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Columna
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Las voces de los muertos

Me provoca desazón que nadie exigirá responsabilidades a los palmeros que protegieron a Mazón para que escondiera la verdad a costa de humillar a las víctimas

Elvira Lindo

Nada hay comparable a la voz. La voz de la persona que se fue es lo que va disipándose en la memoria. Se desvanece el recuerdo exacto de lo que fuera su risa, el llanto, el tono de las palabras que nos dieron consuelo. No hay inteligencia artificial que pueda reproducir lo que nos diría un muerto si pudiera hablarnos desde el más allá, porque la voz de los muertos es patrimonio y fantasía de los que se quedan y nos habla desde el lado más íntimo del pasado.

Veo que hay personas que quieren que la IA le devuelva la voz de su madre y no me explico cómo pueden encontrar consuelo en esa simulación macabra. Esto lo escribo yo, que llevo dialogando con los muertos desde hace 50 años. Jamás he dejado de escucharlos, queriendo creer que me transmiten un orgullo póstumo o temiendo que me juzguen por algo que no aprueban; siguiendo sus consejos o desobedeciéndolos para liberarme de algún prejuicio antiguo que no comparto.

Los vivos cargamos con la obligación de dar voz a los ausentes y esto es lo que hicieron esta semana los familiares de las víctimas de la dana. Conscientes de que son ellos los encargados de defender su memoria nos han ido describiendo a los seres irrepetibles que perdieron. A las imágenes de la terrible avalancha de agua, que nos acercan tan solo un poco al terror que debieron pasar esas criaturas, se superpusieron las voces de los que intentan mantener viva la memoria de los ahogados.

Los hemos escuchado esta semana guardando silencio. Mientras desayunábamos, sus voces surgían de la radio, en la comida, en el café ante la tele, y ocurría que cuando esas voces a veces quebradas por la emoción resumían la vida del ser querido, se disipaba el ruido insoportable de tantos voceros de la vida pública, porque los relatos de experiencias reales lograban imponerse, de manera contenida y verdadera, a la desfachatez y brutalidad que soportamos a diario. Ha sido una lección de dignidad que nos ha ayudado a percibir que habitamos en dos países cada vez más ajenos entre sí: el de quienes saben transmitir un dolor que nace de la verdad y del corazón, aunque éste se encuentre herido, y aquellos otros seres que enmascaran su vergüenza acusando a las víctimas de estar manipuladas.

No sé si los políticos que durante este año aplaudieron al presidente de la Generalitat valenciana, de manera muy pública y hasta el mismo día del funeral de estado, han sido capaces de callarse siquiera unos minutos para escuchar las voces de aquellos que compartían su sufrimiento; no sé si en algún rincón de la conciencia de estos desalmados algo les decía que con esos aplausos situaban el oficio de la política en su escalón más bajo, en el mismo lodo que anegó los hogares de tantos inocentes.

Cabe preguntarse si en un futuro, cuando el estúpido relato de suspense desvele un final que se sospecha sonrojante, alguien se atreverá a pedir perdón por haber vitoreado a un mentiroso mayúsculo que no tuvo la valentía de confesar el error. La verdad se sabrá, y quienes creyeron que podrían seguir disfrutando del poder olvidando las voces de los muertos habrán de pagarlo de una u otra manera. Pero lo que me provoca verdadera desazón es que nadie exigirá responsabilidades a los palmeros que lo protegieron para que escondiera la verdad como un trilero, a costa de humillar a las víctimas. Y ocurrirá que los mismos idiotas que aplaudieron sus embustes serán los primeros en darle la espalda en cuanto sea defenestrado.

Esto es, insisto, como vivir en dos países diferentes y cada vez más ajenos: el cinismo sigue un camino; la honestidad, otro paralelo. A menudo pienso que hay una indiscutible responsabilidad de los medios que por creer que solo la bronca atrae al pueblo ceden un espacio inmerecido a los portavoces del enconamiento y la estupidez. Hasta que un día ocurre una tragedia y entonces nos acordamos de que ese otro país habitado por personas nobles también existe.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.
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