Gaza y la indiferencia que mueve el mundo
La vida sigue pese a todo. Ajena al espanto. Incluso se acaba acostumbrando a él


Dijeron que la economía movía el mundo y quizá tuvieran razón, porque fue la economía por la que Donald Trump se arredró con la guerra arancelaria. Dijeron que al mundo lo movían el interés y la envidia y el odio y a veces el amor. Las pasiones, al cabo. Por eso este mundo que no se entiende se explica antes en las novelas que en los ensayos, porque las pulsiones humanas preceden a las teorías de la academia. Y, sin embargo, puede que lo que agita al mundo y lo somete sea la ausencia de pasión y de interés. O sea, la indiferencia.
La vida sigue pese a todo, y esa verdad tan obvia y tan cabal es la que constata la crueldad del mundo. A la vida y a nuestra manera de llevarla la alteran un apagón y el fallo del suministro. La trastocan, claro, una pandemia o una crisis. Pero la vida sigue pese a todo. Sigue ajena al espanto e, incluso, se acaba acostumbrando a él, que es lo que hacemos nosotros mismos.
El gobierno de Israel ha aprobado un plan al que ha llamado Carros de Gedeón. Contempla la conquista y la ocupación de Gaza, a la que ha dejado ya en ruinas y muerta de hambre. De la Franja llegan a diario imágenes de familias enteras que huyen del horror entre cascotes, que guardan colas para hacerse con un pedazo de pan o para lograr acceder a una atención médica en precario.
El lunes, al recoger su premio Ortega y Gasset de periodismo, Mikel Ayestarán dejó sonar el audio que le había enviado desde la Franja su amigo e intérprete Kayed Hammad, con el que trabaja desde hace 15 años: “Mikel, diles que lo que ocurre en Gaza será una vergüenza para la humanidad, porque quien no muere por las bombas lo hace por hambre. Hemos llegado a la conclusión de que es mejor morir por un misil que de hambre”. Eso decía Hammad en su audio: que sería mejor que les matara un misil a que les matara el hambre. Pero la vida, que a ellos se les detuvo, sigue.
La vida sigue pese a todo, porque la vida incluye el espanto y la indiferencia. Incluye la vergüenza y el remordimiento, y también la pregunta de si hubo algo que podríamos haber hecho o que podríamos hacer todavía. Escoger nuestras indiferencias resulta una de las decisiones más trascendentes y, sin embargo, la tomamos en un proceso natural, casi darwiniano. Pero la decisión es nuestra, lo mismo que mantener en vilo y alerta nuestra capacidad de indignación y de asombro.
Eso siempre nos quedará, conscientes de que no salvaremos el mundo: la capacidad de buscar al menos en cada momento un compromiso a nuestro alcance que por lo menos procure la tranquilidad de nuestras conciencias. Por ejemplo, el compromiso de tener memoria y no olvidar. De mirar aunque duela. Sobre todo si duele. Que la vida sigue pero, a veces, hay que echarse a los gritos.
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