México y la invención del perdón
El tiempo no borra la injusticia: solo cambia la forma en que se administra


En las salas del Instituto Cervantes cuelgan textiles bordados por mujeres de los pueblos originarios de México. Son piezas de una belleza devastadora: geometrías cargadas de significado, símbolos ancestrales, memorias tejidas en hilo. Forman parte de la exposición La mitad del mundo. La mujer en el México indígena. Las mismas manos que hoy bordan tan hermosas telas vivieron bajo un sistema de castas que les negó durante siglos el derecho a ser vistas como plenamente humanas. España celebra el arte indígena, pero se niega a reconocer la violencia histórica que casi lo extingue. Ahí está la paradoja de esta crisis diplomática inconclusa. Llamar “indios” a los pueblos originarios fue el primer acto de una colonización no solo territorial, sino del saber. Cuando Colón llegó allí, creyó haber alcanzado las Indias Orientales, y un error geográfico se convirtió en una categoría política, jurídica y moral: el término “indio” nombró a millones de personas bajo un concepto ajeno, definiéndolas no por lo que eran, sino por lo que Europa pensaba que eran.
Nace ahí lo que Edmundo O’Gorman llama “la invención de América”, no un descubrimiento territorial sino la creación conceptual de un otro. Quinientos años después, seguimos atrapados en esa invención: el lenguaje que justificó la conquista sigue moldeando la manera en que se rehúye su memoria. Se dice que la llegada de los europeos no debe juzgarse a la luz de consideraciones contemporáneas, que es raro disculparse por acontecimientos de hace cinco siglos, que hay que mirar hacia adelante. Dejemos a un lado, por racistas, los argumentos que todavía llaman a la conquista “gesta civilizatoria”, aunque convenga preguntarse cómo puede un país reclamar la gloria de esa “gesta” y negar al tiempo la responsabilidad por sus atrocidades. O ambas cosas importan, o ninguna. No se puede heredar selectivamente.
Las democracias modernas aprendieron a hablar de igualdad sin hablar de historia. Construyeron impolutas teorías de justicia para repartir bienes, pero no para reconocer heridas. La separación entre justicia reparativa y distributiva no es natural, es un producto histórico. La división explica por qué la teoría de la justicia global tardó en reconocer el papel del racismo y el imperialismo en la desigualdad mundial. Por eso el debate sobre el perdón entre México y España no es un capricho diplomático, sino un síntoma. Nos recuerda que ninguna sociedad puede declararse justa si su origen está en un silencio compartido. Se dice también que el tiempo, por sí mismo, disuelve toda obligación moral, más aún si han pasado 500 años. Pero ese argumento, repetido con aire de sensatez, se derrumba al primer examen, pues el criterio temporal es arbitrario. ¿Cuántos años deben pasar para que una injusticia deje de importarnos? ¿Quinientos, como la Conquista? ¿Doscientos, como la esclavitud? ¿Ochenta, como el Holocausto? No hay respuesta neutral. El tiempo no borra la injusticia: solo cambia la forma en que se la administra. El país que dice “ya pasó demasiado” mantiene viva la herencia de aquello que dice haber superado. Conservamos títulos nobiliarios originados en la Conquista, símbolos nacionales, fiestas celebrando el “descubrimiento” como mito fundacional. El tiempo, entonces, no ha disuelto nada: ha institucionalizado los beneficios de la desigualdad histórica. Tal vez el perdón no sea una cuestión de tiempo sino de mirada. Mientras las manos de aquellas mujeres sigan bordando belleza sobre la herida, la historia seguirá pidiendo ser escuchada.
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