimas semanas se propaga un optimismo creciente en torno a la posible comercialización, en un tiempo récord, de una vacuna eficaz frente a la covid-19. Semejante optimismo está, a nuestro juicio, desenfocado. Parece corresponder con un ansia de volver corriendo a la “normalidad” pre-pandémica, sin haber aprendido nada de la situación vivida en los últimos 10 meses; una de las crisis más graves del último siglo y que nos la hemos ganado a pulso.

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Si algo parece claro a estas alturas es que el problema era la “normalidad”. Que la pandemia no era la causa sino la consecuencia de un sistema socioeconómico que viola la noción de límite y, al equiparar desarrollo con crecimiento, devora –con tasas de “extracción” crecientes– todo tipo de recursos naturales, contamina el entorno, provoca la desaparición de especies (unas doscientas cada día), altera profundamente todo tipo de hábitats y da lugar a ecosistemas degradados, fragmentados y poco o nada funcionales. Todo esto supone el caldo de cultivo perfecto para que proliferen las enfermedades zoonóticas, aquellas infecciones de origen animal que dan el salto a los humanos con mayor facilidad cuando se relajan los mecanismos de control natural al faltar especies y procesos ecológicos en una naturaleza degradada.

La evidencia científica es sólida. Se fraguó durante décadas de estudios ecológicos y epidemiológicos: la pérdida de biodiversidad y los ecosistemas disfuncionales no regulan las poblaciones de especies portadoras de patógenos, no actúan de cortafuegos de contagios, no diluyen la carga patogénica ni reducen la prevalencia de las enfermedades infecciosas.

Nuestra forma de relacionarnos con el entorno, invadiendo y alterando hábitats, degradando los ecosistemas y poniendo a los animales salvajes en contacto estrecho con las personas –tráfico ilegal de especies, mercados sin control sanitario en África, Asia o América–, facilita el salto de estas enfermedades. La globalización hace el resto.

Los sistemas públicos de salud son imprescindibles, pero llegan tarde. Por buenos que sean. Para cuando un paciente es atendido, para cuando alguien recibe por fin una vacuna o un tratamiento específico para el virus global habrá siempre millones de personas contagiadas con ese virus en el mundo y miles de fallecimientos. Una y otra vez, iremos afrontando nuevas infecciones o variantes de infecciones clásicas facilitadas por mutaciones y recombinaciones entre patógenos que nunca permitirán que tengamos vacunas para todas las posibles enfermedades infecciosas.

No habrá sitio para nosotros si nos aferramos a nuestra huella ambiental

Conservar la naturaleza en buen estado, ayudarla a regenerarse allí donde se ha degradado es la mejor inversión económica y social ante problemas ambientales. Porque las pandemias, como el cambio climático o las distintas formas de contaminación, son problemas ambientales que matan anualmente a decenas de millones de personas y enferman a centenas de millones. Estas son las cifras que nos amenazan realmente y necesitamos más que nunca, porque somos muchos y porque la naturaleza planetaria está en crisis, ecosistemas funcionales que nos brinden servicios de un valor incalculable. Que nos brinden, sobre todo, equilibrio y balance. Que regulen, filtren y amortigüen nuestros impactos ambientales para que no nos salten en la cara en forma de pandemias, huracanes o suelos y mares envenenados.

Necesitamos ecosistemas que regulen, filtren y amortigüen nuestros impactos ambientales para que no nos salten en la cara en forma de pandemias, huracanes o suelos y mares envenenados

Para lograrlo, debemos cambiar nuestra forma de relacionarnos con nuestro entorno. Necesitamos atrevernos a una auténtica revolución cultural que nos permita superar el actual sistema socioeconómico, instalado desde la Ilustración, que identifica erróneamente extracción con producción (cuando solo los organismos fotosintéticos son realmente productores) para tratar acto seguido de maximizarla a cualquier precio y hacerla crecer indefinidamente. Equiparando desarrollo con crecimiento, algo imposible en un mundo finito, nos ponemos la cuerda al cuello como sociedad y también como especie biológica. No habrá sitio para nosotros si nos aferramos a nuestra huella ambiental.

Aunque no terminamos de convencernos del todo, hace tiempo que nos topamos con los límites. Algunos límites planetarios que marcan las condiciones seguras para nuestra especie están sobradamente rebasados. Desde finales de la década de los setenta, la huella ecológica de la humanidad, una medida de nuestro “consumo” de naturaleza expresada en hectáreas, supera la propia superficie del planeta. ¿Cómo es posible si la Tierra es un sistema cerrado para los materiales? Porque hemos dejado de vivir de las rentas que nos da la naturaleza para vivir de degradar el capital natural del planeta. Este comportamiento, prolongado en el tiempo, acabará por agotar el capital natural, con lo que ya no podremos seguir consumiendo.

Los ecosistemas colapsarán antes de que esos niveles de consumo dejen de verificarse. Y este es el peligro, el desafío al que nos enfrentamos: que no lo veremos hasta que lo tengamos encima. Hemos “llenado” el mundo. Acaparamos entre el 20% y el 40% de la producción primaria neta del planeta y apenas dejamos espacio ambiental a las demás especies. Por eso una cuarta parte de ellas se encuentra en peligro de extinción.

Desde 1970, la población mundial se ha duplicado, la economía mundial se ha cuadruplicado y el comercio internacional se ha multiplicado por diez. Los eventos climáticos extremos se han multiplicado por cinco en este mismo periodo. Pero sus costes económicos son ahora siete veces mayores que hace medio siglo.

Esta es la década clave

Es evidente que necesitamos abordar transformaciones ecosociales a todos los niveles y en un tiempo récord. La década de 2020 a 2030 es particularmente clave. Se dice que somos la primera generación que lo sabe y la última que aún puede hacer algo para evitar el colapso. Lo que hagamos en estos años determinará las condiciones de habitabilidad del planeta durante los próximos milenios.

No queda sino pasar a la acción, tanto individual como colectiva, para desplegar medidas rápidas y efectivas que nos conduzcan a una gran transformación sistémica, que reoriente nuestra relación con el entorno y nos permita hacer las paces con la naturaleza de la que formamos parte. Si no culminamos con agilidad y eficacia esta gran transformación, estaremos condenándonos a padecer más enfermedades y no podremos evitar elevados números de muertes prematuras, tensiones sociales y conflictos bélicos cuyo origen será, como cada vez lo es más en estos días, un medio ambiente disfuncional. Las pandemias y las crisis nos recordarán, con distintos nombres, lo que no hayamos hecho en esta década de transición insoslayable.

Luis Morales es licenciado en Biología, consultor y divulgador ambiental y Fernando Valladares, doctor en Biología, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y Universidad Rey Juan Carlos.

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