Un manifiesto por la oscuridad
Ciudades en las que falta de todo compiten para ser las que más gastan en iluminaciones navideñas, en una especie de orgía de contaminación lumínica


Los escarabajos peloteros se orientan en la noche siguiendo la dirección de la Vía Láctea. No les faltó motivo a los antiguos egipcios para venerarlos. Un escarabajo pelotero, una vez completada su bola de estiércol, se sube a ella y da vueltas para abarcar así la bóveda celeste, y una vez determinados sus puntos luminosos esenciales empuja hacia el nido la bola que será su alimento. Un murciélago solo sale a cazar al final del crepúsculo, y, aunque no es ciego, encuentra a sus presas mediante un sistema de ecolocalización muy parecido al de las ballenas. En una noche bien oscura, un solo murciélago llega a comerse unos tres mil mosquitos, y si es de las variedades no carnívoras es capaz de polinizar tantas flores como una abeja, o como una de las polillas o mariposas nocturnas atraídas por las flores que solo abren sus corolas después del anochecer. Las arañas cangrejo gigantes obtienen una imagen completa del cielo nocturno gracias a sus ocho ojos. Exactamente, el mismo gen se ocupa de regular la adaptación de todos los organismos vivos al tránsito entre el día y la noche, la luz y la oscuridad: desde los crustáceos diminutos que flotan en el mar hasta las ballenas monumentales que se alimentan de ellos; desde esas especies de hongos que se iluminan tenuemente de noche hasta el humano insomne que antes de acostarse se intoxicó la mirada y el cerebro con la claridad azulada de una pantalla sin saber que al hacerlo estaba privándose de la pócima natural y universal del sueño, la melatonina.
Somos conscientes de la contaminación química de los combustibles fósiles, y bastante menos de la contaminación acústica. En lo que menos se repara es en la contaminación lumínica, que sin embargo es tan invasora y tiene efectos tan dañinos como las dos anteriores. A diferencia de la tercera parte de los vertebrados y de dos de cada tres invertebrados, somos animales diurnos, igual que nuestros parientes cercanos, los primates. Desde las sabanas de África por las que los australopitecos se aventuraban medio erguidos, lejos de los árboles, hemos evolucionado para tener miedo de la oscuridad que nos convertía en presas fáciles para nuestros depredadores, los felinos que nos acechaban con sus pupilas de fuego muy bien adaptadas a la noche. Para nosotros, como en el dibujo y el grabado de Goya, el sueño nocturno de la razón produce monstruos. La ambigüedad de la imagen queda confirmada por la de la palabra sueño, que en español, a diferencia de otros idiomas, nombra igual el acto de dormir que las ensoñaciones surgidas en ese estado. ¿Se refiere Goya, con su mentalidad de ilustrado, a las imágenes monstruosas de la ignorancia y la superstición, o a las que pueden nacer también de una racionalidad embriagada de sí misma? Sobre el hombre quizás dormido o quizás abrumado por pensamientos de los que no puede refugiarse vuelan criaturas nocturnas, lechuzas, murciélagos de todos los tamaños que parecen adquirir rasgos humanos. A diferencia de él, el hombre, que entierra su cabeza entre los brazos, un gato asiste a la invasión con los ojos muy abiertos y expresión serena, porque al fin y al cabo es también un habitante de la noche.
Es muy probable que Johan Eklöf pueda identificar cada una de las diferentes especies de lechuzas y murciélagos que dibujó Goya. Johan Eklöf es un científico sueco que se ha dedicado desde muy joven al estudio de los murciélagos, y que por lo tanto, a diferencia de casi todos nosotros, posee una erudición y una sensibilidad extraordinarias hacia esas oscuridades nocturnas a las que los demás procuramos asomarnos lo menos posible. En Paraíso perdido, que, salvo en el mundo de habla inglesa, es una de las cumbres menos frecuentadas en el himalaya supremo de la literatura, John Milton dice que en el infierno reina una “oscuridad visible”. Milton estaba ciego cuando dictó el poema a sus hijas. La oscuridad se vuelve poco a poco visible para Johan Eklöf según sus ojos van acostumbrándose a ella, cuando sale a la noche del campo para estudiar a sus murciélagos. Pero lo que va viendo, lo que escucha y huele, no es un infierno, sino todo lo contrario, un mundo completo en el que pululan toda especie de criaturas, animales, plantas, hongos, para los cuales la noche es el ámbito preferido de la vida: salen a buscar pareja o alimento, espabiladas por ese mismo reloj biológico que a nosotros nos induce al sueño, y guiadas por esa alternancia entre el día y la noche que ya existía en el planeta tierra cuando surgieron los primeros organismos vivos.
Johan Eklöf ha concentrado el fruto de sus muchos años de investigaciones en un libro de poco más de 200 páginas y capítulos breves como cuentos o poemas que me atrajo al principio solo por su título, The Darkness Manifesto. He comprobado que lo publicó en español la recóndita editorial Rosamerón. El libro es, efectivamente, un valeroso manifiesto, porque su relato de los misterios de la vida nocturna y del valor de la oscuridad para los seres vivos es también una denuncia del trastorno inútil que sufren una gran parte de ellos por culpa de esa invasión arrasadora y en gran medida innecesaria de luz artificial que altera sus hábitos y en muchos casos los condena a la extinción. Una noche abolida es tanta calamidad como un bosque talado. Eklöf cuenta que uno de sus lugares preferidos para el estudio de los murciélagos eran los campanarios de las iglesias rurales en Suecia. Pero llegó la moda de iluminarlas por las noches con focos potentes, y las poblaciones de murciélagos se redujeron de inmediato. Las adaptaciones sutiles de setenta millones de años de evolución pueden quedar desbaratados en muy poco tiempo. Es la disminución gradual de la luz lo que le avisa al murciélago de que es la hora de salir a cazar con menos peligro y más provecho. Pero si la luz se vuelve más intensa es como si la noche no llegara nunca, y el murciélago no se atreve a salir, y no puede alimentar a sus crías. Las luces rutilantes de las ciudades trastornan el sentido de la orientación de las aves migratorias, que durante millones de años aprendieron a guiarse de noche por el campo magnético de la Tierra, y de día por la posición del sol, lo cual les hace ahora estrellarse contra los muros de cristal cegadoramente iluminados de los rascacielos.
Dice Johan Eklöf que la contaminación lumínica crece un 2% cada año. El ser humano destruye el mundo no por necesidad sino por desmesura y despilfarro. Mucha de la luz artificial que se enciende por la noche no tiene ninguna utilidad y se pierde en el espacio, igual que muchas de las cosas que se fabrican y se compran y venden acaban rápidamente en vertederos. En Madrid, vecinos y organizaciones ecologistas se han sublevado contra el nuevo desatino municipal de iluminar de noche la zona del río Manzanares en la que más vigorosamente se ha ido recuperando la vida natural en los últimos años. Aves, peces, insectos, plantas, microorganismos, verán alterados sus ritmos biológicos por el capricho de un espectáculo de postal o Instagram que se adorna con el ya desvergonzado calificativo de “sostenible”. Capitales españolas en las que falta de todo, viviendas, parques, servicios sociales y culturales, escuelas, albergues para gente sin techo, compiten grotescamente entre sí para ser las que más dinero gastan en iluminaciones navideñas, en una especie de orgía de contaminación en la que por una vez están de acuerdo alcaldes de izquierda y de derecha. Es también ahora cuando se adornan de colorines los árboles del Retiro, con gran jolgorio para los turistas, pero me temo que no para las criaturas nocturnas que habitan en ellos, y para los árboles mismos, tan sensibles como ellas a la falta de oscuridad. Tendremos que vindicar también el derecho no solo humano a la penumbra.
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