El esfuerzo y el talento
Nos resulta imposible celebrar la inteligencia porque vivimos en un mundo cuyo discurso lo domina gente sin ella


Rafa Nadal ha ganado. Ya no se puede hacer casi nada sin esforzarse, sin sacrificarse. Nos pasamos el día remontando dos sets a 40 grados en Melbourne. En una sociedad que ha glorificado cualquier acción, por muy banal que sea, hasta elevarla a la categoría de experiencia, resulta cuando menos paradójico que cada vez resulte más complicado colmar nuestras aspiraciones, que, a su vez, son cada vez más inanes. Nos iban a democratizar la vida hasta convertirla en algo 24 horas fácil, domótica y emocionante, una existencia en la que iba a ser rematadamente imposible escapar de la diversión. El problema es que se han creado necesidades a gran velocidad y se está siendo mucho más lento en fabricar formas de colmarlas, lo que redunda en una sociedad con infinidad de personas frustradas porque el lanzamiento de una colección exclusiva online de su marca favorita les pilló haciendo cola virtual para comprar una entrada para un concierto de un artista del que no conocen ningún tema, mientras se matriculaban en un máster. El esfuerzo debería reservarse para lo que vale la pena, y es imposible que haya tantas cosas que valgan la pena. No soy un experto, pero dudo que esto fuera así en el Imperio Romano.
(También está la opción radical de no intentar jugar en esta liga. Pero sería muy radical. Y radical es una marca de surf).
Las gestas de Rafa Nadal fueron tan salvajes que nos hicieron olvidar que sin talento no hubiera llegado hasta allí. Todo el discurso giró hacia aquello del sacrificio, que fuera de los confines de la Biblia es siempre un coñazo. Por eso, cuando Carlos Alcaraz apareció en su documental pasándoselo bien muchos adivinaron su inmediato declive. Era imposible que ganara más Grand Slams si salía por la noche, por mucho que siguiera entrenando como un profesional. Se nos hace imposible celebrar el talento porque vivimos en un mundo cuyo discurso lo domina una gente que no tiene ninguno, pero que se levanta a las cinco de la mañana para hacer burpees, tomarse un batido de césped y luego trastear con criptomonedas. Lo graba y lo hace aspiracional. Es una cultura banal, perversa e indocumentada que nos hace creer que todo, desde lograr empleo hasta sacar entradas para Aitana (hemos casi equiparado las dos cosas), lo podemos conseguir con esfuerzo y sacrificio. No es ni siquiera meritocracia; es mucho peor.
Ahora siéntate, que te voy a poner un reel de una camarera de piso haciendo una habitación, enfocándose sobre todo en el trabajo de cuádriceps y otro de la hora de calistenia que hacen muchos con las barras del abarrotado vagón de metro cada mañana.
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