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tribuna
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El problema de la desigualdad: ¿brecha generacional o de clase?

En 1987, bastaban tres años de salario para comprar una vivienda. Hoy, los jóvenes necesitarían el equivalente a 14 años de sueldo

En los últimos días, el debate sobre la desigualdad generacional ha estallado con más fuerza que nunca. Los datos hablan por sí solos: en dos décadas, la brecha de riqueza entre quienes tienen 65-74 años y los que hoy rondan los 35-44 se ha multiplicado por nueve. La fotografía es clara: la distancia crece a un ritmo alarmante.

Es innegable que los jóvenes tienen menos patrimonio, menos viviendas y salarios más bajos que los jubilados. Pero ¿es ahí donde está la raíz de la desigualdad?

La mayoría de los análisis insisten en estas diferencias. Esta semana, el Instituto Juan de Mariana publicaba el informe Brecha generacional: cómo el sistema de pensiones y el modelo fiscal penalizan a los jóvenes españoles. El título no deja dudas: los privilegios de los jubilados lastran a las nuevas generaciones, obligadas a sostener un sistema de pensiones injusto. La conclusión es clara: reformar —y, en la práctica, privatizar— las pensiones.

Pero la desigualdad se retrata con más claridad cuando se analiza la relación entre salarios y vivienda. En 2008, un joven ganaba el doble de lo que costaba alquilar una vivienda. Tras la crisis los sueldos repuntaron, pero los alquileres se dispararon hasta devorar casi por completo los ingresos. Hoy, un joven tendría que destinar el 92% de su salario para emanciparse. El resultado es demoledor: desde 2007, la tasa de emancipación juvenil ha caído al 15%, y tres de cada cuatro jóvenes con empleo siguen atrapados en casa de sus padres.

De este modo, parece que el verdadero problema de los jóvenes no es con los jubilados, sino con la vivienda. La propia desigualdad de riqueza entre los boomers y las nuevas generaciones muestra que gran parte de la brecha se explica por la propiedad inmobiliaria. Entonces, el enfoque cambia por completo.

Durante los últimos 50 años, la llamada sociedad de propietarios se convirtió en un proyecto central de integración económica y política. El neoliberalismo hizo de la financiarización de la vivienda la palanca de crecimiento durante décadas. Los hogares accedieron de forma masiva a la propiedad, lo que los transformó en clase media. Y su bienestar comenzó a apoyarse cada vez menos en los salarios o en el Estado de bienestar, y más en la revalorización de sus viviendas.

Conceptos como capitalismo patrimonial o capitalismo rentista se han empezado a utilizar para describir esta nueva realidad: una economía en la que la riqueza depende cada vez menos del trabajo y la producción, y cada vez más de la revalorización de los activos, con la vivienda como eje central. No es un detalle menor que el valor de los bienes inmuebles constituya hoy el mayor depósito de riqueza del planeta, equivalente a casi cuatro veces el PIB mundial.

Esta transformación ha disparado la concentración de riqueza y ensanchado la brecha social. La propiedad de activos se reparte de forma profundamente desigual, y en los últimos 50 años la distancia entre los más ricos y el resto de la sociedad no ha hecho más que crecer.

En 1987, bastaban tres años de salario para comprar una vivienda. Hoy, los jóvenes necesitarían el equivalente a 14 años de sueldo. La conclusión es demoledora: como generación, el acceso a la propiedad es imposible, porque los salarios se han desligado de los precios de la vivienda. Así se está resquebrajando la sociedad de propietarios.

De este modo, cada vez menos personas logran acceder a una vivienda, mientras un pequeño grupo concentra un número creciente de ellas. En 2006, solo el 28% de los hogares menores de 30 años vivía de alquiler; en 2023, la cifra se ha disparado hasta el 57%. Por el contrario, los multipropietarios —tanto personas físicas como jurídicas— no han dejado de crecer desde 2008: quienes poseen entre dos y cuatro propiedades han aumentado un 46%, y los que acumulan cinco o más lo han hecho un 121%.

Avanzamos hacia una sociedad dividida: de un lado, los multipropietarios que acumulan cada vez más viviendas; del otro, una mayoría creciente sin acceso a ninguna. Una fractura que rompe los pactos sociales que han sostenido la cohesión y que amenaza los valores meritocráticos y las posibilidades de movilidad social. En este escenario, los boomers son apenas los últimos vestigios de una generación que sí pudo acceder masivamente a la propiedad. Pero el problema no son ellos, sino la estructura misma de la propiedad inmobiliaria.

En un mundo de bajo crecimiento económico pero alta rentabilidad del capital, la desigualdad no hace más que amplificarse: quienes ya poseen patrimonio lo acumulan a una velocidad superior al crecimiento de la economía real. Esto les permite controlar una parte creciente de la riqueza total y, con ella, concentrar también poder económico y político. Una dinámica que, como advierte el experto en desigualdad Thomas Piketty, podría llevarnos en pleno siglo XXI a niveles de desigualdad inauditos.

Hoy, si queremos acabar con la desigualdad, la redistribución no debe plantearse entre boomers y jóvenes, sino desde los grandes poseedores de patrimonio y propiedades hacia quienes carecen de ellas. Para hacerlo posible, es imprescindible un nuevo pacto social. Y eso exige una enorme fuerza política, que solo podrá construirse si jóvenes y boomers se sitúan en el mismo bando.

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