Con las vergüenzas al aire
La Administración Trump ha obligado al viejo mundo a mirar unas costuras que ya estaban a la vista de todos


Cuando vivía en Londres me encantaba ir de vez en cuando a Burlington Arcade, el único lugar del mundo donde se podía encontrar el perfume favorito de Kate Moss, una creación del William Penhaligon, el barbero oficial de la corte de la reina Victoria. Resulta que desde hace tiempo Penhaligon’s es propiedad de Puig, ergo marca española. Cuántas vergüenzas quedan al aire gracias a los aranceles. Cuando vivía en Londres emitían la versión británica de The apprentice, el reality show que antes había protagonizado con enorme éxito Donald Trump. El escogido para cumplir el rol en Reino Unido era Alan Sugar, fundador de Amstrad, la compañía cuyos ordenadores personales llegaron en los años ochenta a competir con los Spectrum, pero que en la primera década del siglo XXI ya no significaban nada, excepto el eco de un tiempo en el que en el viejo continente intentaba fabricar las cosas y no solo darles una mano de pintura final. A esas alturas Sugar era ya más famoso por haber comprado un club de fútbol y por ser uno de los raros millonarios ingleses sin familia en la Cámara de los Lores. Recuerdo escucharle decir eso de “You’re fired” con su nasal acento cockney de barrio obrero y pensar que había algo patético y decadente en el hecho de que el último gran empresario manufacturero de la misma potencia imperial que un día había fabricado los chocolates Cadbury que inspiraron a Willy Wonka (hoy propiedad de un conglomerado con sede en Illinois) o el coche de James Bond, el DB5 de Aston Martin (comprada por Ford en 1987) estuviese haciendo el payaso en la tele. Faltaba tiempo para la pataleta ultranacionalista del Brexit. Entonces la hija de uno de los hombres más ricos del mundo doblaba jerséis en un Zara de Londres y todos hacíamos como si no supiéramos quién fabricaba nuestra ropa de verdad. Ha sido otro payaso televisivo, el que llegó a presidente de Estados Unidos, quien nos ha obligado a admitir de dónde salen las piezas del mecanismo de nuestra prosperidad.
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