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El debate | ¿Hay que prescindir del mapamundi que no refleja las proporciones reales de los continentes?

Este año ha vuelto a plantearse la discusión de si seguir usando el mapa Mercator, elaborado en el siglo XVI, perpetúa una visión eurocéntrica del mundo o si conserva su utilidad en ciertos contextos

Maps

La discusión plantea si los mapas deben priorizar la fidelidad a las proporciones reales, como cree la diputada de Sumar Viviane Ogou i Corbi, quien estima que seguir usando el elaborado por el geógrafo Gerardus Mercator en 1569 perpetúa una visión distorsionada del mundo. O si, por el contrario, su uso y su validez pueden estar justificados en contextos específicos, como argumenta el cartógrafo Francisco Javier González Matesanz.


No es un error visual, es una distorsión cultural

VIVIANE OGOU I CORBI

Imaginemos conducir por Barcelona o Madrid con un mapa del año 1569. Sería absurdo: ni siquiera existían los coches. Y, sin embargo, buena parte de los escolares y de la opinión pública sigue aprendiendo a mirar el mundo a través de una proyección nacida hace casi 500 años, la de Gerardus Mercator, diseñada para ayudar a los mercantes a no perderse en alta mar. Cinco siglos después, con sistemas de navegación que integran la curvatura terrestre, seguimos reproduciendo un mapa que agranda el Norte Global y empequeñece el Sur. En la proyección de Mercator, Groenlandia parece tan grande como África, cuando en realidad el continente africano es 14 veces mayor. No es un simple error visual: es una distorsión cultural.

Por eso, España debería liderar en la Unión Europea la sustitución progresiva del mapa de Mercator en el espacio público, educativo e institucional, promoviendo proyecciones más fidedignas, como Equal Earth, Gall-Peters o Molleweide. No se trata de una cuestión menor: es una demanda expresa de la Unión Africana y una cuestión de sentido común. Igual que enseñamos que la Tierra no es plana, no podemos seguir enseñando un mapa que tergiversa las dimensiones reales del mundo.

Si no se ha hecho antes, no ha sido por razones científicas —ni, esperemos, por mantener una imagen grandilocuente de Occidente—, sino porque no existe un solo tratado internacional que regule los mapas. La cartografía se rige por un entramado de normas, convenios, directrices y resoluciones. Liderar su actualización es complejo, pero hacerlo situaría a España en la vanguardia en medio de la reconfiguración geopolítica global. Y, en todo caso, garantizar el uso común de Equal Earth en nuestro país es un trámite sencillo que reflejaría mejor la realidad que habitamos.

Pero el cambio cartográfico es solo la punta del iceberg: nuestro imaginario colectivo también está deformado. La falta de formación e información sobre el Sur Global contribuye a una visión incompleta, cuando no injusta, de sus realidades. Pongamos el ejemplo de África. Si preguntáramos al azar a la ciudadanía, probablemente muchos reduzcan el continente a imágenes rurales, pueblos indígenas o pobreza extrema. Sin embargo, África cuenta con 55 países, la mitad de su población vive en zonas urbanas, y crecen sus centros de investigación, sus industrias y mejoran sus políticas públicas. En ciudades como Addis Abeba, Nairobi o Lagos hay rascacielos, centros de innovación tecnológica y un tejido empresarial y emprendedor con un 20% más de participación femenina que en Europa; el porcentaje más alto del planeta.

La historia contemporánea de África no es tan distinta a la europea: cuando un gobierno no cumple o se excede, se organizan movimientos sociales que desafían el poder. A veces consiguen un cambio de gobierno, como ocurrió recientemente en Senegal. Otras, como pasó en España con Franco, tardarán 40 años en deshacerse de su dictador, sin que la represión frene a la población de hacer progresar el país. Además, la mayoría de su juventud no emigra a Europa, ni de forma regular ni irregular. Se mueve dentro de sus regiones, amparados por acuerdos de libre circulación como los de la Cedeao —con un objetivo parecido al área Schengen en Europa—, que además promueven políticas monetarias o de seguridad comunes.

Esa realidad apenas se enseña ni se cuenta, deformando la historia y cultura de estos países, lo que acaba afectando a las decisiones diarias. La misión militar francesa Barkhane en el Sahel fracasó, en parte, por el desconocimiento de la realidad local. Y la mirada negativa hacia los países africanos sigue afectando a cómo se perciben —y cómo se tratan— a sus ciudadanos. Hoy, Rusia y China han comprendido que los países de África, América Latina o el Pacífico están cansados del paternalismo y la incomprensión, y han intensificado su presencia diplomática y económica. España y Europa no pueden quedarse atrás. Adoptar proyecciones cartográficas más justas —como símbolo y compromiso— es un gesto de respeto hacia el Sur Global y una inversión en nuestra propia credibilidad internacional.


Cada mapa tiene su uso concreto

FRANCISCO JAVIER GONZÁLEZ MATESANZ

Cualquier intento de trasladar un globo a un plano obliga a escoger qué preservar y qué sacrificar: la cartografía no presenta una única narración. La proyección de Mercator, nacida en 1569 para resolver un problema práctico —navegar siguiendo líneas de rumbo rectas—, es el ejemplo perfecto, pues conserva los ángulos localmente, pero deforma los valores de superficie, las formas y las distancias. Su mérito técnico es indiscutible; su uso como planisferio “neutro” no es correcto. Y ahí reside un debate que no es capricho académico, sino que debe responder a la pregunta: ¿Qué mundo mostramos cuando mostramos el mundo?

En el 450º aniversario de la proyección de Mercator (2019), varias instituciones revisitaron su legado con una conclusión que conviene subrayar: Mercator fue un salto intelectual para la navegación, convertir líneas de igual rumbo (loxodrómicas) en líneas rectas y hacer calculable el rumbo, pero su genio técnico no la convierte en planisferio universal. Las conmemoraciones y debates académicos coincidieron en dos lecciones claras: primera, toda proyección es una elección (y debe explicarse su propósito, su narración); segunda, el uso educativo y mediático debe migrar a proyecciones de compromiso o equivalentes (que conserven las áreas y, por tanto, los tamaños relativos de cada continente, o que introduzcan tan solo pequeños errores que hagan que, de forma relativa entre ellos, apenas sean perceptibles), reservando Mercator a la náutica y a contextos específicos. Celebrar a Mercator, en suma, no es mantenerla en todas partes, sino usar cada proyección donde mejor explica el mundo.

Durante décadas, la inercia editorial y la comodidad técnica mantuvieron a Mercator en aulas, atlas y medios. Pero la pregunta correcta no es “¿cuál es la mejor proyección?”, sino “¿para qué queremos el mapa?”. Si el objetivo es trazar rumbos o seguir rutas por vías de comunicación en un entorno local, Mercator funciona. Si es comparar superficies, distancias o formas, no: el crecimiento de la escala hacia los polos agranda exageradamente a Groenlandia o Europa, produciendo una narrativa visual que muchos lectores interpretan, comprensiblemente, como jerarquía geográfica. Las alternativas existen y no son nuevas. Para planisferios generales, la comunidad cartográfica se ha decantado por proyecciones de compromiso, con baja distorsión global: Winkel Tripel es hoy estándar en atlas y divulgación, y Robinson mantiene su vigencia por equilibrio visual y tradición didáctica. Cuando lo que importa es el tamaño relativo, aunque no se conserven formas ni distancias, como en población, clima o biodiversidad, se pueden usar proyecciones equivalentes, que únicamente conservan el valor del área aunque esté deformada: Equal Earth, Mollweide, Eckert IV.

Un mapa es una decisión. Elegir Mercator para un reportaje monográfico sobre desigualdad territorial introduce, sin decirlo, un sesgo de escala; elegir Equal Earth para una infografía de superficies, o Winkel Tripel para un atlas, no es ideología: es adecuación metodológica.

Conviene, llegados a este punto, dejar claras dos conclusiones. Primero, igualdad de áreas no equivale a perfección: una proyección equivalente distorsiona formas y distancias más que una de compromiso; por eso hay que escoger según el mensaje. Segundo, Web Mercator no “falsea” los datos por sí misma: acelera los visores, pero los análisis globales que no tengan como objetivo preservar las orientaciones deben ser realizados en otra proyección.

Los lectores merecen saber que un mapa no es una fotografía, sino una construcción. La solución es sencilla: debemos comprometernos a elegir la proyección que mejor explique los datos. Si informamos sobre pérdida de bosques, usemos una que conserve las superficies; si ilustramos rutas aéreas, una conforme que mantiene los ángulos; si publicamos un atlas escolar, una de compromiso. Es una decisión editorial tan relevante como titular con rigor o verificar una cifra. En definitiva, hacer un mapa es siempre un acto de responsabilidad.

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