Líbranos del mal
Los familiares de fallecidos en crímenes se sienten alterados por la revisión de esos episodios dramáticos, pero está complicado que puedan prohibirlos

El caso del libro de Luisgé Martín El odio se ha cerrado en falso. La decisión de la editorial de suspender la publicación de ese libro sobre el asesino de sus dos hijos en un caso de violencia vicaria que sacudió la sociedad española parece responder a la presión popular. De hecho, por dos veces los jueces que estudiaron la petición de retirada del libro se negaron a hacerlo pese a la comprensión con el dolor de la madre de las víctimas. Con el típico ventajismo de racimo tan común en la época de las redes sociales todos hablan mal de lo que ahora toca hablar mal. En otras ocasiones similares el silencio ha sido clamoroso. Y por encima de todo la industria del morbo y la reelaboración del crimen y la fascinación por la maldad no sólo remite, sino que no deja de crecer gracias al éxito popular con el que cuenta. Es evidente que si algunos fragmentos de ese libro atentaran contra el honor o revelaran secretos íntimos de los afectados los tribunales estarán listos para dictar la supresión de esos párrafos. Hasta aquí una normalidad legal que se ha refrendado en múltiples ocasiones anteriores.
Los familiares de fallecidos en crímenes se sienten alterados por la revisión de esos episodios dramáticos, pero está complicado que puedan prohibirlos más allá de evitar que los criminales puedan lucrarse directa o indirectamente por la explotación de estos derivados de la industria del entretenimiento. En el caso que nos ocupa, lo que sucede es que un producto comercial ha sufrido la retirada por verse amenazada su viabilidad por la presión popular en contra. Por eso estamos ante una conclusión en falso, una especie de limbo que convendría aclarar. Es evidente que el único responsable de un libro es su autor y cuando se manejan materiales de enorme sensibilidad social cualquiera que se sienta dañado tiene derecho a afrentarlo y afearle su labor. Que la madre de los niños asesinados se enterara por algunos adelantos de prensa de la publicación del libro resulta indigno, pero difícilmente eso puede acarrear la suspensión de su lanzamiento. Tampoco la apariencia de satisfacción con que el criminal recibió la propuesta, porque sabemos que los narcisistas siempre festejan las publicaciones sobre su persona. Aunque sean críticas o incluso demoledoras les hace salivar verse retratados para la eternidad. La miseria humana es ilimitada y eso nos debería obligar a ser muy cuidadosos con lo que regalamos a los criminales: nuestra atención, nuestro tiempo, nuestra mistificación.
La ley es clara y no permite la exaltación de asesinos ni dictadores, ni ongi etorris ni el negacionismo de genocidios. Y bien está que así sea. Pero ninguna de las derivaciones literarias sobre asesinos pueden ser prohibidas por el mero hecho, también evidente, de que revuelven las entrañas de los familiares de sus víctimas. Hay gente que considera maravillosa la película de Tarantino Érase una vez en... Hollywood, donde los dos zoquetes protagonistas logran evitar a puñetazos que los asesinos maten a la dulce Sharon Tate embarazada de ocho meses como sucedió en aquella infausta noche de 1969. ¿Podrían los familiares haber impedido la difusión de esta película? Conviene no perder nunca de vista que la justicia no es un Padre Nuestro que pueda librarnos del mal, de la indelicadeza ajena, de la apropiación. Una sociedad libre nos obliga a asumir muchas responsabilidades de manera individual, como autores pero también como espectadores. He ahí nuestro pánico inconfeso a las libertades.
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