Los relojes
Tomarse en serio el tiempo, no tratarlo como una mercancía de usar y tirar, hace que los días tengan memoria histórica

El balcón de mi casa da a la calle Barceló. Dejo de leer por un momento, subo la persiana en busca de la luz del día, miro hacia la calle para ver el tiempo que hace y, claro está, por atreverme a ver el tiempo descubro mi reloj en la acera. Hace un minuto lo tenía sobre la mesa de noche, y ahora está en la calle, redondo en su quietud, con las agujas detenidas por la policía. Debe ser una mañana de 1975, un día de hace 50 años. Los recuerdos se caen al suelo cuando nos dan un empujón o cuando la hebilla se rompe mientras alguien grita no se mueva, que nadie se mueva, y nos coloca las esposas en las muñecas. Vemos el reloj detenido con la cara pegada al suelo, o desde un balcón de la calle Barceló, o desde las páginas de un libro. Los ojos cuentan las horas, las semanas, los meses que faltan para una ejecución. Antes de que el dictador muera, los tribunales devotos querrán enviarle de regalo otras cinco sentencias a muerte. No harán falta pruebas, ni deliberaciones, ni posibilidades de defensa. Las agujas del reloj están quietas, pero señalan hacia un túnel que conduce a los tiros de gracia.
Tomarse en serio el tiempo, no tratarlo como una mercancía de usar y tirar, hace que los días tengan memoria y que los ojos descubran, debajo de nuestros pies, el reloj que fue sentenciado hace 50 años por unos jueces que querían detener el tiempo. Las agujas de Daniel dejaron de dar vueltas, pero los días y las noches no se detuvieron, pese a que los números se habían llenado de cadáveres desde 1936 y costaba trabajo caminar hacia el futuro. La ley bañada en sangre es una infamia mucho más grave que la mentira. Lo sabe la literatura, la buena literatura de Aroa Moreno que vuelve a situarnos en la historia con su novela Mañana matarán a Daniel (Random House). Aroa consigue habitar los relojes del presente para hablarnos de las últimas ejecuciones del franquismo.
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