Lo que creemos saber y no sabemos
La prohibición australiana de las redes sociales es una solución simple a un problema complejo y, como tal, condenada a fallar


Lord Kelvin fue un gran físico, pero hizo un ridículo espantoso con sus predicciones del futuro. En 1899 escribió: “La radio no tiene futuro, las máquinas voladoras más pesadas que el aire son imposibles y los rayos X demostrarán ser un fraude”. También sentenció de manera pomposa: “La ciencia dice no a la evolución”. Había calculado que la Tierra tenía 20 millones de años de antigüedad, y claro, con eso no daba tiempo a que operaran los parsimoniosos procesos que había postulado su compatriota Charles Darwin 40 años antes. Lord Kelvin creía saber, pero no sabía. Y estamos hablando de uno de los grandes sabios de su tiempo, no de un adolescente cazurro intoxicado por las tuberías de cuñados a las que llamamos redes sociales.
Si eso le pasaba a lord Kelvin, lo mismo nos pasará a nosotros, que creemos saber, pero no sabemos. Somos bastante agudos identificando los problemas, pero nos volvemos obtusos cuando intentamos resolverlos. Es evidente, por ejemplo, que las redes sociales están produciendo una generación tras otra de estúpidos funcionales y ultraderechistas de cabeza hueca, pero no tenemos la menor idea de qué hacer al respecto. El Gobierno australiano es el primero que ha dado el paso audaz de prohibírselas a los menores de 16 años a partir del próximo miércoles y, ya antes de que la medida entre en vigor, se ha dado cuenta de que toda ley seca viene con un Al Capone bajo el brazo.
Yo mismo soy un entusiasta del algoritmo de YouTube porque me revela a diario unos contenidos de ciencia y de música de primera calidad. Si tuviera 15 años y mi Gobierno me prohibiera usar YouTube, estaría igual de cabreado que un adolescente australiano y, en este mismo instante, estaría buscando alguna forma de saltarme la ley seca, como por ejemplo abrir una cuenta con una identidad falsa antes de que la norma entre en vigor, o persuadir a mis padres de que me den acceso con sus propias cuentas. Dos torreznos australianos de 15 años han llegado incluso a demandar a su Gobierno ante el Tribunal Superior de Australia por violar su derecho constitucional a la libertad de comunicación política. Otros usarán redes privadas virtuales (VPN) para conectarse desde servidores extranjeros adonde les dé la gana. Hecha la ley, hecha la trampa.
Nos llenamos la boca criticando a los trumpistas y demás ultraderechistas por proponer soluciones simples a problemas complejos, pero eso es exactamente lo que es la prohibición australiana: una solución simple a un problema complejo. Lord Kelvin calculó la edad de la Tierra basándose en la velocidad a la que debía enfriarse, que era de lo que él entendía, y se equivocó de manera garrafal —por un factor 200, nada menos— porque ignoraba que la radiactividad del interior terrestre calienta el planeta de manera brutal. La ciencia no dice no a la evolución, sino al propio Kelvin. No me interpretes mal: yo creo que los gobiernos deben regular las redes sociales, pero más a base de crujirlas con multazos que imponiendo unas prohibiciones que, al final, van a depender de la buena voluntad de los padres, cuando nada nos garantiza que los padres tengan semejante cosa. Cualquier medida basada en la bondad intrínseca de la especie humana está condenada al fracaso por razones obvias.
Estarás pensando lo mismo que yo, que esto es un problema de educación, pero no seamos hipócritas. En primer lugar, la educación es una solución a varias generaciones vista, y no podemos esperar 40 años a que los maestros y las profesoras resuelvan esto. Y segundo, casi todo es un problema de educación, pero no estamos haciendo nada por mejorarla. Ya hemos tardado un cuarto de siglo en enterarnos de que tenemos un problema. No gastemos otro en tomárnoslo en serio.
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