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TRIBUNA
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Cuando el periodismo habla como el narco

Emplear el mismo vocabulario de los traficantes de drogas refuerza su autoridad simbólica

Lola Pons Rodríguez

El narcotráfico es un enorme remolino delictivo con capacidad para ir de esquina en esquina, trepar por las paredes y los interiores de una sociedad e incrustarse en sus rendijas hasta contaminarlo todo. Escribo para reclamar que no nos contaminemos también de su lenguaje.

En un lugar acordado, un grupo de delincuentes reúne material delictivo para luego venderlo (coches robados, falsificaciones, archivos pedófilos...), ¿cómo llamarían ustedes a ese espacio? Seguramente estén pensando en términos como almacén o depósito. Pues bien, en muchas noticias el almacén donde se acumulan estupefacientes es llamado guardería. Es el término que usan, en clave, los propios narcos para aludir a ese lugar. La adopción mediática de esta voz de la delincuencia contribuye a sostener en el subconsciente un imaginario donde las sustancias ilegales son críos que necesitan atención especializada y primores. Solo la irreflexión o la indignidad nos han hecho normalizar que en los últimos años en las noticias se hable del desmantelamiento de estas guarderías o de la detención de puntos, la forma de llamar a los chivatos a sueldo que están apostados en un sitio para avisar de la presencia de fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado.

No me asombra ni me repugna que este clase de léxico exista. Nada de lo que es lingüístico me resulta irrelevante o de poco interés. Sé que es vocabulario heredero de esas jergas de la delincuencia y de la marginalidad que se han ido creando en español desde los Siglos de Oro hasta hoy: la llamada germanía del siglo XVI fue el primero de esos lenguajes documentados. Pero lo que siempre me ha sorprendido al leer sobre la historia del léxico de la delincuencia es la despreocupación con que era admirado y aprovechado por la sociedad e incluso por los intelectuales que estaban fuera de esos círculos. Cierto es que el delincuente de la primera germanía era en general un robagallinas o un tramposo con los naipes: el pícaro de los Siglos de Oro no puede sino despertarnos lástima, y las palabras con que en clave llamaba a sus delitos parecían a los lectores de su tiempo el intento legítimo de un desesperado que no quería ser descubierto.

Cuando hablamos de la narcodelincuencia, estamos, es evidente, ante otra magnitud. Hago memoria solo de lo más cercano a mi entorno: en enero de este año, una narcolancha cruzó el río Guadalquivir por Sevilla capital a plena luz del día y pasó por delante de ese estadio donde se jugó esta semana el España-Turquía; en este mismo mes, en un pueblo sevillano a 50 kilómetros de ese estadio, los narcos se han enfrentado a cinco policías nacionales descargando sobre ellos un fusil de asalto AK-47 colocado sobre un trípode. No son turbas de pilluelos, no son migajillas de la basura. Cuidado con dotar al narcotráfico de la narrativa del héroe rebelde con léxico propio.

Quizá el periodista que usa estos términos piensa que por emplear ese lenguaje se está mostrando más avezado en el conocimiento de las formas, la evolución y los liderazgos de este remolino mafioso. Pero este vocabulario es efímero en su círculo primero de uso, y basta que sea conocido socialmente para que sea modificado de nuevo de manera interna y quede como neófito quien lo sigue utilizando. Recuerdo que hace unos años empezamos a escuchar en las noticias que se detenía, perseguía o alertaba sobre los bosquimanos. Bosquimano es un gentilicio del afrikáans, la variedad del neerlandés propia de Sudáfrica donde se acuñó entre los colonos la designación boschjesman, o sea “hombre del bosque” para nombrar a los pueblos indígenas, cazadores y recolectores, sobre los que se asentaban las autoridades coloniales europeas. Por derivación, muchas lenguas europeas llamaban bosquimano al individuo de Edad Contemporánea que vive con hábitos tenidos por primitivos. Dentro de la estructura jerárquica del negocio de la drogas, los bosquimanos (o busquimanos: la etimología popular hace visibles las manos de quien busca) eran quienes recogían los fardos lanzados desde el mar por los traficantes.

Los bosquimanos no son maquis del siglo XXI, las guarderías de los narcos no son cuartos del tesoro donde alguien guarda su secretillo furtivo. Cuando decimos vuelcos en lugar de “robo entre bandas” estamos usando el término con que un narco se queja de otro, como evocando a un malvado desaprensivo que derriba a sabiendas un puestecito artesano pacientemente ensamblado. Esto no es un mera cuestión lingüística: el léxico nos ayuda a la representación. El remolino, además, va de arroyo en arroyo, de acera en acera y puede llegar a las empresas y a las instituciones hasta contaminarlas también. Estoy segura de que en los lugares donde se blanquea el capital venido del tráfico de drogas no se dice guarderías, ni bosquimanos ni puntos; no sonará allí ni una sola palabra de ese perverso narcodiccionario que algunas noticias pretenden enseñarnos.

Con este vocabulario se contribuye a una peligrosa glamurización lingüística que legitima el funcionamiento interno de las bandas, refuerza la autoridad simbólica del narco y pone el foco solo en una parte de la cadena delictiva. Por eso, cuando oigo que las noticias dicen o escriben que se ha desmantelado una guardería o que se opera contra los puntos, siento que el turbio remolino se ha plantado ante mi cara y creo notar en el paladar el vientre viscoso y frío de un sapo.

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Sobre la firma

Lola Pons Rodríguez
Historiadora de la lengua y catedrática de la Universidad de Sevilla, directora de los proyectos de investigación 'Historia15'. Es autora de los libros generalistas 'Una lengua muy muy larga', 'El árbol de la lengua' y 'El español es un mundo' y colaboradora en RNE.
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